El Lázaro es un pinche tecato que se la pasa trabajando para su vicio. Eso sí, nada más de noche. Fue él quien me introdujo a este fascinante mundo bajo. Hasta eso, es muy generoso, el loco. Cuando lo conocí me convidó, fue la primera vez que probé el foco. Puta, qué mal viaje me aventé, o eso pensé en el momento, pero me vienen flashazos: el Lázaro ahí en la esquina, cogiéndose a una morra que luego se comió. Ya sé, qué fumada. El Lázaro me habló de su otro trabajo: como a usted, supongo, le pagaban por matar. Yo le dije que yo ya tenía experiencia en eso. Se cagó de la risa. Nadie me cree cuando lo digo. Le di un puñetazo en la nariz. O intenté, porque nunca me había peleado con nadie y no sabía golpear. Le di quedito. Y, ¡mocos!, que me regresa el putazo en la jeta y salí volando por allá. Aplíquese, putito, me dijo, tiene que ponerse al tiro. Esos pinches golpecitos de maricón no sirven. ¿Eres puto? Sí, eres puto, pareces puto. Estás bien bonito, me dijo. Es por mi mamá, nos parecemos. Pues qué pinche cuero ha de ser tu jefa, cabrón, ¿dónde la dejaste? Se murió, le dije, yo la maté. No mames, qué desperdicio, ¿cómo? Naciendo. Lázaro fue el primero en no burlarse. Nunca he sabido por qué. Ni le pregunté. Ni modo, fue lo que dijo: En esta vida matas o te matan. Y seguimos trabajando. Bajamos las cajas sin cruzar palabra. De noche, siempre de noche.
Y la neta, sí: creo que esa es la ley de la vida. Ni yo pude haberlo dicho mejor, por eso le digo que todos somos asesinos. Cuando arrancas un pedazo de pasto, cortas una rama, atropellas a un perro en la vía rápida, estás quitando una vida. Sin embargo, hay algo de este mundo que no entendemos y nunca entenderemos: el azar de las cosas. Todos deberíamos regir nuestra vida por el azar. Por ejemplo, esta reunión. Sin el azar no estaría aquí contando cómo me convertí en uno. Sí, el azar es cabrón, pero no puedes predecirlo como intentó el bato de la cantina.
Total que el Lázaro me consiguió el trabajo en el mercado. Por las noches bajábamos las cajas de verdura que traían los camiones. Me daba asilo en su casa: un cuartito hediondo con un colchón, una tele, una parrilla eléctrica y una televisión, eso sí, de plasma. Me decía que se puede vivir como pobre, pero sí se necesita una televisión decente para el porno y los partidos de futbol. En una de esas que nos aventamos los viajes, me confesó que él también había matado. Varias veces. ¿A quiénes?, le pregunté. Hombres de poder, me dijo, o hijos de hombres de poder. Es lo que deja lana. Le pregunté que qué se sentía matar. No, pues normal, me dijo, como cuando aplastas una cucaracha, así, sabes que te las tienes que chingar, sino te joden la vida. Le confesé que había matado a mi papá antes de venirme para acá y que justamente eso sentí: como aplastar un bicho que te ha estado jodiendo toda la vida y no te deja dormir. Ah, porque la pinche casa del Lázaro estaba infestada de cucarachas, y los días que estuve quedándome con él nomás me la pasaba pelando el ojo porque las escuchaba caminar por las paredes y el techo. Volaban y me caían en la cara. Y con ellas me entrené. Las acechaba como gato y en cuanto salían me les iba encima, las aplastaba hasta sacarles el jugo. Finalmente me decidí a pedirle al Lázaro que me presentara a su jefe, que también yo era un asesino y tenía la necesidad de quitar vidas. Y qué mejor que me pagaran por hacerlo.
Llegamos a un casino enorme y nos recibieron dos guaruras que nos hicieron esperar más de una hora. Que según el jefe estaba ocupado. Por fin nos pasaron y lo encontramos con las mangas ensangrentadas y un extraño manchón cerca de la barbilla. Nos preguntó que qué era tan urgente. No, pues aquí el N. quiere trabajar para usted. Me presenté, le dije que era un asesino de nacimiento y que estaba dispuesto a todo. ¿Ah, sí?, me contestó, ¿muy cabrón? A ver si’cierto: mañana mismo quiero la cabeza de alguien importante. Pues, ¿quién es importante? Ahí está el chiste, está en ti elegir a la persona importante y yo decido si sí o no. Si sí, pos ya chingaste, eres bienvenido. Si no, a seguir cargando cajas. Órale, a chingar a su madre. Y se metió al cuarto. Antes de salir escuché gritos de terror. Ese cabrón del jefe es un hijo de perra, le gusta torturar, ni se imagina.
