El exceso (cf Mt 5,20), que también supera a la regla de oro: «Como queréis que os traten los hombres tratadlos vosotros a ellos» (Q/Lc 6,31; Mt 7,12; EvT 6,3), es el «amad a vuestros enemigos, tratad bien a los que os odian» (Q/Lc 6,27-28; Mt 5,44), donde el amor se amplía a todos los hombres y más allá de los sentimientos personales, no teniendo en cuenta las compensaciones inmediatas y los resultados de dicho amor: se ama aunque el enemigo permanezca en su odio. Este amor no tiene fronteras ni marca límites, sino que cubre todo el universo creado. La oración por los que hostigan a los demás, como la de Jesús en la cruz (cf Lc 23,34), señala la razón de fondo y observa con exactitud la causa por la que emite la sentencia y la raíz última de este comportamiento, al margen de cualquier orden universal que iguale a todos los hombres. Para Jesús el origen está en el Padre Dios: «Así seréis hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados» (Q/Lc 6,35; Mt 5,45). No existe apoyo ideológico ni tradición antropológica que invoque Jesús para enseñar el amor a los que desprecian a los demás. La única razón es porque es la conducta del Padre. Conducta que modifica todas las relaciones anteriores que ha mantenido con sus criaturas y que hace a estas percibirse de una forma nueva: ¡Hijos!, nacidos de su bondad paterna universal. Y los hijos deben comportarse de esta manera con los enemigos, no sólo porque el Padre se conduce de esa forma con todo el mundo, sino porque han sido amados antes por Él, y gracias a este amor los hombres se convierten en sus hijos. Todo esto manifiesta la incondicionalidad del amor del Padre iniciado en la creación. La filiación divina propia de Israel (cf Dt 12,1-2), puesta en peligro tantas veces, la aplica Jesús a sus seguidores, que además deben practicar este amor universal para que sea posible la paz, la otra condición de la filiación divina: «Dichosos los que procuran la paz, porque se llamarán hijos de Dios» (Mt 5,9).
Jesús crea la esperanza de romper el muro que levanta el odio entre los hombres, por el que se hace imposible e impracticable amar al que desea la destrucción del otro. Son los casos que se dan en muchas relaciones individuales o colectivas sin referencia a Dios. La actitud de cordero induce a que el odio del vecino lo convierta más en lobo. Mas, si el cordero se mantiene como tal porque Dios Padre lo ha hecho así, hijo de Él, entonces, en Él y por Él puede referirse al que odia como a un hermano, porque también es hijo en Dios y por Dios. Es la relación del discípulo de Jesús la que cambia, aunque no tenga reconocimiento y respuesta en el enemigo.
2) La relación de amor
La causa por la que Dios crea todo cuanto existe es el amor: «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no lo habrías creado» (Sab 11,24). El amor previo a la realidad que ha salido de Él abarca no sólo a la naturaleza creada, sino a todos los vivientes (cf Dt 10,18). Cuando el hombre se aleja del amor de Dios por una decisión de su libertad, Dios se ratifica en el cariño por su criatura y decide salvarla. Elige a un pueblo, Israel, con el que tiene una relación permanente de amor, y de amor misericordioso, cuando le traiciona (cf Os 2,21). La fidelidad de Dios a la Alianza que pacta con su pueblo mantiene vivo el cariño y la benevolencia que siente por él (cf Dt 7,9.12), porque «con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad» (Jer 31,3).
El Padre elige a Israel para introducirse en la historia con una actitud salvadora, pero, además, se responsabiliza en salvarlo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su único Hijo, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16; cf Rom 5,8). El amor divino salva a su criatura y le da el estatuto filial que expresa la voluntad última de su venida a la existencia, del porqué le ha creado: «Ved qué grande amor nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos» (1Jn 3,1). La comunidad formada por los hijos de Dios, guiada por su Hijo natural, Jesucristo, se mantiene en el amor gracias a la relación del Padre con el Hijo, que es una relación de amor, que llamamos el Espíritu. La relación de amor, el Espíritu, es el que se nos ha dado como un tesoro al que no podemos renunciar nunca: «Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios se infunde en nuestros corazones por el don del Espíritu Santo» (Rom 5,5). El amor de Dios, el Espíritu, es acogido en la experiencia de la fe, la fe que hace posible que el creyente mantenga una relación contingente de amor con Dios, que es la imagen y semejanza de la relación eterna que mantienen el Padre y el Hijo.
La relación que establece el amor de Dios con sus hijos, el Espíritu, es más fuerte que cualquier enemigo que pueda tener el hombre, incluso que la muerte: «Estoy persuadido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni poderes ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,38-39). Y es más fuerte el amor de Dios, porque no sólo se origina en Él, sino que Él mismo es el amor: «Quien no ama no ha conocido a Dios, ya que Dios es amor [...]. Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él» (1Jn 4,8.16).
3) El amor es universal
El Dios de Israel tiene una proporción universal, aunque fuera más una expresión de las plegarias que una realidad histórica (cf Sal 22,29; 11,4). Lo cierto es que, en algunos ámbitos proféticos, la vocación de Israel es hacer valer a Dios como el Señor de todos: «El Señor será rey de todo el mundo. Aquel día el Señor será único y su nombre único» (Zac 14,9; cf Sal 98). La dimensión escatológica de la universalidad divina deja de ser un postulado cuando, por la paternidad atribuida al Señor y derivada de la elección de Israel, la filiación de los justos se abre a todo el pueblo en el ministerio de Jesús (cf Dt 32,6; Jer 3,4.19). Es el Padre lleno de misericordia y bondad que abarca a la creación. La revelación de esta condición de ser de Dios exige el amor al prójimo, al enemigo (cf Q/Lc 6,35; Mt 5,45), que va más allá de la regla de oro (cf Q/Lc 6,31; Mt 7,12) y simboliza la autopercepción filial de los cristianos (cf Rom 8,15-17).
Las trayectorias del amor universal de Dios las ha señalado Jesús en su ministerio. El Reino incluye la presencia entre los pobres, que son a los que se les anuncia la Buena Nueva y a los que se les destina el Reino (cf Q/Lc 6,20; Mt 5,1-4.6); entre los pequeños o los sencillos y humildes (Q/Lc 10,21; Mt 11,25-26); entre los pecadores (cf Mc 2,6par). La proclama de Jesús, que se une a su convivencia cotidiana, rompe las férreas costumbres que separan y dividen a Israel. Todavía más. La apertura de la salvación a todos los pueblos, que constituye otra exigencia de la misión, es esencial para avalar la nueva condición y conducta de Dios. Que vengan de Oriente y Occidente a compartir la mesa del Reino de los cielos como la posible distancia crítica hacia el templo, induce a pensar que Jesús tiene en cuenta la misión entre los gentiles (cf Q/Lc 13,29; Mt 8,11-12), misión que también deben llevar a cabo sus discípulos.
El paso de una paternidad dirigida a los justos a otra más abierta, que incluye a todo Israel y a toda la creación, es ayudada, sin duda, por otro gran paso que da Jesús: de la lejanía del Señor a la cercanía del Padre. Dirigirse a Dios como Padre en la plegaria trasluce una experiencia y convicción: la confianza que muestra Dios al hombre y viceversa, es una respuesta lógica al Padre solícito y bondadoso (cf Q/Lc 11,2-4; Mt 6,9-13), misericordioso (cf Lc 15), cuyo perdón alcanza a todos, porque todos necesitan de él (cf Lc 13,3.5).
4. Todopoderoso
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