E. M Valverde - Sugar, daddy
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—¿Mental o físicamente? –lució como un villano en esa pose. Acababa de preguntarme si era virgen.
—No voy a firmar, Señor Takashi. No lo intente más –recalqué y me levanté con cuidado para que no me fallaran las piernas. Señalé la montaña de papel que había traído, desmotivada–. Mañana cerraremos el asunto del GPS.
Silencio, silencio de cementerio.
Recogí mi bolsa del perchero dispuesta a volver a casa, pero cuando fui a abrir la puerta una mano la volvió a cerrar. Había sido sigiloso, y me estaba comenzando a hacer una idea de lo silencioso e invisible que podía llegar a ser cuando quería conseguir cosas a su favor, como las fotos.
—Es tarde, debo volver a casa –argumenté, intentando escapar.
Oí su risa seca directa en mi oído, y sus manos no tardaron en serpentear mi piel y retirar el pelo a un lado. Me hacía una idea de lo que iba a hacer, por lo que ya estaba preparada físicamente, pero no emocionalmente.
—Si te doy un adelanto de lo que podrías disfrutar conmigo... –su nariz analizó mi piel como si no la conociese ya, y comenzó a dejar besos húmedos en los que su respiración alterada se dejaba escuchar–, ¿...firmarás el contrato?
—No –rodeé mi cuello con las manos para protegerlo, todavía tenía los chupetones y no quería más. Gruñó cuando aparté su boca, y me escabullí de la espalda que me presionaba contra la puerta.
Sorprendentemente no actuó ni me gritó, y aquel indescifrable hombre permaneció en silencio, mirándome durante los segundos más largos de mi vida. Y eso es lo que me dio miedo: todo lo que se ocultaba detrás de esa faceta actualmente callada.
A veces el silencio era una de las peores manifestaciones, e ignoré que esta fue una de ellas.
7. [a su merced]
Areum
Como si fuera novedad, al insomnio se le estaba haciendo costumbre visitarme por las noches.
Me puse los auriculares y me subí al coche privado. No había visto a mi madre porque se había ido temprano a trabajar, y yo todavía tenía que ir al colegio. Incluso con la carga emocional de saber que por la tarde también vería a Takeshi.
—Que tengas un buen día, Joji –me despedí y abrí la puerta del coche, y había estado tan centrada en evadirme con la música, que no me había percatado de que había una marabunta de gente con cámaras afuera del coche, esperando en el recinto colegial. Paparazzis.
¿Qué querrían ahora? No había sucedido nada impactante en público
—Abróchese de nuevo el cinturón de seguridad, Señorita So –Joji giró el volante con brusquedad, cerrando la puerta de un golpe, y los periodistas abrieron un camino cuando oyeron el derrape del coche. El joven chófer maniobró el automóvil por la acera de una forma bastante ilegal pero maestra, hasta dejarme justo en la puerta del instituto. Se dispararon los flashes y las caras boquiabiertas de los estudiantes–. Salga rápido y no les dé ni los buenos días –me despidió, con un tono cortante pero también cauto.
Me cubrí la cara al apearme del coche, y alcancé a oír algunas preguntas intrusivas de la prensa.
“¿Están saliendo?”
“¿Significa eso una colaboración entre las dos empresas?”
“¡¿Cómo se les ocurre hacer eso en un parque?!”
A pesar de que intuí de qué y quiénes hablaban, no entendí por qué me acosaban como a las famosas que se ven involucradas en escándalos amorosos o demás cotilleos. ¿Acaso era mi vida como heredera de interés público? ¿Por qué a todo el mundo le gustaba invadir y criticar lo que se hacía en privacidad?
El resto de alumnos me miró con un descaro increíble; cotillas. Recordé por qué no tenía demasiados amigos aquí en Japón. Una vez estuve resguardada dentro del edificio, percibí la magnitud de la situación: la fachada llena de ansiosas cámaras sin cara, ya que siempre llevaban mascarillas para evitar problemas. El coche de Joji se perdió al girar una esquina, dejándome abandonada aquí; suspiré.
