Me pasé las manos por el pelo dejando ir un bufido. Inhalé y exhalé, volviendo sobre mis pasos y empujando la puerta.
El cuarto de mamá y papá estaba completamente a oscuras excepto por la ínfima rendija de luz que se colaba por la puerta del baño. Ninguno de los dos parecía haberse molestado en abrir las cortinas o ventilar por la mañana, porque el olor a encierro me arrugó la nariz apenas puse un pie adentro. Mis pasos fueron amortiguados por la alfombra blanca e inmaculada.
Por un momento, se me aceleró el pulso. Hacía tanto que no entraba que no recordaba la última vez. Me sentí como una intrusa en mi propia casa y el instinto me dijo que corriera, que me fuera de allí y me escondiera en el vacío de mi propia habitación, donde al menos el pequeño cartel y las carpetas me ofrecerían consuelo. Pero si lo hacía, el tormento de esa melodía me seguiría hasta que mamá saliera de la ducha, y Dios sabía cuánto podía tardar esa mujer allí dentro.
Achiné los ojos, esforzándome para ver entre los cúmulos oscuros que formaban los muebles en la penumbra. Me dejé guiar por mi oído hasta dar, sobre la mesa de noche, con el bolso de mamá que vibraba, poseído por el demonio.
Mi intención había sido sacar el dispositivo, cortar e irme. Todo lo que quería, de hecho, era terminar ese jueves con la misma paz con la que había empezado. Pero la vida tenía una forma bastante particular de reírse de mí, y cuando miré la pantalla, me quedé estática, con el ceño fruncido y los ojos fijos en el nombre centellante que me encegueció. La pálida luz del dispositivo le dio un tinte tétrico a la habitación, como una pintura en blanco y negro de sombras acechantes y contrastes retorcidos.
Volví a fijarme en el nombre. No, no en un nombre. El apodo. En la pantalla brillaba un apodo.
MAX
Sin apellido. Sin nombre de empresa. Sin vínculo alguno.
MAX
Lo miré extrañada, acercándome más a la pantalla al rostro, como si eso pudiera desdibujar las letras y convertirlas en algo más.
Pensé en primos, primas, tíos, tías, abuelos y abuelas, pero recordé, tal vez más tarde de lo que cualquiera consideraría normal, que no tenía ninguno. Podía ser alguna amiga. Mamá tenía muchas amigas. Pero ¿Max? En mi vida había escuchado ese nombre.
Lo pronuncié con letras mudas, como probándolo, y la boca se me llenó de un sabor amargo.
El pulso que había logrado controlar se me había escapado de las manos y cabalgaba a rienda suelta. Hacía unos segundos una calma distante me había invadido. Porque era solo un nombre. Y ahora, pocos segundos después, el hecho de que fuera solo un nombre me pareció suficiente para tirarme el mundo a los pies.
Porque no era una llamada de trabajo y porque era importante. Esta persona era importante para mi madre.
Max
¿Pero qué pavadas piensas? Y era una pregunta válida, pero ni yo podría explicar el vacío que se había instalado en la boca de mi estómago. Sentía que toda mi energía estaba siendo succionada por ese agujero negro.
Corté rápido, pero a pesar de que el nombre desapareció de la pantalla, persistió en mi mente.
¡Ding!
Pegué un salto.
¡Ding! ¡Ding! ¡Ding!
Mensajes. Cuatro notificaciones cayeron como bombas, estallando en la habitación. Corrección: hubiera preferido que fueran bombas.
Max:
Kels, me cortaste?
¿Kels? Esas cuatro letras me sentaron como una buena patada. Nadie le decía así a mamá. Siempre decía que lo odiaba, que le parecía demasiado infantil.
Max:
Sé que me dijiste que no te hablara cuando estabas en casa...
