Patricia Suárez - Segunda chance

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¿Puede la VERDAD triunfar sobre el ocultamiento y la mentira? ¿Cómo se reconstruye el AMOR después de una traición? ¿Es posible tener una NUEVA OPORTUNIDAD de amar?
Segunda chance es una novela sobre las relaciones que trascienden el paso del tiempo. Una historia que nos conecta con la certeza de reencontrarnos con el amor posible, el único y verdadero. Animarse a salir para reencontrarse con el verdadero ser.

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Entonces entró en juego Celia 2.

Luego de la primera noche que estuvieron juntos, Celia 2 apareció con un test de embarazo en la mano. Con un resultado positivo, por supuesto. Como en su largo matrimonio con Celia 1, Ricciardi intuyó que alguno de los dos tenía problemas de esterilidad, Celia 2 había llegado a su vida para traerle la alegría de convertirse en padre. Era una asignatura pendiente en el seno familiar; cuando Ricciardi (padre) supo que iba a ser abuelo, invirtió una gran cantidad de dinero en la agencia de artistas de su hijo. Con eso, Ricciardi (hijo) estableció contacto con representantes internacionales para traer al país a las más reconocidas figuras de la actuación y de la música.

A Ricciardi le fue bien. Nació el primogénito varón, y el abuelo sintió que tocaba el cielo con las manos. Antes del año, sin entender de dónde había salido tanta fertilidad junta, Celia 2 quedó embarazada de su segundo hijo. También fue un varón, y Celia 2, más por malicia que por verdadero homenaje, lo bautizó con el nombre del suegro que también era el del esposo. A partir de esto, el suegro adoró a Celia 2, la quería más que a sus propios hijos; todo lo consultaba con ella: en qué tienda comprar ropa de hombre elegante, adónde invertir la ganancia de los seguros –fue gracias a Celia 2 que viajó a las islas Seychelles a abrirse una cuenta bancaria–, adónde irse de vacaciones. Celia 2 premió a su suegro con su tercer nieto –el mayorcito recién tenía tres años y medio–, y cuando quedó del cuarto insistió a Ricciardi en que debían casarse legalmente.

Entonces envió a los tres varones a la casa de su madre y preparó para él una cena a la luz de las velas. Decoró la casa con rosas rojas; perfumó con aromatizante de nardo y fresa, que propiciaba –según la publicidad de Selva Fragrances– el erotismo y el sexo desenfrenado. Celia 2 había encargado una langosta Thermidor en la pescadería Antonino e Hijos, a pesar de que ella jamás había probado una, e incluso la intimidaba eso de las tenazas y los bigotes del animal. Le habían dicho que era un plato de alta cocina, y se convenció de la idea porque Antonino y todos los hijos le aseguraron que hubiera sido bastante difícil conseguirle ostras en esa época del año, en el Río de la Plata, y que además estuvieran frescas.

Cuando Augusto (hijo) llegó, lo sorprendió el escenario. Había hecho de la salita comedor, habitualmente una especie de juguetería infantil, un antro de Eros: cubertería de plata, copas de cristal y un champagne rosado en un recipiente con hielo.

–No será para anunciarme que estás embarazada, porque ya lo sé, Celia.

–¿Sí, Gogo?

–Sí, me lo dijiste esta mañana cuando te hiciste el test.

–Ah, sí.

–¿Lo habías olvidado?

–No.

–¿Entonces para qué esta parafernalia, Celia? Esa langosta debió costarte una fortuna, una…

–Hay algo especial que quiero comunicarte, Gogo.

–No será que son mellizos, ni trillizos. Aún no puedes saberlo, por un simple test…

Celia 2 puso una rodilla en el suelo y extrajo un estuche de entre sus hinchados pechos. Augusto se asustó porque pensó que Celia 2 se sentía mal o se había caído o algo así. Quiso levantarla enseguida, pero ella le hizo señas de que no lo hiciera. Celia 2 tenía un plan y debía ejecutarlo. Era una mujer valiente y emprendedora, así la había criado una madre ruda, que había enviudado siendo muy joven, y así habría aprendido a abrirse camino. Amaba a Augusto y quería formar una familia con él, con libreta de casamiento y anillo, como habían sido las de todas las mujeres de su familia, a la antigua; y para ello estaba dispuesta a todo.

