Con todo, las teorías sobre el origen y evolución del Universo están en una revisión continua. La teoría más aceptada del Big Bang se ha puesto en entredicho al probar unos científicos que el Universo se expande y se contrae en una sucesión de ciclos donde la primera explosión que dio lugar a las galaxias sería un simple eslabón intermedio dentro de una cadena de procesos. Y sobre el origen de la materia aún se espera la experiencia del laboratorio europea que prepara la fusión de partículas. Además sigue sin explicarse de una manera satisfactoria el paso de la vida inanimada a la animada en las tres etapas más visibles: moléculas, macromoléculas y células vivas. Y sigue sin saberse, ya dentro de la evolución humana, el paso que se da del cerebro a lo que comprendemos como entendimiento; sólo podemos comprobar sus acciones externas que han dejado huella en la historia. Lo cierto es que la evolución es una evidencia.
2) La creación del cielo y de la tierra
Los datos que poseemos sobre el Universo originan la admiración de todos y, a la vez que se admiran, se elaboran interpretaciones para darle un sentido. Porque el Universo, que parece que no tiene límites, cobija al hombre con capacidad de pensar y vivir toda su inmensidad en su mínima dimensión. Así como se han alcanzado los datos anteriores con nuevas técnicas de observación y se puede saber su constitución, aún ciertamente provisional y a espera de utilizar otros medios más potentes que los actuales, la tradición griega incluye en la palabra «cosmos» todas las cosas que existen y el vínculo que las une: su orden, su medida, comprendido el hombre como una cosa más, y, por cierto, no la de máximo valor: las estrellas del cielo le superan.
La tradición de Israel observa el Universo a simple vista, y escribe que está formado por «cielo y tierra» (Gén 1,1). Y enseña e interpreta que Dios es Creador. Y Creador se entiende como Aquel que ha colocado el principio de lo que va a constituir «su mundo», es decir, el principio de su relación con las criaturas. Esto es algo muy diferente al comienzo espacio temporal del universo. En los relatos bíblicos de la creación no se trata de establecer el origen de todo cuanto existe: no existía nada y se inicia algo. Los relatos del Génesis revelan la iniciativa de Dios de relacionarse con la realidad. Dicha relación hace que se transforme el caos existente en un orden (cf Gén 1-2,4), que se convierta la muerte, que simboliza el desierto, en la vida que entraña el vergel del paraíso (cf Gén 2,4-3,24). Dios crea («bãrâ») en el caos y en el desierto algo vivo con un sentido nuevo y continúa adelante porque lo capacita su participación en la vida divina. La creación es una obra de Dios que construye una casa para relacionarse con el hombre. Este es varón y hembra (cf Gén 1,26-28), insertado en una familia y en un clan (cf Gén 2,4-4,26), que pertenecen, a su vez, a la familia universal que forma la humanidad (cf Gén 5,1-9,29), humanidad creada a «imagen y semejanza divina» (cf Gén 1,26).
Dios crea al Universo «bueno» y crea al hombre y a la mujer «muy buenos» (Gén 1,31). Esta certeza permanece a lo largo de la historia de Israel (cf Si 39,32-33; Sab 1,14). La bondad divina inscrita en la creación se comprende, tanto por la autorrevelación amorosa de la identidad divina (cf Sal 136,5-9), como por la forma como la ha creado. Dios no es un técnico que hace bien una máquina para después venderla y separarse de ella. Dios ordena la realidad para disfrutar de ella y para bien de ella: coloca cada cosa en su sitio, le da un nombre y con el nombre su sentido y función dentro de toda la realidad. Tan es así, que la armonía que existe en todas las cosas creadas, no es sólo una cuestión del buen hacer divino, sino del amor por ellas, amor que es signo de su poder, sabiduría e inteligencia (cf Jer 10,12). Por eso las bendice, para que, benditas, prosigan su andadura en la creación procreándose, expliciten la identidad inscrita en su ser y se plenifiquen unidas unas a otras (cf Gén 1,22).