Aparté la vista del celular tan rápido que casi me da un tirón en el cuello, sin terminar de leer. Clavé los ojos al frente, encontrándome con su reflejo. La pared tras el cabezal de la cama era un gigantesco espejo que se extendía de punta a punta, y mi doble tenía pinta de vampiro famélico. La lucecita del celular marcaba los ejes de mi rostro como si hubieran sido cortados con cuchillos y pulidos como cristal. En sus ojos vi todas mis preguntas tan claramente escritas que me aterró encontrar las respuestas. ¿Por qué mi madre le diría a esta persona que no la llamara cuando estaba en casa?
Quise frenarme, pero no tenía control sobre mis acciones y deslizaba el dedo sobre la pantalla. Nuevas notificaciones llegaron y me limité a silenciarlas.
...pero quería decirte que me olvidé la billetera y ya salí. Te molesta pagar hoy?
¿Hoy? ¿Eso quería decir que había habido un antes? ¿Un ayer compartido del que nunca había escuchado?
Max:
Y ya que estamos, sería genial pasar por algún restaurante, hablar un poco de lo que haremos después, sí?
Podemos ir a algún lugar lejos. Nadie nos reconocerá, si eso te preocupa.
Ya sabes que soy de tener cuidado.
Ah, y no olvides devolverme la chaqueta que te presté la semana pasada.
Sabía que mamá podía salir del baño en cualquier momento, entrar y encontrarme revisando su celular como una chiquilla metiche, y aun así, me quedé como una idiota, leyendo una y otra vez esos mensajes, esperando que se explicaran solos.
Le hablaba como siempre había querido que lo hiciera papá. Le hablaba con un tono de burla y familiaridad que me violentó.
Frases sueltas rebotaban dolorosamente en mi cabeza, como una pelota de ping-pong de acero dándosela contra mi cráneo una y otra y otra vez.
Mamá no quería que le hablara cuando papá o yo podíamos estar cerca, se juntaban con frecuencia, un restaurante, harían algo después y nadie podía reconocerlos, mamá sabe que es cuidadoso y tenía que devolverle una chaqueta.
Las imágenes, nítidas como una película de terror, se reprodujeron en mi cabeza con el sonido de tizas rayando un pizarrón. Quise agarrarme los oídos y gritar, pero no podía moverme.
Imaginé a mamá con un hombre en un restaurante, usando su chaqueta para luego ir a hacer Dios sabrá qué, y me subió bilis por la garganta, dejando un rastro ardiente. No podía respirar.
Parada en el rincón de la habitación, justo a un lado de la cama que mis padres compartían todas las noches, leyendo los mensajes de otro hombre, me acordé de Isa: de sus pasteles y sonrisas, de lo feliz que era con sus cuentos y juegos.
Extrañé la ignorancia de esos tiempos.
El sonido del agua se cortó abruptamente, y mis músculos, convertidos en piedra, cedieron automáticamente.
Bloqueé el celular y lo dejé justo donde lo había encontrado.
Como si ello fuera a borrar los últimos dos minutos de mi vida, salí corriendo de esa habitación. Había comenzado a apestar a podredumbre y mentiras, e incluso afuera, donde el sol brillaba ignorante y feliz, fui incapaz de deshacerme de él. Se me había pegado como una segunda piel, una segunda capa de mugre y suciedad que nunca iba a poder enjuagar.
El aire parecía pesar toneladas sobre mí, pero no quería escapar. Al contrario, esperaba que me aplastara de una buena vez. Estaba cansada de correr y correr sin destino. Quería hacerme bolita allí mismo y cerrar los ojos. Con un poco de suerte, cuando los abriera estaría en mi cama y todo esto habría sido otro mal sueño.
Sin embargo, me había abandonado la cordura, y no podía parar. Se me escapaban las piernas, por el pasillo, a los saltos por las escaleras, a los trompicones hasta la puerta, a toda velocidad lejos, muy lejos de allí.
Empecé a sentir frío después de lo que creía que habían sido varias horas y un batido de chocolate. Pues además del abrigo, me había dejado el bolso, con el celular, la agenda y las llaves de casa.
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