Fiódor Dostoievski - Crimen y castigo (Clásicos de Fiódor Dostoievski)

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Crimen y castigo (Clásicos de Fiódor Dostoievski): краткое содержание, описание и аннотация

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"El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo esto aumentaba la tensión de los nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas, abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban a pesar de ser día de trabajo, completaban el lastimoso y horrible cuadro."
"Crimen y castigo"de Fiódor Dostoievski narra la vida de Rodión Raskólnikov, un estudiante en la capital de la Rusia Imperial, San Petersburgo. Este joven se ve obligado a suspender sus estudios por la miseria en la cual se ve envuelto, a pesar de los esfuerzos realizados por su madre Pulqueria y su hermana Dunia para enviarle dinero.

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¡Cuidado! exclama.

Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.

¡Acabemos con él! ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.

Varios jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran látigos, palos, estacas y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.

¡Ya está! dice una voz entre la multitud.

Se había empeñado en no galopar.

¡Es mío! exclama Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de no tener otra victima a la que golpear.

Desde luego, tú no crees en Dios dicen algunos de los que han presenciado la escena.

El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y se lo lleva.

Ven, ven le dice . Vámonos a casa.

Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? gime Rodia. Alteradas por su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta.

Están borrachos responde el padre . Así se divierten. Pero vámonos: aquí no tenemos nada que hacer.

Rodia le rodea con sus brazos. Siente una opresión horrible en el pecho. Hace un esfuerzo por recobrar la respiración, intenta gritar… Se despierta.

Raskolnikof se despertó sudoroso: todo su cuerpo estaba húmedo, empapados sus cabellos. Se levantó horrorizado, jadeante…

¡Bendito sea Dios! exclamó . No ha sido más que un sueño.

Se sentó al pie de un árbol y respiró profundamente.

«Pero ¿qué me ocurre? Debo de tener fiebre. Este sueño horrible lo demuestra.»

Tenía el cuerpo acartonado; en su alma todo era oscuridad y turbación. Apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre las manos.

«¿Es posible, Señor, es realmente posible que yo coja un hacha y la golpee con ella hasta partirle el cráneo? ¿Es posible que me deslice sobre la sangre tibia y viscosa, para forzar la cerradura, robar y ocultarme con el hacha, temblando, ensangrentado? ¿Es posible, Señor?»

Temblaba como una hoja…

«Pero ¿a qué pensar en esto? prosiguió, profundamente sorprendido . Ya estaba convencido de que no sería capaz de hacerlo. ¿Por qué, pues, atormentarme así…? Ayer mismo, cuando hice el… ensayo, comprendí perfectamente que esto era superior a mis fuerzas. ¿Qué necesidad tengo de volver e interrogarme? Ayer, cuando bajaba aquella escalera, me decía que el proyecto era vil, horrendo, odioso. Sólo de pensar en él me sentía aterrado, con el corazón oprimido… No, no tendría valor; no lo tendría aunque supiera que mis cálculos son perfectos, que todo el plan forjado este último mes tiene la claridad de la luz y la exactitud de la aritmética… Nunca, nunca tendría valor… ¿Para qué, pues, seguir pensando en ello?»

Se levantó, lanzó una mirada de asombro en todas direcciones, como sorprendido de verse allí, y se dirigió al puente. Estaba pálido y sus ojos brillaban. Sentía todo el cuerpo dolorido, pero empezaba a respirar más fácilmente. Notaba que se había librado de la espantosa carga que durante tanto tiempo le había abrumado. Su alma se había aligerado y la paz reinaba en ella.

«Señor imploró , indícame el camino que debo seguir y renunciaré a ese maldito sueño.»

Al pasar por el puente contempló el Neva y la puesta del sol, hermosa y flamígera. Pese a su debilidad, no sentía fatiga alguna. Se diría que el temor que durante el mes último se había ido formando poco a poco en su corazón se había reventado de pronto. Se sentía libre, ¡libre! Se había roto el embrujo, la acción del maleficio había cesado.

