Moby Dick Herman Melville Moby Dick o la Ballena En señal de admiración a un genio este libro está dedicado a Nathaniel Hawthorne
I.— Espejismos
II.— El saco de marinero
III.— La Posada del Chorro
IV.— La colcha
V.— Desayuno
VI.— La calle
VII.— La capilla
VIII.— El púlpito
IX.— El sermón
X.— Un amigo entrañable
XI.— Camisón de dormir
XII.— Biográfico
XIII.— Carretilla
XIV.— Nantucket
XV.— Caldereta de pescado
XVI.— El barco
XVII.— El Ramadán
XVIII.— Su señal
XIX.— El profeta
XX.— En plena agitación
XXI.— Yendo a bordo
XXII.— Feliz Navidad
XXIII.— La costa a sotavento
XXIV.— El abogado defensor
XXV.— Apéndice
XXVI.— Caballeros y escuderos
XXVII.— Caballeros y escuderos
XXVIII.— Ahab
XXIX.— Entra Ahab; después, Stubb
XXX.— La pipa
XXXI.— La Reina Mab
XXXII.— Cetología
XXXIII.— El «Troceador»
XXXV.— La cofa
XXXVI.— La toldilla
XXXVII.— Atardecer
XXXVIII.— Oscurecer
XXXIX.— Primera guardia nocturna
XL.— Medianoche. Castillo de proa
XLI.— Moby Dick
XLII.— La blancura de la ballena
XLIII.— ¡Escucha!
XLIV.— La carta
XLV.— El testimonio
XLVI.— Hipótesis
XLVII.— El esterero
XLVIII.— El primer ataque
XLIX.— La hiena
L.— La lancha y la tripulación de Ahab. Fedallah
LII .— El Albatros
LIII.— El Gam
LIV.— La historia del Town-Ho
LV.— De las imágenes monstruosas de las ballenas
LVI.— De las imágenes menos erróneas de las ballenas, y de las imágenes verdaderas de escenas de la caza de la ballena
LVII.— Sobre las ballenas en pintura, en dientes, en madera, en plancha de hierro, en piedra, en montañas, en estrellas
LVIII.— Brit
LIX.— El pulpo
LX.— La estacha
LXI.— Stubb mata un cachalote
LXII.— El arponeo
LXIII.— La horquilla
LXIV.— La cena de Stubb
LXV.— La ballena como plato
LXVI.— La matanza de los tiburones
LXVII.— Descuartizando
LXIX.— El funeral
LXX.— La esfinge
LXXI.— La historia del Jeroboam
LXXII.— El andarivel
LXXIII.— Stubb y Flask matan una ballena, y luego tienen una conversación sobre ella
LXXIV.— La cabeza del cachalote: vista contrastada
LXXV.— La cabeza de la ballena franca: vista comparada
LXXVI.— El ariete
LXXVII.— El Gran Tonel de Heidelberg
LXXVIII.— Cisterna y cubos
LXXIX.— La dehesa
LXXX.— El núcleo
LXXXI.— El Pequod encuentra al Virgen
LXXXII.— El honor y la gloria de la caza de la ballena
LXXXIII.— Jonás, considerado históricamente
LXXXIV.— El marcado
LXXXVI.— La cola
LXXXVII.— La gran armada
LXXXVIII.— Escuelas y maestros
LXXXIX.— Pez sujeto y pez libre
XC.— Cabezas o colas
XCI.— El Pequod se encuentra con el Capullo de Rosa
XCII.— Ámbar gris
XCIII.— El náufrago
XCIV.— Un apretón de manos
XCV.— La sotana
XCVI.— La destilería
XCVII.— La lámpara
XCVIII.— Estiba y limpieza
XCIX.— El doblón
C.— Pierna y brazo. El Pequod, de Nantucket, encuentra al Samuel Enderby, de Londres
CI.— El frasco
CIII.— Medidas del esqueleto del cachalote
CIV.— La ballena fósil
CV.— ¿Disminuye el tamaño de la ballena? ¿Va a desaparecer?
CVI.— La pierna de Ahab
CVII.— El carpintero
CVIII.— Ahab y el carpintero
CIX.— Ahab y Starbuck en la cabina
CX.— El Pacífico
CXI.— El herrero
CXIII.— La forja
CXIV.— El dorador
CXVI.— La ballena agonizante
CXVII.— La guardia a la ballena
CXVIII.— El cuadrante
CXIX.— Las candelas
CXXI.— Medianoche. Las almuradas del castillo de proa
CXXIII.— El mosquete
CXXIV.— La aguja
CXXV.— La corredera y el cordel
CXXVI.— La boya de salvamento
CXXVII.— En cubierta
CXXVIII.— El Pequod encuentra al Raquel
CXXIX.— La cabina
CXXX—. El sombrero
CXXXI.— El Pequod encuentra al Deleite
CXXXII.— La sinfonía
CXXXIII.— La caza. Primer día
CXXXIV.— La caza. Segundo día
CXXXV.— La caza. Tercer día
Epílogo
Herman Melville
Moby Dick
o la Ballena
En señal de admiración a un genio
este libro está dedicado a Nathaniel Hawthorne
Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.
Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de coral: el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os llevan al agua. Su extremo inferior es la Batería, donde esa noble mole es bañada por olas y refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad allí las turbas de contempladores del agua.
Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados contra las empalizadas; otros sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando por encima de las amuradas de barcos arribados de la China; algunos, en lo alto de los aparejos, como esforzándose por obtener una visión aún mejor hacia la mar. Pero ésos son todos ellos hombres de tierra; los días de entre semana, encerrados entre tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los bancos, sujetos a los escritorios. Entonces ¿cómo es eso? ¿Dónde están los campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?
Pero ¡mirad! Ahí vienen más multitudes, andando derechas al agua, y al parecer dispuestas a zambullirse. ¡Qué extraño! Nada les satisface sino el límite más extremo de la tierra firme; no les basta vagabundear al umbroso socaire de aquellos tinglados. No. Deben acercarse al agua tanto como les sea posible sin caerse dentro. Y ahí se quedan: millas seguidas de ellos, leguas. De tierra adentro todos, llegan de avenidas y callejas, de calles y paseos; del norte, este, sur y oeste. Pero ahí se unen todos. Decidme, ¿les atrae hacia aquí el poder magnético de las agujas de las brújulas de todos estos barcos?
Una vez más. Digamos que estáis en el campo; en alguna alta tierra con lagos. Tomad casi cualquier sendero que os plazca, y apuesto diez contra uno a que os lleva por un valle abajo, y os deja junto a un remanso de la corriente. Hay magia en ello. Que el más distraído de los hombres esté sumergido en sus más profundos ensueños: poned de pie a ese hombre, haced que mueva las piernas, e infaliblemente os llevará al agua, si hay agua en toda la región. En caso de que alguna vez tengáis sed en el gran desierto americano, probad este experimento, si vuestra caravana está provista por casualidad de un cultivador de la metafísica. Sí, como todos saben, la meditación y el agua están emparejadas para siempre.
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