Mientras tanto, inspeccionando la otra parte del barco, el capitán Peleg imprecaba y juraba a popa del modo más espantoso. Casi creí que hundiría el barco antes que pudiera levarse el ancla; involuntariamente me detuve en mi espeque, y dije a Queequeg que hiciera lo mismo, al pensar en los peligros que corríamos empezando el viaje con semejante diablo como piloto. No obstante, me consolaba con la idea de que podría encontrarse alguna salvación en el piadoso Bildad, a pesar de lo de la setecientas sesenta y sieteava parte, cuando sentí un repentino y fuerte golpe en el trasero, y al volverme, me quedé horrorizado ante la aparición del capitán Peleg en el acto de retirar la pierna de mi inmediata cercanía. Era mi primer golpe.
—¿Así es como se leva ancla en la marina mercante? —rugió—. ¡Salta y corre, cabeza de carnero; salta y rómpete el espinazo! ¿Por qué no empujáis, dijo yo, todos vosotros? ¡Saltad! ¡Quohog! Salta tú, el tipo de las patillas rojas; salta, gorro escocés; salta, el de los pantalones verdes. Saltad todos vosotros, os digo, y ¡a ver si os saltáis los ojos!
Y diciendo así, se movía a lo largo del molinete, usando acá y allá la pierna con generosidad, mientras el imperturbable Bildad seguía marcando el compás con su salmodia. Pensé que el capitán Peleg debía haber bebido algo aquel día.
Por fin, se levó el ancla, se largaron las velas y nos deslizamos adelante. Era un día de Navidad, corto y frío, y cuando el breve día nórdico se fundió en noche, nos encontramos casi en alta mar en el invernal océano, cuya congeladora salpicadura nos envolvía en hielo como en una armadura pulida. Las largas filas de dientes en las amuradas destellaban a la luz de la luna, y, como vastos colmillos marfileños de algún enorme elefante, enormes carámbanos curvados colgaban de la proa.
El flaco Bildad, como piloto, mandó el primer cuarto de guardia, y de vez en cuando, mientras la vieja embarcación se zambullía profundamente en los verdes mares, enviando el hielo ateridor por encima de ella, y los vientos aullaban, y las jarcias vibraban, se oían sus firmes notas:
Tras las hinchadas aguas, bellos campos
Revestidos están de verde vivo.
Tal vieron los judíos Canaán,
tras el jordán que ante ellos discurría.
Nunca me sonaron tan dulcemente aquellas dulces palabras como entonces. Estaban llenas de esperanza y alegría. A pesar de la noche invernal en el rugiente Atlántico, a pesar de mis pies mojados y mi chaquetón aún más mojado, todavía me parecía que me estaban reservados muchos puertos placenteros, y prados y claros tan eternamente primaverales, que la hierba brotada en abril permanece intacta y sin hollar hasta el estío.
Al fin alcanzamos alta mar de tal modo que ya no fueron necesarios los dos pilotos. La gruesa barca de vela que nos había acompañado empezó a ponerse al costado.
Fue curioso y nada desagradable cómo se sintieron afectados Peleg y Bildad en aquella ocasión, sobre todo el capitán Bildad. Pues reacio todavía a marchar, muy reacio a dejar definitivamente un barco destinado a un viaje tan largo y peligroso, más allá de ambos cabos tormentosos, un barco en que se habían invertido varios millares de sus dólares duramente ganados, un barco en que navegaba de capitán un antiguo compañero, un hombre casi tan viejo como él, saliendo una vez más al encuentro de todos los terrores de la mandíbula inexorable; reacio a decir adiós a una cosa en todos sentidos tan rebosante de todo interés para él, el pobre Bildad se demoró mucho tiempo, recorrió la cubierta con zancadas ansiosas, bajó corriendo a la cabina a decir otras palabras de despedida, volvió a subir a cubierta y miró a barlovento, miró las anchas e ilimitadas aguas, sólo ceñidas por los remotos e invisibles continentes orientales, miró a la arboladura, miró a derecha e izquierda, miró a todas partes y a ninguna, y por fin, retorciendo maquinalmente un cabo en su tolete, agarró de modo convulsivo al robusto Peleg de la mano, y, levantando una linterna, por un momento se le quedó mirando a la cara con aire heroico, como si dijera: «A pesar de todo, amigo Peleg, lo puedo soportar; sí que puedo».