Más adelante, cuando Raskolnikof recordaba este período de su vida y todo lo sucedido durante él, minuto por minuto, punto por punto, sentía una mezcla de asombro e inquietud supersticiosa ante un detalle que no tenía nada de extraordinario, pero que había influido decisivamente en su destino.

He aquí el hecho que fue siempre un enigma para él.

¿Por qué, aun sintiéndose fatigado tan extenuado, que debió regresar a casa por el camino más corto y más directo, había dado un rodeo por la plaza del Mercado Central, donde no tenía nada que hacer? Desde luego, esta vuelta no alargaba demasiado su camino, pero era completamente inútil. Cierto que infinidad de veces había regresado a su casa sin saber las calles que había recorrido; pero ¿por qué aquel encuentro tan importante para él, a la vez que tan casual, que había tenido en la plaza del Mercado (donde no tenía nada que hacer), se había producido entonces, a aquella hora, en aquel minuto de su vida y en tales circunstancias que todo ello había de ejercer la influencia más grave y decisiva en su destino? Era para creer que el propio destino lo había preparado todo de antemano.

Eran cerca de las nueve cuando llegó a la plaza del Mercado Central. Los vendedores ambulantes, los comerciantes que tenían sus puestos al aire libre, los tenderos, los almacenistas, recogían sus cosas o cerraban sus establecimientos. Unos vaciaban sus cestas, otros sus mesas y todos guardaban sus mercancías y se disponían a volver a sus casas, a la vez que se dispersaban los clientes. Ante los bodegones que ocupaban los sótanos de los sucios y nauseabundos inmuebles de la plaza, y especialmente a las puertas de las tabernas, hormigueaba una multitud de pequeños traficantes y vagabundos.

Cuando salía de casa sin rumbo fijo, Raskolnikof frecuentaba esta plaza y las callejas de los alrededores. Sus andrajos no atraían miradas desdeñosas: allí podía presentarse uno vestido de cualquier modo, sin temor a llamar la atención. En la esquina del callejón K., un matrimonio de comerciantes vendía artículos de mercería expuestos en dos mesas: carretes de hilo, ovillos de algodón, pañuelos de indiana… También se estaban preparando para marcharse. Su retraso se debía a que se habían entretenido hablando con una conocida que se había acercado al puesto. Esta conocida era Elisabeth Ivanovna, o Lisbeth, como la solían llamar, hermana de Alena Ivanovna, viuda de un registrador, la vieja Alena, la usurera cuya casa había visitado Raskolnikof el día anterior para empeñar su reloj y hacer un «ensayo». Hacía tiempo que tenía noticias de esta Lisbeth, y también ella conocía un poco a Raskolnikof.

Era una doncella de treinta y cinco años, desgarbada, y tan tímida y bondadosa que rayaba en la idiotez. Temblaba ante su hermana mayor, que la tenía esclavizada; la hacía trabajar noche y día, e incluso llegaba a pegarle.

Plantada ante el comerciante y su esposa, con un paquete en la mano, los escuchaba con atención y parecía mostrarse indecisa. Ellos le hablaban con gran animación. Cuando Raskolnikof vio a Lisbeth experimentó un sentimiento extraño, una especie de profundo asombro, aunque el encuentro no tenía nada de sorprendente.

Usted y nadie más que usted, Lisbeth Ivanovna, ha de decidir lo que debe hacer decía el comerciante en voz alta . Venga mañana a eso de las siete. Ellos vendrán también.

¿Mañana? dijo Lisbeth lentamente y con aire pensativo, como si no se atreviera a comprometerse.

¡Qué miedo le tiene a Alena Ivanovna! exclamó la esposa del comerciante, que era una mujer de gran desenvoltura y voz chillona . Cuando la veo ponerse así, me parece estar mirando a una niña pequeña. Al fin y al cabo, esa mujer que la tiene en un puño no es más que su medio hermana.

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