–Claro –mi respuesta, tan automática como estúpida, lo hizo sonreír aún más.
–¿Claro? –repitió, chasqueando la lengua tras lo que pareció la mirada más larga en la historia de las miradas largas. Me ardió el rostro como si me estuvieran prendiendo fuego viva y lo mejor que pude hacer para disimularlo, fue fruncir el ceño. Quise apurarme a explicarme, pero no pude porque se rio, con esa risa cargosa que me pesaba como plomo sobre el pecho. Recordaba perfectamente las palabras que se suponía debía decir, pero no pude. Si abría la boca, se me escurriría la sonrisa–. Bueno, de todas formas, me alegra que dejaras de correr. –No me dio tiempo a repetirle que yo no corría, porque de hecho había venido aquí dispuesta a hacer ring raje–. Mejor vamos yendo.
–¿Yendo? –esta vez yo fui la que repitió.
Miró a su alrededor, torciéndose sobre el asiento para pasar la vista por la parte de atrás del auto, finalmente deteniéndose en el portavaso vacío detrás de la palanca de cambios.
–Pues claro, yo no veo ningún batido aquí.
Entonces recordé por qué estaba allí en un principio y lo que tenía que hacer. Y me miró a los ojos. Y se me cayeron los pensamientos, esos que tanto me había esmerado en no pensar, como un disparo inesperado. En mi cabeza habían sido preguntas, pero al pronunciarlas, resultaron afirmaciones, y me permití alegrarme por ello.
–Esto es platónico –él alzó las cejas–. Una salida entre dos personas amistosas.
Estrechó los ojos, y se inclinó un par de milímetros hacia mí. Tan ínfimos que muy probablemente hubieran sido accidentales y, que, de no haber estado tan horriblemente pendiente de su cuerpo y sus manos callosas todavía pegadas al calefactor, no lo hubiera notado. Me obligué a mantener la respiración constante, repitiéndome que retenerla no detendría el tiempo, no me haría desaparecer. Aaron parecía estar buscando respuestas en mi rostro, pero yo lo mantuve firme. Mi fachada era sólida y se necesitaba más que un par de ojos bonitos para quebrarla.
–No tienes novio, ¿o sí?
Quise abrir la boca en una enorme O, pero mi indignación por su falta de disimulo quedó oculta tras una mueca cínica, justo antes de que me volviera a la calle y arrancara el vehículo. Por un momento pensé en lo fácil que sería decirle que sí; una única sílaba, tantos problemas resueltos. Pero no pude.
Por primera vez en mucho tiempo, estaba cansada de mentir.
–No es algo que le interese a un amigo platónico –me conformé con decir.
Echando un vistazo, llegué a captar la creciente curva de sus labios, y el destello de algo desconocido cruzarle la mirada, y me introduje en el tránsito de viernes por la tarde.
Aaron resultó ser un agradable compañero de viaje. Por un momento, deseé no llegar nunca a Dino's (el único lugar en el que compraría un batido en mi vida, pues no tenían comparación) y dar vueltas y vueltas hasta que él se cansara de hablar o yo me quedara dormida con el murmullo de su voz. Luego me di cuenta de que ambas opciones eran terribles: la primera porque parecería una secuestradora en potencia, y la segunda porque dormirse tras el volante era básicamente la fórmula para un par de costillas rotas, por no pensar algo peor.
Pero tenía una voz relajante –lo había notado la primera vez que nos habíamos encontrado– que casi me hacía olvidar la tremenda estupidez que estaba cometiendo. Además, tenía esa extraña capacidad de envolverte con palabras. Pensé, mientras estacionaba a media cuadra de nuestro destino, que podría estar diciendo que los marcianos eran sexis y lo hubiera hecho parecer interesante. Pero Aaron no tenía por qué hablar estupideces. En los cinco minutos de auto desde su casa a Dino's, había descubierto que también podía mantener un silencio cómodo, mirando por la ventana y tarareando por lo bajo las canciones de la radio.
