Deseé que el señor Humphrey copiara links por toda la eternidad, pero todo lo que empezaba debía terminar, para cuando esto lo hizo, volví a perderme en mis pensamientos.
Isa me había dicho mucho tiempo atrás que a veces necesitábamos frenar y pensar, pero no podía. No podía pensar un segundo más. No podía seguir pensando, pensando y pensando porque me estaba quedando sin lugar. Toda la vida había archivado los pensamientos cuidadosamente, pero las cosas habían cambiado, y ahora los cajones eran muy chicos y muy pocos y estaban abiertos y los papeles se desparramaban por mi cerebro en un embudo embarullado y pegajoso. Se quebraban y se volvían a pegar, fusionándose unos con otros y, como consecuencia, comenzaba a actuar como alguien que no era. Aspen Vann no aceptaba citas y Aspen Vann mentía y Aspen Vann sonreía. Pero ahora había quedado con un chico y no podía mirar a mis padres a los ojos y a duras penas podía contener mis celos.
Celos de Claire y Maggie por su amistad, por tener a alguien en quien confiar, por Fallon que vivía en su burbuja perfecta donde nada la afectaba, por Aaron y su honesta sonrisa, incluso de Chris, porque incluso siendo un inútil apestoso, al final del día, alguien lo esperaba con los brazos abiertos, rezando por que estuviera bien.
Cerrando los ojos, me agarré a ese sentimiento. Le clavé las garras a la carne de la ira y dejé que sangrara en mis manos. Casi podía sentirla, como piel abriéndose bajo mis uñas. Los puños cerrados tan fuertes a su alrededor que se me acalambraron las manos. Mi corazón chilló y su grito me partió las costillas. No respiraba, no me movía, pero volvía a ser yo y volvía a sonreír.
En el asiento del auto, sola y estacionada en la esquina de la casa victoriana de la que aparentemente no me podía deshacer, con la calefacción al máximo y la agenda bien abierta en las manos, apenas podía creer lo que estaba haciendo, ni lo que había hecho.
Era todo lo que decía, escrito con prolijidad y resaltado con color celeste pastel, bajo el día de la fecha y un par de tareas. No necesitaba más palabras para entender qué significaba y, además, me perseguía la paranoia de que alguien pudiera abrir el cuadernito y encontrarse con algo incriminatorio. Aunque una cita no hubiera resultado demasiado incriminatoria en muchos mundos, todas mis amigas sabían que lo era en el mío. Porque Aaron me había invitado a una cita, ¿no? O tal vez no, y yo estaba haciéndome la cabeza. No estaba segura, no eran preguntas que me hubiera hecho antes. De hecho, hacía un mes, cuando Jay Parker del equipo de natación me invitó a salir, ni siquiera me molesté en considerarlo antes de decirle que no. Como dije, mi mundo tenía cosas más importantes con las que tratar.
Pero por poco interés que tuviera, cuando llegué a casa después de clases y me di cuenta de que faltaban todavía tres horas para encontrarme con Aaron, mi cerebro había comenzado a maquinar como nunca antes. No sabía si prefería eso o pensar en la arpía traicionera de mi madre, con sus trajes de negocios en restaurantes elegantes, riendo con Max el sin-rostro. No era que lo que prefiriera fuera de mucha importancia, porque simplemente no podía escaparle a la idea de Aaron y yo.
Aaron y yo .
Se me revolvió el estómago.
Pasé horas revolviendo en mi inmenso armario, rebusqué entre un millar de faldas de estampados diferentes, sin tener idea de qué me esperaba. Me planteé pensar en Aaron y lo que le había visto puesto las veces anteriores que nos habíamos encontrado, pero eso solo contribuyó al revoltijo de chispas que estallaban en mi estómago. Así que terminé vistiéndome como si fuera a la escuela: falda plisada, botitas, medias por la rodilla. Me aseguré de abrigarme bien. El invierno no daba tregua a pesar de que debía estar cediéndole paso a la primavera, como si quisiera irse dejándonos con hielo corriendo por las venas.
Ahora, en el auto, a las cinco en punto de la tarde, miraba mi agenda sin poder creer que realmente estaba allí. No había ningún motivo real para preocuparse, ni siquiera para arreglarse. Bien podría haber venido en la misma ropa que había usado para la escuela. Total, lo único que iba a hacer era tocarle el timbre, avisarle que los planes que habíamos hecho habían sido un error, darme la vuelta e irme.
Esa había sido mi decisión ayer por la noche, con los ojos cerrados y el cerebro cortocircuitado: había cometido un gran error diciéndole que sí a Aaron y el único motivo por el cual me presentaría a su puerta, sería para arreglarlo.
Las ventanas del auto estaban polarizadas, pero yo me mantuve erguida y desinteresada mientras metía la agenda en el bolso. No podía permitirme caer. Necesitaba volver a ser yo, volver a estar en control, y deshacerme de Aaron era el primer paso.
Necesitaba verlo a la cara, mirarlo a los ojos, y decirle que no. Tal y como lo había hecho con Jay Parker, sonrisa arrogante incluida.
Poniendo el motor en marcha me repetí mentalmente las palabras exactas que iba a usar. De hecho, cuando quedé justo en la desembocadura de la escalinata que daba a la puerta, me creí capaz de hacerlo. Entonces una sombra apareció del lado del acompañante, abrió la puerta de un tirón y se sentó con veloz gracia.
Eso no era parte del plan. Se suponía que yo iba a subir las escaleras, tocar el timbre, esperar pacientemente, él abriría y yo le dejaría en claro que no me interesaba en absoluto su estúpida apuesta y luego me volvería victoriosa a casa, donde mis apuntes de Historia esperaban para ser pasados en limpio.
Había subestimado la impredecibilidad de Aaron. Olvídense de subestimado. Había olvidado completamente su talento innato para hacer papilla mis planes. Porque no importaba cuantas veces aparecieran en mis sueños o cuantas veces me sorprendieran en medio del día, el recuerdo de sus ojos nunca le hacía justicia a lo que era verlos de verdad.
Llevaba una sudadera gris que –para mi sorpresa– no tenía ningún color más que el intencional del estampado del logo. El tono gris hacía que sus propios ojos resaltaran con una tonalidad extraña, o tal vez fuera por la blancura sucia del cielo, pero parecían haber sido tomados por un musgo opaco. No podía dejar de mirarlos.
No podía hacer nada en absoluto. No había esperado su entrada y ahora él hablaba de algo que yo no lograba procesar, porque mi auto parecía un espacio endemoniadamente chico para compartirlo con una presencia tan inmensa como la de Aaron.
Si había esperado que se impresionara por mi auto –porque, vamos, tenía un auto increíble– me hubiera llevado una buena sorpresa. Lo único que parecía interesarle de mi reluciente último modelo eran los calefactores.
–... porque me pareció que sería extraño –decía tranquilamente mientras se frotaba las manos en busca de calor–. Así que supuse que...
Había llevado muchos frascos de perfume y aromatizantes, pero finalmente me había librado del olor que Christof había dejado aquí, sin embargo, en el momento en el que su gemelo se subió, todos esos químicos resultaron inútiles a la hora de disimular el aroma de Aaron. Salvo porque el sudor había sido reemplazado por jabón, era exactamente como lo recordaba: especias y pintura.
Me costó muchísimo hablar.
–¿Qué?
Él se detuvo y me miró. Algo le parecía claramente cómico, pero no me dijo que era, en su lugar recostándose en el respaldo y estirando las manos contra las rendijas de calefacción.
–Te decía –continuó–, que pensaba que no vendrías.
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