Patricia Suárez - Segunda chance

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¿Puede la VERDAD triunfar sobre el ocultamiento y la mentira? ¿Cómo se reconstruye el AMOR después de una traición? ¿Es posible tener una NUEVA OPORTUNIDAD de amar?
Segunda chance es una novela sobre las relaciones que trascienden el paso del tiempo. Una historia que nos conecta con la certeza de reencontrarnos con el amor posible, el único y verdadero. Animarse a salir para reencontrarse con el verdadero ser.

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Dalia suspiró, harta del jueguito de la publicidad. A cada nueva toma, otra vez maquillaje, otra vez alfileres en otros sitios del velo. La directora le había pedido que se borrara con láser sus dos lunares. Habían intercambiado correos y mensajes de WhatsApp sobre el asunto –traducción mediante–, y en todas las ocasiones Dalia se negó. Cuando pisó Oslo, ella creía que la directora la había comprendido. Sin embargo, al encontrarse en la capital de Noruega volvió a insistirle, con Selva Moré de por medio. “Es una operación láser que te hace un mago del tatuaje aquí, que no dura ni un segundo y no duele nada”, había insistido la directora. Dalia dijo que no: sus lunares eran un recuerdo sentimental. No podía explicarlo, pero para ella eran las marcas en el cuerpo que daban cuenta de que había tenido una madre, que la dejó muy joven, y esa madre poseía los mismos lunares. Dos, uno junto a la aleta de la nariz y otro encima del labio, ambos del lado izquierdo. La directora se resignó a filmarla siempre del perfil derecho.

Fue para esa sexta secuencia que Dalia tuvo la idea. Una idea definitiva. La producción había puesto una valla para que los turistas no se acercaran a curiosear o hicieran sombras sobre el granito del Preikestolen. A cada toma, por fallida que estuviera, ese público espontáneo la aplaudía. Gritaban palabras en noruego que la desconcentraban, a pesar de tantos años de oficio. Por lo pronto, deseaba que ninguna de esas palabras que cesaban cuando sonaba la claqueta marcando: “¡Acción!” fuera un insulto o uno de esos piropos admirativos que parecen más una amenaza emitida por un violador en ciernes.

Intuyó que la directora lanzó al set la frase: “¡Grabamos de nuevo!”. Todos asintieron y se dispusieron en sus lugares.

La sexta vez sería la última; Dalia estaba segura.

El sol había cambiado y la luz ya no reflejaba el dorado de sus velos.

Arvid tuvo que ubicarse más cerca, sosteniendo una mampara de papel de plata, para que la luz impactara sobre el cuerpo de la actriz. Estaba tan cerca que podía oler el perfume de Dalia, a pesar de los vientos del Lysefjord y del sudor que empapaba sus axilas. Transpiraba de puro nervios y tiritaba de frío. Esta carrera de actriz y de modelo, a sus años, podía volver loca a cualquiera. Estaba embebida en la fragancia que iban a publicitar: la Selva Essence. Así lo había pedido a los del estudio de publicidad en Stavanger, delante mismo de Selva Moré, que no sabía si calificar a Dalia Ruiz de obsecuente o de simple lamebotas. Igual le sonrió por pura cortesía y la dejó hacer lo que se le dio la gana. Ella, Selva Moré, se cuidaba mucho de usar perfumes. Nada, ninguno; oliendo al jabón más ordinario que hubiera, si era necesario, y limpia. Eso sí, limpia.

Los del equipo de producción, el vestuarista y la coreógrafa, estaban convencidos de que los requisitos de la actriz argentina eran pura cábala de actores. La discusión en la oficina de Oslo había sido reñida. Dalia les había porfiado que lo haría para entrar en papel:

–Lo haré por eso de la búsqueda del personaje –había pronunciado en un español inútil que solo comprendía Selva–. Es un modo emotivo para la actuación y que la hace más verídica; se lo inventó Konstantin Stanislavski, un ruso, y al mismo método de trabajo, en Estados Unidos lo mejoró o lo complicó Lee Strasberg: lo que llamamos el Método Strasberg. Seguro que oyeron de él; todo el mundo en algún momento oyó hablar del Método Strasberg, con el cual se formaron Marlon Brando y Marilyn Monroe. ¿No? ¿Nunca escucharon que Marilyn Monroe tenía de entrenadora personal a la hija de Lee? ¿Tampoco? ¿Nunca oyeron hablar de él?

Selva sonrió y tradujo algunas partes de la conversación.

–Querida, no te agobies; nuestro equipo está compuesto un 85 % por millenials , no entienden de qué les estás hablando. Tal vez podrías probar de utilizar metáforas sobre las aplicaciones de Google Play o algo sobre el iPhone.

Como fuera, ahora en el Preikestolen Dalia estaba empapada en Selva Essence y había comprobado que el dulzor inicial se volvía acritud con el uso o en una piel tensa, como la suya en ese instante, por el frío y la jornada de trabajo.

