Homero (Hómēros) - Homero - Ilíada

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"Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves -cumplíase la voluntad de Zeus- desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles."
La «Ilíada» de Homero es una epopeya griega. Narra los acontecimientos ocurridos durante 51 días en el décimo y último año de la guerra de Troya.

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Respondióle en seguida Tetis, derramando lágrimas:

-¡Ay, hijo mío! ¿Por qué te he criado, si en hora aciaga te di a luz? ¡Ojalá estuvieras en las naves sin llanto ni pena, ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración! Ahora eres juntamente de breve vida y el más infortunado de todos. Con hado funesto te parí en el palacio. Yo misma iré al nevado Olimpo y hablaré a Zeus, que se complace en lanzar rayos, por si se deja convencer. Tú quédate en las naves de ligero andar, conserva la cólera contra los aqueos y abstente por entero de combatir. Ayer se marchó Zeus al Océano, al país de los probos etíopes, para asistir a un banquete, y todos los dioses lo siguieron. De aquí a doce días volverá al Olimpo. Entonces acudiré a la morada de Zeus, sustentada en bronce; le abrazaré las rodillas, y espero que lograré persuadirlo.

Dichas estas palabras partió, dejando a Aquiles con el corazón irritado a causa de la mujer de bella cintura que violentamente y contra su voluntad le habían arrebatado.

En tanto, Ulises llegaba a Crisa con las víctimas para la sagrada hecatombe. Cuando arribaron al profundo puerto, amainaron las velas, guardándolas en la negra nave; abatieron rápidamente por medio de cuerdas el mástil hasta la crujía, y llevaron la nave, a fuerza de remos, al fondeadero. Echaron anclas y ataron las amarras, saltaron a la playa, desembarcaron las víctimas de la hecatombe para Apolo, el que hiere de lejos, y Criseide salió de la nave surcadora del ponto. El ingenioso Ulises llevó la doncella al altar y, poniéndola en manos de su padre, dijo:

-¡Oh Crises! Envíame al rey de hombres, Agamenón, a traerte la hija y ofrecer en favor de los dánaos una sagrada hecatombe a Febo, para que aplaquemos a este dios que tan deplorables males ha causado a los argivos.

Habiendo hablado así, puso en sus manos la hija amada, que aquél recibió con alegría. Acto continuo, ordenaron la sagrada hecatombe en torno del bien construido altar, laváronse las manos y tomaron la mola. Y Crises oró en alta voz y con las manos levantadas:

-¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila a imperas en Ténedos poderosamente! Me escuchaste cuando te supliqué, y, para honrarme, oprimiste duramente al ejército aqueo; pues ahora cúmpleme este voto: ¡Aleja ya de los dánaos la abominable peste!

Así dijo rogando, y Febo Apolo lo oyó. Hecha la rogativa y esparcida la mola, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; en seguida cortaron los muslos, y, después de pringarlos con gordura por uno y otro lado y de cubrirlos con trozos de carne, el anciano los puso sobre la leña encendida y los roció de vino tinto. Cerca de él, unos jóvenes tenían en las manos asadores de cinco puntas. Quemados los muslos, probaron las entrañas, y, dividiendo lo restante en pedazos muy pequeños, lo atravesaron con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el banquete, comieron, y nadie careció de su respectiva porción. Cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, los mancebos coronaron de vino las crateras y lo distribuyeron a todos los presentes después de haber ofrecido en copas las primicias. Y durante todo el día los aqueos aplacaron al dios con el canto, entonando un hermoso peán a Apolo, el que hiere de lejos, que los oía con el corazón complacido.

Cuando el sol se puso y sobrevino la noche, durmieron cerca de las amarras de la nave. Mas, así que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos, hiciéronse a la mar para volver al espacioso campamento aqueo, y Apolo, el que hiere de lejos, les envió próspero viento. Izaron el mástil, descogieron las velas, que hinchó el viento, y las purpúreas olas resonaban en torno de la quilla mientras la nave corría siguiendo su rumbo. Una vez llegados al vasto campamento de los aqueos, sacaron la negra nave a sierra firme y la pusieron en alto sobre la arena, sosteniéndola con grandes maderos. Y luego se dispersaron por las tiendas y los bajeles.

El hijo de Peleo y descendiente de Zeus, Aquiles, el de los pies ligeros, seguía irritado en las veleras naves, y ni frecuentaba el ágora donde los varones cobran fama, ni cooperaba a la guerra; sino que consumía su corazón, permaneciendo en las naves, y echaba de menos la gritería y el combate.

Cuando, después de aquel día, apareció la duodécima aurora, los sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Zeus a la cabeza. Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y halló al largovidente Cronida sentado aparte de los demás dioses en la más alta de las muchas cumbres del monte. Acomodóse ante él, abrazó sus rodillas con la mano izquierda, tocóle la barba con la derecha y dirigió esta súplica al soberano Zeus Cronión:

-¡Padre Zeus! Si alguna vez te fui útil entre los inmortales con palabras a obras, cúmpleme este voto: Honra a mi hijo, el héroe de más breve vida, pues el rey de hombres, Agamenón, lo ha ultrajado, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Véngalo tú, próvido Zeus Olímpico, concediendo la victoria a los troyanos hasta que los aqueos den satisfacción a mi hijo y lo colmen de honores.

Así dijo. Zeus, que amontona las nubes, nada contestó guardando silencio un buen rato. Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó sus rodillas, le suplicó de nuevo:

-Prométemelo claramente, asintiendo, o niégamelo -pues en ti no cabe el temor- para que sepa cuán despreciada soy entre todas las deidades.

Zeus, que amontona las nubes, díjole afligidísimo:

-¡Funestas acciones! Pues harás que me malquiste con Hera, cuando me zahiera con injuriosas palabras. Sin motivo me riñe siempre ante los inmortales dioses, porque dice que en las batallas favorezco a los troyanos. Pero ahora vete, no sea que Hera advierta algo; yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento para que tengas confianza. Éste es el signo más seguro, irrevocable y veraz para los inmortales; y no deja de efectuarse aquello a que asiento con la cabeza.

Dijo el Cronida, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su intlujo estremecióse el dilatado Olimpo.

Después de deliberar así, se separaron: ella saltó al profundo mar desde el resplandeciente Olimpo, y Zeus volvió a su palacio. Todos los dioses se levantaron al ver a su padre, y ninguno aguardó que llegara, sino que todos salieron a su encuentro. Sentóse Zeus en el trono; y Hera, que, por haberlo visto, no ignoraba que Tetis, la de argénteos pies, hija del anciano del mar, con él había departido, dirigió al momento injuriosas palabras a Zeus Cronida:

-¿Cuál de las deidades, oh doloso, ha conversado contigo? Siempre te es grato, cuando estás lejos de mí, pensar y resolver algo secretamente, y jamás te has dignado decirme una sola palabra de lo que acuerdas.

Respondióle el padre de los hombres y de los dioses:

-¡Hera! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te resultará difícil aun siendo mi esposa. Lo que pueda decirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú; pero lo que quiera resolver sin contar con los dioses, no lo preguntes ni procures averiguarlo.

Replicó en seguida Hera veneranda, la de ojos de novilla:

-¡Terribilísimo Cronida, qué palabras proferiste! No será mucho lo que te haya preguntado o querido averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te place. Mas ahora mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de argénteos pies, hija del anciano del mar. A amanecer el día sentóse cerca de ti y abrazó tus rodillas; y pienso que le habrás prometido, asintiendo, honrar a Aquiles y causar gran matanza junto a las naves aqueas.

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