De las taquillas oí los cuchicheos de un grupo de chicas de curso inferior, y me irrité hasta detonar. ¿Qué les importaba a ellas?, ¿no podían cotillear a solas? ¡Qué despreciables!
—¿Qué coño miráis? –les hablé seca, y conseguí que desaparecieran de mi vista. Caminé hasta las escaleras del final y el teléfono comenzó a vibrar como loca cuando quité el modo avión. No me importó, subí las escaleras con parsimonia y desgana, dejando que los auriculares filtraran Problems, de Mother Mother. ¿Estarían mis problemas ya en boca de todos?
Doo-do-doo, I’m a loser, a disgrace
Al pie de los últimos escalones, apareció la regordeta y preocupada cara de Kohaku.
You’re a beauty, a luminary in my face
Me arranqué los auriculares. Todos los compañeros del curso nos miraban, y me dio el tic de morderme el carrillo de la mejilla para mitigar estrés y/o agobio. ¿Qué sabían exactamente?, ¿qué coño pasaba?
—Areum, ¿has visto los artículos? –susurró Kohaku desgastado, haciendo marcha hacia clase, ignorando las miradas curiosas y miserables.
—¿Cuáles?
—¿Es que no has recibido mis mensajes? –frenó en seco en clase, mirándome demasiado serio para mi gusto. Sacó su teléfono con algo de irritación; ¿qué mosca le había picado?
—Siempre pongo el teléfono en modo avión por la noche –argumenté–. ¿Qué ha pasado exactamente?
—Te he llamado mil veces –se frotó la sien nervioso, desbloqueando su iPhone y apretando la mandíbula cuando me enseñó la pantalla.
Era una foto nuestra del viernes cuando nos fuimos de fiesta, estábamos tiernamente abrazados en la acera. No era para tanto, pero la sociedad escandalizaba cualquier rumor con tal de tener de qué y de quién hablar.
—Kohaku, no veo el problema... –tal vez el problema era simplemente tener una amistad como Kohaku en la competencia, pero me daba igual.
—Sigue leyendo –poco a poco fui leyendo crítica a crítica, y también que la foto había sido enviada por un donador anónimo. Y yo ya había visto esta foto en otras manos.
Takashi había cumplido su promesa, había contactado a la prensa como una sentencia para mí. Aunque...podría haber enviado una foto peor, como la del graffiti. Eso me dejó reflexiva.
—Está por todos lados, y veo que a ti también te están comenzando a seguir los entrevistadores.
—Mi madre me va a matar –peiné mi pelo hacia atrás, las manos comenzando a temblarme cuando caí en la gravedad del asunto–. Todavía no he cruzado palabra con ella porque se fue pronto a trabajar. ¿Tu padre te ha dicho algo?
—La pregunta es: ¿qué no me ha dicho? –hizo una sonrisa que no le llegó a los ojos, como si estuviera a punto de llorar–. Estoy hasta los cojones de vivir con mi padre, qué ganas tengo de irme –se frotó la ceja, así desprendiendo el maquillaje que cubría un moratón rojo color burdeos que ayer no estaba.
Su padre le había vuelto a pegar. Mi madre solo me reñía cuando me veía con él, pero al menos no me agredía como el padre de Kohaku.
—¿Te duele mucho? –sentí preocupación y pena, pero negó nerviosamente mi carente ayuda.
—No es nada –tiró su mochila a un lado de su asiento, sentándose despreocupado, cambiando radicalmente el chip de buen chico a uno insumiso–. Me lo pasé muy bien el viernes, así que no me arrepiento de nada.
—Pero Kohaku, ¿cómo que no es nada? –apoyé las manos en su mesa para captar su atención–. ¡La que te va a pegar voy a ser yo, como vuelvas a decirme que no me preocupe!
A pesar de que mi mirada no desprendía nada más que angustia, a él la situación le pareció de lo más divertida. Se cruzó de brazos, con una sonrisa de chulería, y estuvo muy atractivo.
—¿Pero qué me vas a pegar? Si no me llegas ni a la cara –su comentario de mi altura no era nada nuevo, pero por el cariño reprimido con el que me miró, se me contagió una sonrisa sincera.
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