-¿Cuál de los celestes dioses, hija querida, de tal modo te maltrató, como si a su presencia hubieses cometido alguna falta?
Respondióle al punto Afrodita, amante de la risa:
-Hirióme el hijo de Tideo, Diomedes soberbio, porque sacaba de la liza a mi hijo Eneas, carísimo para mí más que otro alguno. La enconada lucha ya no es sólo de troya- nos y aqueos, pues los dánaos ya se atreven a combatir con los inmortales.
Contestó Dione, divina entre las diosas:
-Sufre el dolor, hija mía, y sopórtalo aunque estés afligida; que muchos de los que habitamos olímpicos palacios hemos tenido que tolerar ofensas de los hombres, a quienes excitamos para causarnos, unos dioses a otros, horribles males.- Las toleró Ares cuando Oto y el fornido Efialtes, hijos de Aloeo, lo tuvieron trece meses atado con fuertes cadenas en una cárcel de bronce: aí pereciera el dios insaciable de combate, si su madrastra, la bellísima Eribea, no lo hubiese participado a Hermes, quien sacó furtivamente de la cárcel a Ares casi exánime, pues las crueles ataduras lo agobiaban.- Las toleró Hera cuando el vigoroso hijo de Anfitrión hirióla en el pecho diestro con trifurcada flecha; vehementísimo dolor atormentó entonces a la diosa.- Y las toleró también el ingente Hades cuando el mismo hijo de Zeus, que lleva la égida, disparándole en Pilos veloz saeta, lo entregó al dolor entre los muertos: con el corazón afligido, traspasado de dolor, pues la flecha se le había clavado en la robusta espalda y abatía su ánimo, fue el dios al palacio de Zeus, al vasto Olimpo, y, como no había nacido mortal, curólo Peón, esparciendo sobre la herida drogas calmantes. ¡Osado! ¡Temerario! No se abstenía de cometer acciones nefandas y contristaba con el arco a los dioses que habitan el Olimpo.- A ése lo ha excitado contra ti Atenea, la diosa de ojos de lechuza. ¡Insensato! Ignora el hijo de Tideo que quien lucha con los inmortales ni llega a viejo ni los hijos lo reciben, llamándole padre y abrazando sus rodillas, de vuelta del combate y de la terrible pelea. Aunque es valiente, tema el Tidida que le salga al encuentro alguien más fuerte que tú: no sea que luego la prudente Egialea, hija de Adrasto y cónyuge ilustre de Diomedes, domador de caballos, despierte con su llanto a los domésticos por sentir soledad de su legítimo esposo, el mejor de los aqueos todos.
Dijo, y con ambas manos restañó el icor; la mano se curó y los acerbos dolores se calmaron. Atenea y Hera, que lo presenciaban, intentaron zaherir a Zeus Cronida con mordaces palabras; y Atenea, la diosa de ojos de lechuza, empezó a hablar de esta manera:
-¡Padre Zeus! ¿Te irritarás conmigo por lo que diré? Sin duda Cipris quiso persuadir a alguna aquea de hermoso peplo a que se fuera con los troyanos, que tan queridos le son; y, acariciándola, áureo broche le rasguñó la delicada mano.
Así dijo. Sonrióse el padre de los hombres y de los dioses, y llamando a la áurea Afrodita, le dijo:
-A ti, hija mía, no te han sido asignadas las acciones bélicas: dedícate a los dulces trabajos del himeneo, y el impetuoso Ares y Atenea cuidarán de aquéllas.
Así los dioses conversaban. Diomedes, valiente en el combate, cerró con Eneas, no obstante comprender que el mismo Apolo extendía la mano sobre él; pues, impulsado por el deseo de acabar con el héroe y despojarlo de las magníficas armas, ya ni al gran dios respetaba. Tres veces asaltó a Eneas con intención de matarlo; tres veces agitó Apolo el refulgente escudo. Y cuando, semejante a un dios, atacaba por cuarta vez, Apolo, el que hiere de lejos, lo increpó con aterradoras voces:
-¡Tidida, piénsalo mejor y retírate! No quieras igualarte a las deidades, pues jamás fueron semejantes la raza de los inmortales dioses y la de los hombres que andan por la tierra.
