Victoria Resco - Reino de papel

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LA PERSONA QUE ASPEN VANN MÁS ODIA, NO ES OTRA QUE ASPEN VANN. Para quien la mire no es otra cosa que perfecta e inquebrantable. Popular. Bonita. Inalcanzable. Toda una profesional de la mentira. Pero cuando todo a su alrededor se vuelve un caos y los muros que tan perfectamente ha construido en su interior comienzan a resquebrajarse, un chico y su gato malhumorado entran como un rayo de sol a su cielo nublado y ponen su vida de cabeza. Aaron llena sus días de color y ruiseñores. Le muestra caras de sí misma que no sabía que tenía. Que la aterran. Que la increpan. Que la hacen desear ser esa chica que nunca creyó poder ser. ¿Podrá una nueva Aspen surgir de entre tanta oscuridad y tantas mentiras?

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Lo que él no sabía era que lo último que sentía era vergüenza. Aaron era un descarado y yo estaba por entrar a reírme como una loca con él. Una sonrisa gigante como nunca la había sentido me surcaba las mejillas y los hombros me temblaban mientras ahogaba contra mis palmas el desconocido sonido de mi propia risa. Así que esconderme, como parecía serlo siempre, había sido mi única salvación.

Lo mataría. Lo mataría por hacerme creer que podía ser feliz.

Fred apareció y se llevó nuestros vasos vacíos. Aaron le pidió un par de las donas que estaban en los descuentos de la vidriera. Cuando le pregunté, se encogió de hombros y me contestó que la clave estaba en los detalles. Pensar que me había visto babear por esas donas me hizo querer enterrarme viva.

Cuando llegaron, me dediqué a saborearlas como si fueran un pedacito de cielo. Estaban increíbles y casi me deshago de amor comiéndolas. Aaron se mantuvo en un silencio gatuno desde que llegaron. Lo ignoré. Cuando no hablaba y tenía algo con lo que distraer mis ojos de los suyos, era mucho más fácil no ceder.

–Me dijiste que eras una persona terrible –me dijo de la nada, como si hubiera estado toda la vida conteniendo ese pensamiento y ya no pudiera hacerlo un segundo más.

De sopetón, el aire se convirtió en papel. Yo no sabía respirar papel. El recuerdo de ese primer día en el parque, cuando le abrí mi corazón con los ojos enrojecidos, pensando que en mi vida lo volvería a ver, me bajó por la garganta como una lija.

Él se había ladeado y me miraba fijamente. Lo había estado haciendo por un buen par de minutos, mientras yo me hacía la desentendida.

Le di un sorbo a mi bebida, intentando aparentar una tranquilidad que no estaba ni cerca de sentir.

–¿Y? –Tenía el corazón en la boca, palpitando agitadamente y temía que, de decir algo más, fuera a caérseme y a quedar latiendo, expuesto como un mórbido centro de mesa.

–Yo creo que una mala persona nunca hubiera hecho lo que hiciste.

–¿Pisar el acelerador antes de que pudieras invitarme a salir?

–Espera, ¿sabías que iba a invitarte a salir?

Puede ser. Sí. No. No sé. Me atraganté con las respuestas. Tomé el batido y dejé que me helara las manos, envolviendo el sorbete con mis labios y dándole tiempo a mi cerebro para controlar el bullicio de mis sentimientos.

–No es el punto. –Palabras tan secas que podrían hacer a cualquiera creer que el desierto del Sahara era un paraíso tropical–. Además, ya te dije: esto es una salida de amigos. –Él sonrió, a pesar de mi clara negativa. Me detesté por la forma en la que apuré las palabras; nunca había sonado menos convincente.

Podría haber dejado pasar mi desliz, pero no me sorprendió que no lo hiciera: su actividad favorita parecía ser descolocarme, y era más que excelente en ello.

–Ya olvidé el punto.

–Recuérdalo.

–Ah, ¡eso! –Lanzó una carcajada, pero luego se puso serio. O todo lo serio que podía ponerse; una única vez lo había visto sin sonreír. Me pregunté si le dolería la cara–. No eres una persona terrible, aunque tenías razón con lo de ser amargada.