En cuanto al propio Peleg, lo tomaba con más filosofía, pero, aun con toda su filosofía, se vio una lágrima brillando en sus ojos cuando la linterna se le acercó demasiado. Y, él, también, corrió no poco de cabina a cubierta; unas veces diciendo una palabra abajo, y otras veces una palabra a Starbuck, el primer oficial.
Pero por fin se volvió hacia su compañero, con un aire terminante:
—¡Capitán Bildad! ¡Vamos, viejo compañero, tenemos que marcharnos! ¡Cambia la verga mayor! ¡Ah del bote! ¡Atención, al costado ahora! ¡Cuidado, cuidado! Vamos, Bildad, muchacho; di adiós. Mucha suerte, Starbuck…, mucha suerte, señor Stubb…, mucha suerte, señor Flask… Adiós, y mucha suerte a todos… y de hoy en tres años tendré una cena caliente humeando para vosotros en la vieja Nantucket. ¡Hurra, y vamos!
—Dios os bendiga, y manteneos en Su santa observancia, muchachos —murmuró el viejo Bildad, casi incoherentemente—. Espero que ahora tendréis buen tiempo, de modo que el capitán Ahab pueda pronto andar entre vosotros; un sol agradable es todo lo que necesita, y ya lo tendréis de sobra en el viaje al trópico adonde vais. Tened cuidado en la caza, marineros. No desfondéis los botes sin necesidad, arponeros; las cuadernas de buena madera de cedro blanco han subido el tres por ciento este año. No olvidéis tampoco vuestras oraciones. Señor Starbuck, fíjese que el tonelero no desperdicie las duelas de repuesto. ¡Ah, las agujas para las velas están en la caja verde! No pesquéis mucho en los días del Señor, muchachos; pero tampoco desperdiciéis una buena ocasión, que es rechazar los buenos dones del Cielo. Tenga ojo con la caja de la melaza, señor Stubb; me pareció que se salía un poco. Si tocan en las islas, señor Flask, cuidado con la fornicación. ¡Adiós, adiós! No guarde mucho tiempo ese queso en la bodega, señor Starbuck: se estropeará. Cuidado con la manteca: a veinte centavos estaba la libra, y fijaos, si…
—¡Vamos, vamos, capitán Bildad, basta de cháchara; vamos! —Y diciendo esto, Peleg le empujó apresuradamente por la banda, y los dos se dejaron caer en el bote.
Barco y bote se separaron; la fría y húmeda brisa nocturna sopló entre ellos; una gaviota volvió chillando por encima; las dos embarcaciones se agitaron locamente; lanzamos tres hurras con el corazón oprimido, y nos sumergimos ciegamente, como el hado, en el solitario Atlántico.
XXIII.— La costa a sotavento
Varios capítulos atrás se habló de un tal Bulkington, un marinero alto, recién desembarcado, a quien encontré en la posada de New Bedford.
Cuando, en aquella ateridora noche de invierno, el Pequod metía su vengadora proa en las frías olas malignas, ¡a quién vi, de pie en la caña, sino a Bulkington! Con respetuosa simpatía y con temor miré a aquel hombre que, recién desembarcado en pleno invierno de un peligroso viaje de cuatro años, podía volver a lanzarse otra vez, con tal falta de sosiego, para otra temporada de tormentas. La tierra parecía abrasarle los pies. Las cosas más maravillosas son siempre las inexpresables; las memorias profundas no dan lugar a epitafios; así este capítulo de seis pulgadas es la tumba sin lápida de Bulkington. He de decir sólo que su suerte era como la de un barco agitado por las tormentas, que avanza miserablemente a lo largo de la costa a sotavento. El puerto le daría socorro de buena gana: el puerto es compasivo: en el puerto hay seguridad, consuelo, hogar encendido, cena, mantas calientes, amigos, todo lo que es benigno para nuestra condición mortal. Pero en esa galerna, el puerto y la tierra son el más terrible peligro para el barco: debe rehuir toda hospitalidad; un toque de la tierra, aunque sólo arañara la quilla, le haría estremecerse entero. Con toda su energía hace fuerza de velas para alejarse de tierra; al hacerlo, lucha con los mismos vientos que querrían impulsarlo hacia el puerto, y vuelve a buscar todo el desamparo del mar sacudido, precipitándose perdidamente al peligro por ansia de refugio; ¡con su único amigo como su más cruel enemigo!
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