–Déjame –dijo Celia 2 y abrió el estuche; allí anidaban las alianzas de matrimonio–. No es lo usual, lo sé. Lo usual es un anillo de compromiso, con una piedra… Aunque eso es cuando el hombre le pide matrimonio a la mujer, y no cuando la mujer le pide matrimonio al hombre…

–Celia, ¿me estás pidiendo matrimonio?

–Sí, Gogo.

–Celia, ¿para qué?

–Por amor.

–Ya sabes que te quiero, que no hace falta que…

–Gogo –dijo ella con un nudo de emoción en la garganta–, ¿aceptas casarte conmigo?

Augusto Ricciardi (hijo) estalló en carcajadas.

–Sí, Celia. Claro que sí.

Ella se levantó y lo besó.

–Lo que no acepto de ninguna manera es comer esta porquería que compraste, así que mejor pidamos una pizza en Los Modernos, y ya que es una noche especial espero que no me lleves la contra y encarguemos una con doble anchoas.

Celia 2 brillaba de alegría.

La realidad, sin embargo, de lo que Augusto (hijo) dijo e hizo esa noche era muy diferente. Ricciardi no tenía el menor deseo de casarse y sí tenía un muy mal pálpito; pero fue tanta la presión que le puso su propio padre que no tuvo más remedio que aceptar.

Augusto (padre) obligó a Augusto (hijo) a divorciarse de la primera esposa y casarse, por fin, con la adorada Celia 2.

El día que obtuvo el divorcio de Celia 1, Augusto (hijo) tuvo la noche de sexo más ardiente de toda su vida con Celia 2. Él nunca había pensado que Celia 2 podía ser tan ardiente y menos estando embarazada. Fue entonces cuando Augusto Ricciardi (hijo) sospechó que pudiera tratarse de una beba y no de un varoncito. Tal vez las bebas, ya desde que se hacían en el vientre de la madre, venían pidiendo más amor. En ninguno de los tres embarazos anteriores había querido que él la tocara, ni siquiera que se le acercara, pero esta vez le hizo pasarle la lengua por todo el cuerpo, primero a ella, y luego ella a él, hasta hacerlo gritar de placer de un modo que despertó a los tres chicos.

Finalmente Ricciardi (hijo) se casó con Celia 2. Ya habían cortado el pastel de tres pisos cuando su padre se acercó y en voz muy baja pronunció:

–Esto que te pasa a ti, pronto me pasará a mí.

Ricciardi (hijo) creía que Ricciardi (padre) también estaba con el nivel de azúcar alto y temía la diabetes.

–Hay que cuidarse, papá –le respondió.

–Es una buena mujer. No tengo por qué cuidarme de ella.

–¿Celia 2, papá?

–Selva Moré, la empresaria de perfumes.

Ricciardi pensó que su padre estaba borracho. Lo había visto tomar una copa de vino y dos de champagne, y después ya no lo vio más; Augusto (padre) se había ido al recibidor a hablar por teléfono. Es verdad que en ese instante Ricciardi (hijo) pensó lo importunos que eran los agentes bancarios para hablarle de negocios un sábado a la noche. Debían ser agentes bancarios, porque el padre volvió sonriente y con las mejillas sonrojadas, eso quería decir que había ganado dinero. Cuando perdía o bajaban las acciones que tenía invertidas, quedaba pálido como un muerto y farfullaba en vez de hablar. Ahora comprendía que tal vez había estado hablando con una mujer.

–Tengo una amante –susurró el padre al oído de su hijo.

–Papá, ¿tú…? ¿A ti te parece que…?

–Tengo sesenta y siete años y hacía ocho que no me acostaba con una mujer.

–Papá, ten cuidado, mira que el corazón…

–De alguna manera la conoces, hizo negocios contigo. Enseguida te darás cuenta de quién te hablo.

–¿Quién?

–Mi amante.

–¿Quién? ¿Cómo?

–Celia me la presentó. Tu Celia. La divina Celia. Siempre quiso que yo conociera a alguna dama, pero me resistía. Timidez, claro, timidez, a mi edad. Celia logra que uno sea compatible con la compañía que ella consigue, sabe hacerlo bien, tiene un verdadero talento para hacer sentir cómodas a las personas. Pero yo no quise entrar en el club… y ella entonces me advirtió: “Augusto, cuando tenga una clienta interesada que valga la pena en serio, te la presento y no vas a poder decirme que no”.

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