Esta vez, me tocó a mí sonreír, pero nunca estuve tan en desacuerdo con algo como con su declaración. Me intrigaba. Odiaba admitir lo mucho que me intrigaba su sonrisa.

–¿Por qué? –No lo miré hasta pasado un largo segundo, esperando que yo hubiera sido la única en notar cómo se me había partido la voz; en miles de susurros esperanzados, en miles de plegarias para que, de una buena vez, me dejara en paz.

Destelló en sus ojos ese brillo relajado, pero una vez más vi en ellos el vestigio sombrío de una tristeza que parecía no tener fondo. Como si lo hubiera imaginado, las esquinas de sus labios se curvaron y su luz iluminó nuestro cubículo.

–Todo lo que hiciste. –Sabía perfectamente lo que abarcaba ese "todo" , y eso solo me hizo sentir más culpable–. Eso es algo que ninguna mala persona hubiera hecho.

Y así fue como finalmente me reí. De verdad. Sin importarme perder la apuesta. Me reí porque él parecía tan convencido que cualquiera le hubiera creído. Me reí porque de todas formas ya había perdido y, sobre todo, porque nunca había tenido tantas ganas de llorar.

Si tan solo supiera de Avery, si tan solo supiera de mamá y papá. Si tan solo supiera algo –o más bien todo– de mí, hubiera huido. Pero con Aaron, yo era una Aspen que nunca antes había sido. Era la que ayudaba a su hermano a llegar sano y salvo a casa, la que aparentemente se llevaba bien con gatos y no podía evitar sonreír, la que perdía el control de sus sentimientos y quería acercarse hasta quedar a medio centímetro de sus ojos, solo para contar las motas verdosas que se intercalaban con el marrón avellana.

Mientras me reía, me perdí completamente, y no había certezas de que fuera a volver a encontrarme.

Me dejé caer sobre el colchón y grité aferrando aún el celular con la - фото 35 Me dejé caer sobre el colchón y grité aferrando aún el celular con la - фото 36

Me dejé caer sobre el colchón y grité, aferrando aún el celular, con la pantalla desbloqueada y brillante. No me molesté en prender la luz, no me molesté en sacarme las botas o descolgarme el bolso del hombro. Solo grité contra la almohada, soltando todo eso que había estado reprimiendo sobre ella.

Y lentamente, como una oruga cortando su capullo para resurgir con alas resplandecientes, cambió. Ese grito que me quemó la garganta se entrecortó y, para cuando me di vuelta encarando el techo, me descubrí riendo.

Me reía como si me hubieran contado el mejor chiste de la historia, como si todavía pudiera ver a Aaron haciendo muecas a espaldas de Fred, como si hubiera descubierto un tesoro enterrado y fuera todo para mí. Me reí hasta que me dolió el estómago, con el pelo desparramado sobre las mantas blancas y arrugadas bajo mi peso. Terminé doblada a la mitad, sin tener idea de cuánto tiempo había pasado o de qué me había poseído.

De no haberla cortado yo misma, sospechaba que la risa hubiera seguido eternamente. Histérica, descontrolada, ruidosa, dolorosa inclusive, pero también muchas otras cosas, desconocidas y oscuras, que me reverberaban en la garganta.

Y tampoco duró demasiado la pausa. Solo lo que me llevó recordar el aleteo de los labios de Aaron contra mi mejilla. La forma en la que me hirvió el rostro. Cómo él salió del auto, subió las escaleritas y me saludó desde la puerta con la mano, antes de que se lo tragara la calidez de su hogar. Cómo se carcajeó cuando me reí por cuarta vez y no pude negarle su victoria.

Los abdominales se me resquebrajaron de semejantes sacudidas, los ojos me escocieron y se me secó la boca.

Entonces, y solo entonces, cuando pude respirar sin sonar como si me estuvieran acogotando, volví la vista al destello blanco del celular. Seguían allí. Tres burbujitas. Eran todo lo que había necesitado para subir las escaleras a saltos y derrumbarme en un ataque más epiléptico que de risa.

Número desconocido:

Tengo tu ruiseñor.

Una verdadera pena.

Ahora tendré que verte otra vez para devolvértelo

Y así, tan fácilmente como se nos daba respirar, las cosas empezaron a cambiar.

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