El mal humano origina el mal cósmico y ambos necesitan la salvación de Dios. Y esta va a ser la razón última de la creación, porque los relatos se elaboran, se leen y se creen a partir de la experiencia de Dios salvador que tiene un grupo de semitas liberados de los egipcios y, por consiguiente, creados como pueblo elegido entre todos los pueblos de la tierra. El cosmos y el hombre que lo cultiva son entonces objeto de la salvación de Dios. La historia del Universo según Israel no es una historia que empieza desde el principio del tiempo; es una historia que se elabora gracias a la experiencia de salvación como expresión de una relación de amor entre Dios y su pueblo. Ahora se comprende la afirmación de los israelitas de que la creación está bien hecha, porque ella es fruto del amor divino: porque ellos han sido llamados a la vida por el amor misericordioso de Dios y situados en un puesto privilegiado en el concierto de los pueblos de la tierra.
5.3. La creación en Cristo Jesús
1) Creación y salvación
Después de la Resurrección, las comunidades cristianas profundizan la línea de reflexión de Israel sobre el sentido antropocéntrico de la creación y la consiguiente acción salvadora de Dios (cf Rom 8,18-23). También piensan la creación como fruto del amor de Dios y como la personificación de la sabiduría por la que se hace todo; más tarde trasladan la obra creativa a un final pleno y perfecto.
Con la Resurrección cambian las cosas. La salvación se enmarca sobre el trasfondo de la creación, y la Resurrección se une y relaciona con el acto primero divino con el que se llama a la existencia toda la realidad y se pone en movimiento la historia humana. Se da un paso atrás y se coloca a Cristo en el origen de todas las cosas. Ahora, todo lo que existe pasa y se centra en Jesucristo. Él abarca todo: el universo y la historia; se cree como el único mediador entre Dios y las criaturas, porque contiene en sí la plenitud de la humanidad y es la última palabra de Dios dirigida a los hombres (cf Col 1,15; Heb 1,2); en fin, porque vehicula la salvación de Dios.
2) Todo fue creado por Cristo
Esto se afirma en el himno de la Carta a los colosenses. La primera parte del himno dice: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, pues por él fue creado todo, en el cielo y en la tierra: lo visible, lo invisible, majestades, señoríos, autoridades y potestades. Todo fue creado por él y para él, él es anterior a todo y todo tiene en él su consistencia. Él es cabeza del cuerpo, de la Iglesia» (Col 1,17-18).
Se aplica a Jesús la sabiduría personificada del Antiguo Testamento (cf Prov 8,22-26; Job 28; etc.) y las reflexiones del judeohelenismo (Filón de Alejandría, La creación 110-111) relacionadas con la cosmología griega y estoica. La sabiduría del Señor se vincula con la creación, porque esta manifiesta un orden que solo Dios puede realizar (cf Gén 1,31; Platón, Timeo 29s). Dios crea el universo por la sabiduría; ella conoce el proyecto que, desde el principio, Dios ha diseñado para salir de sí. La comunidad cristiana acomoda la mediación creadora de la sabiduría a su experiencia de Jesús resucitado, cuando ya cree que su vida es la última y definitiva manifestación de Dios a los hombres (cf Heb 1,1-2). Entonces, con referencia a la creación, se deduce que ha estado como mediador en la obra de Dios y, por consiguiente, está su «imagen» en todas las criaturas y en él encuentran su principio originario, que no es otro que su filiación divina. Jesucristo es, en definitiva, su representante y su manifestación en la creación (cf la función del logos en Filón, La creación 112; o del pneuma en el estoicismo; Jn 1,3-4).
