Como una mujer meonia o caria tiñe en púrpura el marfil que ha de adornar el freno de un caballo, muchos jinetes desean llevarlo y aquélla lo guarda en su casa para un rey a fin de que sea ornamento para el caballo y motivo de gloria para el caballero; de la misma manera, oh Menelao, se tiñeron de sangre tus bien formados muslos, las piernas, y más abajo los hermosos tobillos.
Estremecióse el rey de hombres, Agamenón, al ver la negra sangre que manaba de la herida. Estremecióse asimismo Menelao, caro a Ares; mas, como advirtiera que quedaban fuera el nervio y las plumas, recobró el ánimo en su pecho. Y el rey Agamenón, asiendo de la mano a Menelao, dijo entre hondos suspiros mientras los compañeros gemían:
-¡Hermano querido! Para tu muerte celebré el jurado convenio cuando te puse delante de todos a fin de que lucharas por los aqueos, tú solo, con los troyanos. Así te han herido: pisoteando los juramentos de fidelidad. Pero no serán inútiles el pacto, la sangre de los corderos, las libaciones de vino puro y el apretón de manos en que confiábamos. Si el Olímpico no los castiga ahora, lo hará más tarde, y pagarán cuanto hicieron con una gran pena: con sus propias cabezas, sus mujeres y sus hijos. Bien lo conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezcan la sagrada llio, y Priamo, y su pueblo armado con lanzas de Fresno; el excelso Zeus Cronida, que vive en el éter, irritado por este engaño, agitará contra ellos su égida espantosa. Todo esto ha de suceder irremisiblemente. Pero será grande mi pesar, oh Menelao, si mueres y llegas al término fatal de lo vida, y he de volver con gran oprobio a la árida Argos; porque los aqueos se acordarán en seguida de su tierra patria, dejaremos como trofeos en poder de Príamo y de los troyanos a la argiva Helena, y tus huesos se pudrirán en Troya a causa de una empresa no llevada a cumplimiento. Y alguno de los troyanos soberbios exclamará, saltando sobre la tumba del glorioso Menelao: «Así efectúe Agamenón todas sus venganzas como ésta; pues trajo inútilmente un ejército aqueo y regresó a su patria con las naves vacías, dejando aquí al valiente Menelao.» Y cuando esto diga, ábraseme la anchurosa tierra.
Para tranquilizarlo, respondió el rubio Menelao:
-Ten ánimo y no espantes a los aqueos. La aguda flecha no se me ha clavado en sitio mortal, pues me protegió por fuera el labrado cinturón y por dentro la faja y la chapa que forjaron obreros broncistas.
Contestóle el rey Agamenón, diciendo:
-¡Ojalá sea así, querido Menelao! Un médico reconocerá la herida y le aplicará drogas que calmen los terribles dolores.
Dijo, y en seguida dio esta orden al divino heraldo Taltibio:
-¡Taltibio! Llama pronto a Macaón, el hijo del insigne médico Asclepio, para que reconozca al aguerrido Menelao, hijo de Atreo, a quien ha flechado un hábil arquero troyano o licio; gloria para él y llanto para nosotros.
Así dijo, y el heraldo al oírlo no desobedeció. Fuese por entre los aqueos, de broncíneas corazas, buscó con la vista al héroe Macaón y lo halló en medio de las fuertes filas de hombres escudados que lo habían seguido desde Trica, criadora de caballos. Y, deteniéndose cerca de él, le dirigió estas aladas palabras:
-¡Ven, Asclepíada! Te llama el rey Agamenón para que reconozcas al aguerrido Menelao, caudillo de los aqueos, a quien ha flechado hábil arquero troyano o licio; gloria para él y llanto para nosotros.
Así dijo, y Macaón sintió que en el pecho se le conmovía el ánimo. Atravesaron, hendiendo por la gente, el espacioso campamento de los aqueos; y llegando al lugar donde fue herido el rubio Menelao (éste aparecía como un dios entre los principales caudillos que en torno de él se habían congregado), Macaón arrancó la flecha del ajustado cíngulo; pero, al tirar de ella, rompiéronse las plumas, y entonces desató el vistoso cinturón y quitó la faja y la chapa que habían hecho obreros broncistas. Tan pronto como vio la herida causada por la cruel saeta, chupó la sangre y aplicó con pericia drogas calmantes que a su padre había dado Quirón en prueba de amistad.
