Qué me pasa, Mamá.
Qué me pasa, que antes podía agarrarme de la reja de la ventana y quedarme solo, y ahora no puedo.
Me caigo todo el tiempo, Mamá. Me golpeo las rodillas, mirá mis rodillas. Mirá mis pantalones, todos rotos.
Te voy a decir la verdad, Janito, aunque me cueste, porque quiero que lo sepas: tenés un problema muscular que hace que pierdas fuerza, que tus músculos no puedan estar como antes, con la fuerza de antes, pero no te preocupes. Estamos acá para ayudarte. Mirá a tus amigos y a tus primos. ¿Viste que están siempre pendientes de que no te caigas? ¿No viste cómo aparecen enseguida, aunque tengan tu misma edad, para ayudar a levantarte? Eso es una familia, Janito. La familia te ayuda siempre, te sostiene, te levanta.
Pero no me gusta, Mamá. A veces, pasa alguien y me caigo, me toca apenitas y me caigo.
Es por lo que te dije. Pero no estás solo. Estamos acá para ayudarte. Tu sufrimiento está a la vista, pensá que hay otros chicos que también sufren, pero por dentro. No pueden decir nada, no pueden expresar lo que les pasa. Eso es mucho peor. Tienen que soportar el dolor solos. Ahora vamos a ver al médico por esos estudios que te dije. Vamos en el auto.
Llegamos al médico, esperamos en la sala unos minutos y nos hizo pasar. Cuando entramos al consultorio, Janito me dijo:
Decile, Mamá.
Estaba frente al hombre de delantal blanco y estetoscopio, sentada, mientras me contaba sobre los estudios, los índices de acá, los índices de allá, que todo daba bien, por suerte, que habría que seguir de cerca el avance de la distrofia. Janito se sentó a mi lado y repitió el pedido. En cuanto el médico se dio vuelta a buscar unos papeles, Janito insistió:
—Decile que no me quiero curar, Mamá.
—¿Cómo, Janito? —pregunté, en un susurro, dividiendo mi atención entre el médico y mi hijo.
—Que no me quiero curar, decile, Mamá. Decile.
Intenté disimular la situación. ¿Cómo se le ocurría que yo le dijera, al médico, que mi hijo no quería curarse? Además, Janito insistía a su modo, con intensidad, como insisten los chicos cuando quieren algo. Me tiraba del brazo, me miraba, miraba al médico y volvía a mirarme a mí.
No dije nada, por supuesto. Qué iba a decir.
Eso sí, por la noche, le pregunté a Janito qué había sido todo eso. Por qué me insistía en que le dijera al médico que no se quería curar.
Porque Dios escucha primero a los niños y a los enfermos, contestó. Si yo me curo, Dios ya no me va a escuchar.
La señora había fallecido y sus sobrinos vendían la silla de ruedas. Compré la revista Segundamano y busqué entre los avisos, en el rubro “Ortopedia”. Otra palabra horrible, Gordo. Duchenne. Ortopedia. Distrofia. Cuántas palabras feas aparecían en nuestra vida, en la vida de nuestro primer hijo.
Hablé con uno de los sobrinos: hola, qué tal, mi nombre es Mercedes, llamo por el aviso de la silla de ruedas. Ah, sí, qué tal. Me interesaría verla, ¿me podrán dar la dirección? ¿Esto dónde es? ¿Munro?
Y nos fuimos hacia Munro con María, la misma María que se casaba con tu hermano aquella vez que me presentaste, María tu cuñada, que siempre estaba presente y nos acompañó, con Janito y Fran. Una casa muy humilde, de techo recto, con un jardín atrás, un limonero y un galpón al fondo. Entramos, había una heladera antigua, con puerta de madera, la típica heladera de carnicería de otros tiempos. Estaba apagada, sin uso, y de allí sacó una silla negra, grande y fea. La aparición no podría haber sido más espantosa. Janito me miró y en sus ojos vi que no quería saber nada. En el intercambio de miradas, le dije: yo tampoco quiero, Janito.
Ninguna madre quiere ver a su hijo en silla de ruedas.
No servía. El modelo tenía ruedas demasiado finas, no era fácil de plegar. Nos acercaron una silla que había pertenecido a un chico que había tenido parálisis cerebral. Janito se sentó y la silla parecía demasiado pequeña para él, para su peso. Tuvimos que descartarla también. Vi, con mis propios ojos, la frustración en los ojos de mi hijo.
¿Y si le hacemos una silla especial para él, a su medida?
¿Te gustaría que tuviera asiento de auto, Janito? ¿Como si fuera un Fórmula Uno, Mamá? Sí, Janito. ¿Con ruedas patonas, Mamá? ¿Le pueden poner patonas?
El concepto de “patonas” se refería a las ruedas de los jeeps, o las grandes camionetas. Había autitos de juguete, los Matchbox, que venían con esas ruedas, más grandes y resistentes. A los chicos les encantaba hablar de patonas, eran como una muestra de presencia, de poder. El rostro de Janito se iluminó.
Sí, vamos a hacerte una silla especial, con butaca de auto y patonas, claro que sí.
Vamos a hacer lo que sea para que seas feliz, porque la enfermedad de Duchenne afecta tus músculos, y aunque tu corazón es también un músculo, es mucho más que un órgano que bombea sangre; es tu vida entera, Janito.
Tener corazón es tener valor, es tener la energía para levantarse cada mañana, para vivir la vida que nos toca, sea justa o injusta, de la mejor manera posible; sin corazón no podés amar, y venimos a esta vida a amar, aunque sea tan difícil. Vos sos el mismo, Janito, antes o después del diagnóstico. La enfermedad llega a tu cuerpo, no a tu alma. Si la enfermedad viene por tu corazón, nosotros vamos a hacer nuestra parte, a puro corazón.
Si tu diagnóstico era de vida corta, íbamos a hacer todo lo posible para que fuera una vida feliz.
Tus amigos y primos te vieron llegar con esa silla y lo primero que hicieron fue treparse, empujarla, hacerte sentir el viento en la cara. Eso lo recuerdo bien. El viento en la cara. Tu cara de felicidad con ese viento que se sentía en los ojos, en la nariz, en los labios.
En la reacción de tus primos y amigos, comprobé que vos no eras un chico en silla de ruedas. Vos seguías siendo Janito, mi hijo Janito, nuestro primer hijo Janito. Inquieto, con una picardía incansable, de ojos negros, con ese flequillo rubio, tan rubio, tan lindo y frágil.
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