La armonía, belleza y orden del Universo son frutos del Hacedor, pero un Hacedor que no lo deja ni lo abandona. Las cosas son bellas y todas constituyen un todo armónico, porque Dios las ha hecho y reside en ellas. Y hay que saber captar a Dios en las criaturas, como creador y como providente (cf Sab 13,1-8), en el silencio de la noche, en la luz de la mañana: todo tiene y encuentra su sentido en Él (cf Sal 19,2-5). Hay momentos en la vida en que no se intenta narrar y comprender el Universo, sino simplemente contemplarlo y cantarlo, por lo que es y significa, por quien lo ha hecho y engrandece con su presencia: «Las nubes te sirven de carroza y te paseas en las alas del viento. Los vientos te sirven de mensajeros, el fuego llameante, de ministro. Asentaste la tierra sobre su cimiento y no vacilará nunca jamás. La cubriste con el vestido del océano; y las aguas asaltaron las montañas [...]. De los manantiales sacas torrentes que fluyen entre los montes; en ellos abrevan los animales salvajes [...]. Se llenan de savia los árboles del Señor, los cedros del Líbano que él plantó. Allí anidan los pájaros, en su cima pone casa la cigüeña. Los riscos son para las cabras, y las peñas, madrigueras de tejones. Hiciste la luna con sus fases y el sol que conoce su ocaso [...], ¡cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con maestría» (Sal 104).
Sin embargo, porque Dios resida en el Universo y lo inunde con su gloria (cf Is 6,3; 1Re 8,27), no es el Universo; no forma parte de Él. Dios es distinto de sus criaturas y las trasciende. De ahí que nada de lo que existe pueda ser divinizado y, como tal, adorado por el hombre. Se supera la relación habida en bastantes culturas en las que el hombre se integra plenamente en el Universo formando una unidad que la religión refuerza dándole el estatuto de la divinidad. Esta «ley» del Universo, vehiculada por la creencia, impide al hombre trascenderlo en la medida que lo trasciende su Autor. Y, por otra parte, se supera la emanación, que piensa que un ser hace uno nuevo distinto de sí a partir de lo que él es, con lo que se tiende a identificar a Dios y al mundo, por tener una misma sustancia.
3) La creación del hombre
La tradición de Israel sitúa al hombre en la cumbre de la creación. Es tan importante su existencia en el proceso creativo, que Dios se para a deliberar, lo crea a su «imagen y semejanza», le da la misión de dominarlo todo (cf Gén 1,26.28: «rãdhâ» del acádico «redû» que significa guiar, dirigir, mandar) y le encomienda que su presencia cubra todo lo creado (cf Gén 1,28). Dios le entrega el Universo al hombre (cf Gén 2,19-20). Este cometido se inserta en su misma constitución creada, debe administrarlo según la finalidad que comporta cada cosa contemplada en sí misma y con relación a las demás, pues la armonía y la belleza del Universo la establece el conjunto que resulta de su comunicación mutua. El hombre se incorpora al mundo creado, no como un «dios» capaz de crear otro ser nuevo u otro mundo nuevo, sino como «administrador»: «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el parque de Edén, para que lo guardara y cultivara» (Gén 2,15). Y se integra porque forma parte esencial del Universo, pues es contingente como él. Su desarrollo y capacidad de ser hombre se vincula a las relaciones que mantenga con él, y la naturaleza dependerá, a su vez, de que el hombre capte el sentido que Dios le ha dado a cada ser. Creación e historia humana se entrelazan.
Las catástrofes naturales ocurren tantas veces (cf diluvio, Gén 6,1-22), porque el hombre no se comporta con la naturaleza y con los demás humanos según el proyecto divino que los hizo salir a la luz. La corrupción humana deteriora la creación y oscurece su belleza (cf Gén 3,1-4,16; 6,11; etc). Hay, pues, una correspondencia entre el orden teológico y antropológico con el cósmico, pues Israel lee el Universo con una perspectiva divina y humana, muy distinta a los datos objetivos que ofrece la ciencia actual: el cosmos es creado por Dios para el hombre, y su equilibrio y razón de ser dependen del proceder que el hombre tenga con su Creador (cf Is 40,44; Jer 14,3-7; etc.), con los demás hombres (cf Sal 72,1-7) y con las cosas, que también se vengan (cf Sab 5,20; 16,24). La conducta humana se examina según la Alianza del Sinaí (cf Éx 19,24). El desquiciamiento del hombre, no sólo provoca el castigo divino y de la naturaleza, sino también hace verla de forma caótica.
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