Jesucristo se coloca entre Dios y las criaturas, siendo el medio necesario para la relación salvadora de Dios con el mundo y para que este pueda percibir una «imagen» real y verdadera de Dios. Recuerda la función de Adán en la creación, «hecho a imagen y semejanza de Dios», y a quien se le entrega el «dominio» sobre todo lo creado (cf Gén 1,26.28). En estos últimos tiempos, Jesús sustituye aquella «imagen» por otra mucho más acorde con la divinidad. Y por dos razones: porque le es inherente a su ser e identidad filial –le pertenece como Hijo– y porque actúa con Dios en la creación. La Resurrección, acción de Dios que le arranca de la muerte, se amplía a toda la realidad creada, hombres y cosas (cf Rom 8,19-23). Si la recreación de lo que existe –acto segundo– es gracias a la vida de Jesús, cuánto más lo será la creación –acto primero–, toda vez que ya se confiesa a Jesús situado en la gloria divina. Por eso se afirma con toda naturalidad en el Nuevo Testamento que el universo se ideó y se hizo por medio de él –«por él fue creado todo»–, está orientado hacia él y todas las cosas encuentran su «consistencia» en él.
Jesucristo, entonces, es el «primogénito de toda la creación», una prioridad, que siendo temporal con relación a todo lo real, también lo es en su dignidad, que es filial, cuyo estado con relación a Dios se lo traslada y sirve a la creación entera: «...la creación se emanciparía de la esclavitud de la corrupción para obtener la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom 8,21). La creación se puede percibir como hija de Dios a todos los efectos: marginando su origen eterno, excluyendo cualquier desarrollo casual y descartando la posibilidad de un final trágico. La importancia de la primogenitura de Jesucristo está en la participación de su filiación en la creación, y es partícipe en ella porque es una criatura como todas. Por eso es también «primogénito», porque lo es en su ser y existencia como una realidad distinta del Padre con existencia propia en la historia humana, y situada en un universo que le es afín al encontrarse presente en todas sus criaturas.
Y todas las criaturas encuentran su estructura filial y, por tanto, sentido en el cosmos cuando son conscientes y desarrollan su existencia en la vida de Jesucristo. Tal dependencia no tiene otra finalidad sino la de obtener su plenitud por medio de su relación filial con Dios, alcanzada gracias a su relación fraterna con Jesús. Por eso se justifica que sea el primer hermano, porque por él los hombres representan a Dios Padre en un universo ideado, realizado, querido y mantenido con amor de hijo (cf Q/Lc 12,22-31; Mt 6,25-33).
La primogenitura de Jesucristo lo es para el hombre, en su historia y en su individualidad. Pero también lo es para los seres superiores, las «potencias espirituales», colocadas entre el cielo, sede la gloria divina, y la tierra, sede de las criaturas. Pablo alude a seres celestes, bien naturales, bien personales (cf Gál 4,3.9), que influyen sobre el curso de los acontecimientos cósmicos e históricos. La cultura judía admite una serie de ángeles que gobiernan el mundo, reservándose Dios la guía de Israel directamente (cf Si 17,17). También aparece en el Nuevo Testamento una cosmología que incluye potencias espirituales, a las que se da culto en las religiones paganas (cf Col 2,18), además de ciertos seres hostiles al hombre, que intentan dominarlo (cf Rom 8,39). Estos seres se sitúan en lo más alto de la creación, dirigen los astros y tratan de gobernar el universo de una forma distinta al orden divino (cf Ap 7,1). Los espíritus, o elementos del mundo, un día fueron infieles al Creador (cf Ef 2,2; Gál 4,3), y a partir de ese momento pretenden dominar al cosmos y al hombre contra Dios (cf Ef 6,11,12).
Este pulular de seres espirituales, más perfectos y poderosos que los humanos, a los que da cabida el esoterismo judío y cierto dualismo cósmico, forman un marco peculiar en el que Cristo se impone. Y según el lenguaje paulino, manda sobre los principados, dominaciones y potestades, es decir, sobre todos los poderes que van contra el Reino (cf 1Cor 15,24-27); predomina sobre ángeles y potestades, entendidas como fuerzas ocultas del cosmos que dañan la vida humana (cf Rom 8,38-39), o, según la tradición, supera a los guardianes de la Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí (cf Col 2,13-15; Gál 3,10; Éx 3,2; 14,19). Jesucristo, sentado a la derecha de Dios en su gloria, está «por encima de todo principado, potestad y virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre» (Ef 1,20-21). Es soberano y señor de todos ellos (cf Rom 8,19-20).
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