Me corregía: tenía miedo. Un miedo visceral que me acalambraba entera cada vez que me perdía en la melodía áspera que acariciaba las historias de mi acompañante. Esta salida puramente amistosa no había ni empezado y yo estaba al borde de sacar del aire mismo unas zapatillas de deporte y ponerme a correr. Estaba tan cómoda con su presencia que ni siquiera podía mantener ese ceño fruncido que tanto decía Fallon que se me iba a quedar pegado por toda la eternidad. En el momento en el que me acostumbré –más o menos– a compartir el poco aire de mi coche con Aaron, pimienta y pintura, mis músculos se relajaron. Seguía seria, pero era aterrador lo cerca que estaba de dejar de estarlo.
Lo miré mientras nos desabrochábamos el cinturón, y él me correspondió.
–¿Entonces te atacó? –le pregunté con burla.
Él hizo una mueca de indecisión y fingido dolor.
–Yo no usaría la palabra "atacó"...
–Una rata te mordió en medio de un ataque de rabia, ¿cómo le dices a eso? –Presioné el botón y, con un clic , se aflojó el agarre de la cinta. Alivió un poco el nudo bajo mi esternón, pero no demasiado.
La mayor parte de la conversación había consistido en eso: aventuras de Aaron como el único ayudante voluntario en el refugio de animales en el que trabajaba. ¿Y todo por qué? Porque en el momento en el que entró en calor y se arremangó la sudadera, dejando expuestos esos brazos musculosos que tan difíciles de ignorar me resultaban, me quedé tildada, haciendo un análisis del contorno de las venas que se le dibujaba bajo la piel. Tal vez debería agradecer a Dios y a todos los santos de todas las religiones que Aaron hubiera pensado que miraba sus cicatrices, esas mismas que había notado la primera vez que nos vimos, porque así no más, se tomó la libertad de empezar a contarme las historias detrás de cada una.
Me las mostraba como un niño mostraría el agujero dejado por un diente caído, y a mí se me removía algo en el pecho tan incómodamente que decidí no mirarlo el resto del viaje. Como si no conociera perfectamente esas calles, como si la primicia gris de la lluvia que se avecinaba fuera algo de inminente importancia.
–Diría que se defendió –me aseguró él, liberándose de su propio cinturón–, y no era una rata. Era un caniche toy asustado y con fiebre.
Rodé los ojos. Caniche, rata. No veía mucha diferencia.
–Claro, porque tú eres aterrador .
–Voy a ignorar eso porque realmente quiero un batido.
Se bajó del auto, dejando entrar una ventisca helada que me hizo dudar. Tal vez podía decirle que fuera solo por su batido. O podía no decirle nada e irme.
Pero antes de darme cuenta, él estaba del otro lado y me abría la puerta.
Nunca en mi vida, en los diecisiete largos años de mi existencia y práctica en el arte de la actuación, me había costado tanto controlar mi rostro. Quise gritarle que se alejara y que dejara de sonreírme como un idiota y de actuar como un asqueroso príncipe de Disney.
–Hace mucho frío y hablaba en serio cuando dije que quería un batido –me dijo, desde el otro lado, extendiendo su mano libre para ayudarme a salir–. Pero por más que mi abuela me haya preparado para ser un caballero, voy a dejarte aquí plantada si no te apuras.
Ignoré su mano, ajustándome el asa del bolso al hombro y sacando las piernas para luego erguirme. Podría haber sido, como podría no haber sido intencional, pero un escalofrío me reventó hasta la última de las vértebras cuando su mirada me recorrió desde la punta de las botas hasta encontrar mis ojos. Al menos esta vez no me sonrojé sola.
–No te creo ni por un segundo que puedas dejar a alguien plantado –le espeté tan fríamente que ni yo estuve segura de si era una crítica o un cumplido.
No quise esperar a resolverlo, o a que Aaron, que volvía a mirarme con la cabeza inclinada y su sonriente carita curiosa, lo hiciera, y arranqué a caminar.
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