Así dijo. El Tidida retrocedió un poco para no atraerse la cólera de Apolo, el que hiere de lejos; y el dios, sacando a Eneas del combate, lo llevó al templo que tenía en la sacra Pérgamo: dentro de éste, Leto y Artemis, que se complace en tirar fechas, curaron al héroe y le aumentaron el vigor y la belleza del cuerpo. En tanto Apolo, que lleva arco de plata, formó un simulacro de Eneas y su armadura; y, alrededor del mismo, troyanos y divinos aqueos chocaban las rodelas de cuero de buey y los alados broqueles que protegían sus cuerpos. Y Febo Apolo dijo entonces al furibundo Ares:
-¡Ares, Ares, funesto a los mortales, manchado de homicidios, demoledor de murallas! ¿Quieres entrar en la liza y sacar a ese hombre, al Tidida, que sería capaz de combatir hasta con el padre Zeus? Primero hirió a Cipris en el puño, y luego, semejante a un dios, cerró conmigo.
Cuando esto hubo dicho, sentóse en la excelsa Pérgamo. El funesto Ares, tomando la figura del ágil Acamante, caudillo de los tracios, enardeció a los que militaban en las filas troyanas y exhortó a los ilustres hijos de Príamo, alumnos de Zeus:
-¡Hijos del rey Príamo, alumno de Zeus! ¿Hasta cuándo dejaréis que el pueblo perezca a manos de los aqueos? ¿Acaso hasta que el enemigo llegue a las sólidas puertas de los muros? Yace en tierra un varón a quien honrábamos como al divino Héctor: Eneas, hijo del magnánimo Anquises. Ea, saquemos del tumulto al valiente amigo.
Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. A su vez, Sarpedón reprendía así al divino Héctor:
-¡Héctor! ¿Qué se hizo el valor que antes mostrabas? Dijiste que defenderías la ciudad sin tropas ni aliados, solo, con tus hermanos y tus deudos. De éstos a ninguno veo ni descubrir puedo: temblando están como perros en torno de un león, mientras combatimos los que únicamente somos auxiliares. Yo, que figuro como tal, he venido de muy lejos, de Licia, situada a orillas del voraginoso Janto; allí dejé a mi esposa amada, al tierno infante y riquezas muchas que el menesteroso apetece. Mas, sin embargo de esto y de no tener aquí nada que los aqueos puedan llevarse o apresar, animo a los licios y deseo luchar con ese guerrero; y tú estás parado y ni siquiera exhortas a los demás hombres a que resistan al enemigo y defiendan a sus esposas. No sea que, como si hubierais caído en una red de lino que todo lo envuelve, lleguéis a ser presa y botín de los enemigos, y éstos destruyan vuestra populosa ciudad. Preciso es que lo ocupes en ello día y noche y supliques a los caudillos de los auxiliares venidos de lejas tierras, que resistan firmemente y no se hagan acreedores a graves censuras.
Así habló Sarpedón. Sus palabras royéronle el ánimo a Héctor, que en seguida saltó del carro al suelo, sin dejar las armas; y, blandiendo un par de afiladas picas, recorrió el ejército, animóle a combatir y promovió una terrible pelea. Los troyanos volvieron la cara a los aqueos para embestirlos, y los argivos sostuvieron apiñados la acometida y no se arredraron. Como en el abaleo, cuando la rubia Deméter separa el grano de la paja al soplo del viento, el aire lleva el tamo por las sagradas eras y los montones de paja blanquean; del mismo modo los aqueos se tornaban blanquecinos por el polvo que levantaban hasta el cielo de bronce los pies de los corceles de cuantos volvían a encontrarse en la refriega. Los aurigas guiaban los caballos al combate y los guerreros acometían de frente con toda la fuerza de sus brazos. El furibundo Ares cubrió el campo de espesa niebla para socorrer a los troyanos y a todas partes iba; cumpliendo así el encargo que le hizo Febo Apolo, el de la áurea espada, de que excitara el ánimo de aquéllos, cuando vio que Palas Atenea, la protectora de los dánaos, se ausentaba.
El dios sacó a Eneas del suntuoso templo; e, infundiendo valor al pastor de hombres, le dejó entre sus compañeros, que se alegraron de verlo vivo, sano y revestido de valor; pero no le preguntaron nada, porque no se lo permitía el combate suscitado por el dios del arco de plata, por Ares, funesto a los mortales, y por la Discordia, cuyo furor es insaciable.
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