Mientras se ocupaban en curar a Menelao, valiente en la pelea, llegaron las huestes de los escudados troyanos; vistieron aquéllos la armadura, y ya sólo pensaron en el combate.
Entonces no hubieras visto que el divino Agamenón se durmiera, temblara o rehuyera el combate, pues iba presuroso a la lid, donde los varones alcanzan gloria. Dejó los caballos y el carro de broncíneos adornos -Eurimedonte, hijo de Ptolomeo Piraída, se quedó a cierta distancia con los fogosos corceles-, encargó al auriga que no se alejara por si el cansancio se apoderaba de sus miembros, mientras ejercía el mando sobre aquella multitud de hombres y empezó a recorrer a pie las hileras de guerreros. A cuantos veía, de entre los dánaos de ágiles corceles, que se apercibían para la pelea, los animaba diciendo:
-¡Argivos! No desmaye vuestro impetuoso valor. El padre Zeus no protegerá a los pérfidos: como han sido los primeros en faltar a lo jurado, sus tiernas carnes serán pasto de buitres y nosotros nos llevaremos en las naves a sus esposas e hijos cuando tomemos la ciudad.
A los que veía remisos en marchar al odioso combate, los increpaba con iracundas voces:
-¡Argivos que sólo con el arco sabéis pelear, hombres vituperables! ¿No os avergonzáis? ¿Por qué os hallo atónitos como cervatos que, habiendo corrido por espacioso campo, se detienen cuando ningún vigor queda en su pecho? Así estáis vosotros: pasmados y sin combatir. ¿Aguardáis acaso que los troyanos lleguen a la orilla del espumoso mar donde tenemos las naves de lindas popas, para ver si el Cronión extiende su mano sobre vosotros?
De tal suerte revistaba, como generalísimo, las filas de guerreros. Andando por entre la muchedumbre, llegó al sitio donde los cretenses vestían las armas con el aguerrido Idomeneo. Éste, semejante a un jabalí por su bravura, se hallaba en las primeras filas, y Meriones enardecía a los soldados de las últimas falanges. Al verlos, el rey de hombres, Agamenón, se alegró y al punto dijo a Idomeneo con suaves voces:
-¡Idomeneo! Te honro de un modo especial entre los dánaos, de ágiles corceles, así en la guerra a otra empresa, como en el banquete, cuando los próceres argivos beben el negro vino de honor mezclado en las crateras. A los demás aqueos de larga cabellera se les da su ración; pero tú tienes siempre la copa llena, como yo, y bebes cuanto te place. Corre ahora a la batalla y muestra el denuedo de que te jactas.
Respondióle Idomeneo, caudillo de los cretenses:
-¡Atrida! Siempre he de ser tu amigo fiel, como lo aseguré y prometí que lo sería. Pero exhorta a los demás melenudos aqueos, para que cuanto antes peleemos con los troyanos, ya que éstos han roto los pactos. La muerte y toda clase de calamidades les aguardan, por haber sido los primeros en faltar a lo jurado.
Así dijo, y el Atrida con el corazón alegre pasó adelante. Andando por entre la muchedumbre llegó al sitio donde estaban los Ayantes. Éstos se armaban, y una nube de infantes los seguía. Como el nubarrón, impelido por el céfiro, camina sobre el mar y se le ve a lo lejos negro como la pez y preñado de tempestad, y el cabrero se estremece al divisarlo desde una altura, y, antecogiendo el ganado, lo conduce a una cueva; de igual modo iban al dañoso combate, con los Ayantes, las densas y obscuras falanges de jóvenes ilustres, erizadas de lanzas y escudos. Al verlos, el rey Agamenón se regocijó, y dijo estas aladas palabras:
-¡Ayantes, príncipes de los argivos de broncíneas corazas! A vosotros -inoportuno fuera exhortaros- nada os encargo, porque ya instigáis al ejército a que pelee valerosamente. Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, que hubiese el mismo ánimo en todos los pechos, pues pronto la ciudad del rey Príamo sería tomada y destruida por nuestras manos.
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