Polo Toole - The mystery box

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Víctor y Alberto están pasando la mañana en su piso compartido de Malasaña jugando a videojuegos, cuando Atalanta se presenta. Los tres jóvenes, de personalidades variadas, disfrutarán de los días venideros, hasta que Víctor compra una caja misteriosa en la Deep web. Desapariciones, modificaciones corporales y un misterio sin resolver.

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—Qué remedio, pero tú me prometes que no harás el unboxing en el piso. Es que ni quiero estar cerca de donde vaya a estar esa cosa.

—Trato hecho. Mejor, así busco un decorado decente para vuestro canal favorito..., –carraspea y cambia la voz– Mysterious Headache.

—Hay que reconocer..., –Atalanta mira a Alberto y se agarra de su brazo– que el niño hace gracia –los tres acaban riendo.

—Ay..., –Alberto hace como Atalanta y agarra a su amigo por el brazo también– me llevas por el camino de la amargura.

Los tres se relajaron tras la discusión y terminaron de beber y charlar de otros asuntos más triviales, como las últimas series que habían visto y qué portal de series era mejor.

—¡Por cierto!, –Atalanta se emocionó mucho cruzando la calle– ¡venid, mirad!

—¿Qué pasa? –Víctor y Alberto se acercaron.

—¡Dentro de nada es el concierto, tenemos que ir! –los miró a ambos con ojos chispeantes. Había un par de carteles de The Blaze, que iban a dar un concierto en Madrid en unos meses. Había más carteles del grupo, pero los habían arrancado y solo quedaban algunos pedazos.

—¡¿Qué dices?! –Víctor se emocionó y se quedó mirando el cartel, escrutándolo–. No sabía que venían –dijo con los ojos muy abiertos.

—Pues solo haría falta la entrada para ti, –le señaló Alberto a Atalanta– porque Vesta y yo compramos entradas para los tres hace tiempo –sonrió a su amigo.

Al rato de terminar las bebidas decidieron andar mientras se aventuraban a la sala. No había una sesión especial, así que las expectativas en cuanto a la música estaban bajas, seguramente acabarían poniendo lo de siempre, claro que era mejor que lo de siempre de los demás sitios. La sala Saturno no era una de las más grandes, pero la gente que solía entrar parecía ir a su rollo más que en otros sitios, no iban con más intención que disfrutar de la música bailando. Y así era que la sala, aunque todos la abreviaran a Saturno, se llamaba en realidad Saturno bailando con sus hijos, en una referencia al mito y al genial pintor. Antes de siquiera acercarse al final de la cola, un chico de ojos saltones y que hablaba muy rápido se lanzó sobre Alberto haciéndole todo tipo de preguntas. Atalanta y Víctor lo miraron con el hocico torcido, pero Alberto se adelantó.

—Lo conozco, íbamos a un grupo juntos hace cuatro años – aprovecha para decir mientras el otro le da dinero a una chica de su grupo que se marcha.

—¡Es increíble encontrarnos aquí!, –continuaba el de ojos saltarines– desde que el grupo se cerró la verdad es que hemos estado todos muy a la nuestra, ¿sabes?, pasando mucho, metidos en nuestras vidas, ¡pero qué alegría verte! Están Venecia y Lucía también esperándome en Gran Vía, ¿seguro que no te quieres venir? Esta sala no está tan bien, no sé si la conocéis mucho... –Víctor le echa una mirada de toro a su amigo, pero Alberto está ocupado intentando sacárselo de encima. Al final, la chica del grupo con la que iba le pegó un grito diciendo que no lo iban a esperar más porque no llegaban a la fiesta y tuvo que ceder y salir corriendo mientras le decía de quedar una y otra vez a Alberto.

—Uf..., qué agobio –Alberto realmente odiaba este tipo de encuentros forzados con gente con la que nunca tuvo ninguna relación de amistad.

—Cringe.

—Joder, parecía que te conocía desde la primera infancia, macho.