¿Cuántas veces más tendría que hacer algo así? ¿Trabajar rodeada de gente que no entendía ni pizca del arte? ¿Trabajar en medio de senderistas que habían ido a deleitarse con la vista de una piedra de granito? ¿Sabían ellos, o sabía ese público abucheador, que el arte del actor es el más efímero que hay? ¿Y que el actor de teatro –que lo había sido ella hasta que saltó a la televisión– es un trabajador duro y cuya recompensa es una mera limosna? ¿Que un actor construye personajes que harán reír o llorar a los espectadores y que ese trabajo tiene una fecha de vencimiento? ¿Que los actores son algo así como yogures humanos, porque no mediando el cine o el registro audiovisual nadie recordará sus rostros jamás, sus voces, la plasticidad de sus cuerpos? Los actores nacen, viven, actúan, mueren, desaparecen; no acaban en una estantería de la Biblioteca Nacional ni tampoco las generaciones posteriores se dedicarán a leerlos y saber de ellos.

Oyó “acción” y salió despedida hacia delante.

La sexta toma y la última, por fin.

Fue entonces cuando en su carrera hacia el borde del abismo vio desprenderse la tira fluorescente de la valla, que separaba artistas del público, la vio pasar delante de ella, como una bandera de la revolución a la que había que seguir en pro de la igualdad y la fraternidad y todo eso, y si no fuera por Arvid, que se abalanzó a sujetarla poniendo en riesgo hasta su propia vida, hoy Dalia Ruiz sería un recuerdo del pasado.

CAPÍTULO 7 Nordelta provincia de Buenos Aires Ricciardi hijo sospechaba que - фото 18

CAPÍTULO 7

Nordelta, provincia de Buenos Aires

Ricciardi (hijo) sospechaba que algo malo iba a pasar en Noruega; era un sexto sentido que tenía, aunque era un sexto sentido que no le servía para nada. Lo sospechó el día que su padre le habló por primera vez de Selva Moré, la empresaria de perfumes, y le comentó que quería hacer negocios con los Ricciardi, con el catálogo de actrices de la agencia de Ricciardi, con Diana Ruiz, Dalia Ruiz o Dora Ruiz, o como fuera que se llamara.

Este sexto sentido inútil lo había tenido con Fabricio Sánchez cuando catapultó su carrera como galancito y Sánchez la desperdició para dedicarse a las drogas; lo había tenido con la hija de la actriz más lacrimógena de los noventa y lo había tenido también cuando se casó con Celia. Con la primera Celia no, con la segunda. Algo, como un apretujón en el músculo cardíaco, le dijo que no tenía que casarse con la segunda Celia. Cómo fue que él, Augusto Ricciardi, había tenido dos esposas con el mismo nombre era harina de otro costal; que si una era la versión corregida y amplificada –de caderas, amplificada, sobre todo–, de la otra, o que si la primera fue la versión embrionaria de la segunda, era la clase de especulación que le dejaba a sus representados para que fantasearan en la salita de espera de su despacho. Incluso él las llamaba así cuando hablaba con su secretaria o con algún conocido: Celia 1 y Celia 2. Fuera del nombre no se parecían en nada; físicamente, no. La primera era tan alta que aun habiendo estudiado ballet toda la vida, no pudo bailar debido a su estatura. En el ballet clásico pueden cambiarte los pechos, las caderas, hacerte morir de hambre para semejar una sílfide, obligarte a bailar siempre en puntas para alcanzar más estatura, pero no pueden rebajar tu altura. Así que Celia 1 se limitó a poner una academia de ballet allí, adonde él ahora tenía su oficina. Tal vez por esa época los pálpitos de Ricciardi no tenían la firmeza que tienen ahora, y entonces no le vino una sombra de duda de las dotes de Celia 1 para enseñar ballet a las niñas. Al parecer, con las jóvenes y adultas tenía más paciencia –incluso unas cuantas de sus primeras actrices representadas, Dalia Ruiz, por ejemplo, había tomado clases con Celia 1 para adquirir un porte más esbelto–, pero las niñas la sacaban de quicio. Los métodos pedagógicos de Celia 1 pasaron de un grito de vez en cuando, un insulto leve a una chica un poco torpe, a tras una exhaustiva jornada de ensayos para una muestra del Cascanueces en un colegio, tomar de los pelos y apretar el cuello de una niña de nueve años hasta casi estrangularla. Celia 1 fue detenida y procesada, debió pagar una alta multa por daños y perjuicios a los padres de la chica, que aseguraron quedó traumatizada de por vida e incapacitada para bailar danzas clásicas, del pánico que le había quedado después del ataque. Celia 1 tuvo lo que hoy Ricciardi llamaba generosidad y deferencia de desaparecer del mapa yéndose a vivir a una casita en Traslasierra, en la provincia de Córdoba, y perderse allí entre hortalizas orgánicas. Al menos, si estrangulaba un tomate o una berenjena, ninguno de los dos iba a demandarla judicialmente.

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