Decidir quién era importante fue lo difícil. Recorrí el centro de la ciudad pensando y pensando. ¿Un poli, acaso? ¿Un periodista, un abogado, un político? Ahí estaba otra vez el azar mordiéndome la cola. Si mataba a alguien que le caía bien ya estaba chingado. Si era alguien que no le gustara, ahí está el boleto de entrada. Pero no conocía los gustos del jefe. No sabía. Y ahí fue cuando se me prendió la pinche lámpara: para demostrarle que tenía huevos, al buey que tenía que matar era él. Nadie más importante que el mismo jefe. Chance y hasta me quedaba con su chamba, pensaba yo. Así le robé la pistola al pinche Lázaro y me fui para el casino.
¿A dónde crees que vas, pinche flaco?, me detuvieron los gorilas. No, pues tengo un asunto pendiente con el jefe. Es una chamba pero se me olvidó preguntarle algo. ¿Así nomás? Sí, nomás de entrada por salida. Órale, pues, nomás rapidín. Ahí estaba el jefe, en su silla de piel, escribiendo quién sabe qué. ¿Qué onda, qué se te olvidó? No, pues ya sé quién es el más importante, le dije. Saqué la pistola y pum, disparé sin pensar, y según yo le quería dar en la cabeza, pero nada más le rocé un cachete y media oreja. Si hubiera aprendido a disparar antes, sí le atino, pero era la primera vez. La bala se detuvo en un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que estaba en la pared. En chinga entraron los guaruras y me dieron un culatazo en la cabeza. Ya estuvo, pensé, hasta aquí llegué; ahí te voy, amá. Pero el jefe se levantó como si no tuviera nada: tranquilo, sonriendo. Expulsaba humo de su herida, parecía regenerarse. No lo maten, dijo. Pásenlo a la oficina. Ah, cabrón, pensé, pues esta es la oficina, ¿no? Pues no, la oficina era un cuarto contiguo, escondido, donde tenía herramientas para tortura de todo tipo. Jefe, mejor métame un balazo, le dije. Cómo crees. Me has demostrado que los tienes bien puestos. Y me caen bien las personas que los tienen bien puestos. Pero nada más tenemos que aclarar algo. Su mano derecha, les dijo a los guaruras, quienes instantáneamente me tomaron a la fuerza y me estiraron la mano sobre la mesa. Abre la mano. ¡La mano! Tomó un cuchillo de carnicero y que me corta el dedo índice de un solo tajo. Ni grité. Pero sí me escamó que cuando la sangre comenzó a chorrear, el jefe me apretó la mano y empezó a chupar el dedo mocho. Hasta los ojos le cambiaron de color. Que no se te olvide quién es el que manda, cabrón. Esa pinche voz nunca se me va a olvidar. Bienvenido, me dijo, y siguió chupando mi herida. A esta altura de la historia, su cachete y su oreja ya estaban curados. Yo ya me había muerto y de repente me sentí más vivo que nunca.
Así me convertí en monstruo, en asesino, en sicario. Me crea o no. Aprendí a apuntar bien, pero me costó trabajo acostumbrarme a ser zurdo. Pero ya, es tarde, doctor. Dispénseme, por lo que lo vengo a hacer, doc. Usted, más que nadie, sabe cómo está el negocio. Hoy el azar no está de su lado, doctor, hoy lo voy a matar: mi primera chamba. Por su cara imagino que ya sabía a dónde iba a llegar esto. Eso de andar de soplón, entregando a los esbirros del jefe, no es de cuerdos, mucho menos andar difamándolo en el periódico. No. A él no le agrada eso, prefiere moverse entre las sombras. Lo sabe.
Así que, usted decide: ¿lo hacemos por las buenas o por las malas? El disparo no va a doler, la decapitación tampoco, ya va a estar bien muerto. ¿Y cómo que qué gano? La fama y la fortuna, amigo, la fama y la fortuna. De eso se trata todo, ¿no? Quizá con un poco de suerte, la vida eterna.
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