—Pues ni mucho menos. Estábamos juntos en el mismo grupo, pero él llegó más tarde y yo me fui antes, con lo cual la relación tú me dirás...

—Pues te adora –añade Atalanta.

—¿Y de qué grupo lo conoces?

—Psicólogo.

—Te encantaba, ¿no? –pregunta y sonríe Víctor con sarcasmo.

—Era mi pasión, –Alberto entra en modo cínico chistoso y dibuja una tenue sonrisa hasta activar el hoyuelo– todas las semanas deseaba que llegara el día de la reunión. Cuando el día llegaba, desde que salía del autobús recorría corriendo los metros que me separaban de mi destino, ansioso, excitado, embravecido. Fue la época dorada de mi vida –Atalanta y Víctor se echan a reír y casi se les cuelan porque ya habían llegado al principio de la fila.

—Eh, eh, –les replica Víctor a los que intentaban aprovecharse de su despiste– que estamos nosotros delante, tíos, no seáis así, por Dios, por la Virgen, que somos solo tres.

Por fin dentro, habían llegado al destino y las luces verdes y rosas fosforitas tan características del Saturno hacían que abrirse paso hasta las escaleras para bajar a la sala fuera un trance de color. Por el ambiente psicodélico, eran muchos los que optaban por agolparse en las escaleras con los codos hacia afuera en la barandilla mientras preparaban sus caramelos discretamente, al menos ellos lo creían así, a la vista estaba. ¿Quién iba a sospechar de una fila de espaldas y cabellos sudorosos mirando hacia la pared con el cuello inclinado? Los tres sortearon las concurridas escaleras y entraron por fin a la sala donde la acción pasaba y, justo mientras terminaba un tema electrónico más bien suave, de repente sonó un remix potente y todo el mundo enloqueció. Atalanta se hizo hueco en la pista y Alberto y Víctor se posicionaron junto a ella para disfrutar la canción. Bailaron otros dos temas más cuando Alberto dijo de tomar la consumición y entonces fueron a la barra rosa. El local no era gigante, pero estaba bien organizado, con la precisión y amplitud que da calcular todo al milímetro para ganar espacio y utilizar los puntos críticos como almacenaje. Víctor, que conoció al gerente una vez, siempre comentaba en algún punto de la noche lo muy inspirado que aquel estaba por las mini casas y cómo había contratado a un grupo de mujeres obreras que habían hecho maravillas con el Saturno. Al parecer, habían ganado tanta fama en su país natal, Ámsterdam, que canales imponentes americanos no dejaban de hacerles propuestas para programas televisivos y demás, pero ellas siempre lo rechazaban y seguían con lo que de verdad les gustaba. En cualquier caso, el club contaba con cuatro barras, la rosa, la verde, la naranja y la azul. Todas tenían su punto y un estilo increíble para ser simples barras, pero era otro detalle que el Saturno tenía para con sus clientes, pues la decoración y los motivos temáticos y efectos luminosos hacían que la gente quisiera pasar más tiempo en alguna de ellas. En especial, la rosa, gustaba en extremo a Víctor, pues siempre decía que le recordaba enormemente a un bioma de uno de sus juegos favoritos. Y es que, al igual que en el videojuego, aquí también había una especie de setas fosforitas sumergidas en unos tanques con unas serpientes que, si bien no eran reales, repetían un patrón muy curioso e interactuaban con los hongos. También tenían unos paneles en movimiento y con sonido acuático si te acercabas lo suficiente como estanterías para las botellas, que daban la sensación de encontrarse realmente en un mundo ajeno.

—Esta barra me flipa –Víctor suspiró satisfecho.

—A mí me gusta más la verde, en realidad, –añadió Alberto– pero como al niño le gusta la rosa...

—Hay que cuidar al niño, –Atalanta llamó la atención del camarero en cuanto hizo contacto y éste se acercó mientras ella miraba a su amigo– ¿qué quiere mi precioso?

—Ah, sois tontos los dos –Vítor se acercó al camarero y se adelantó a pedir lo suyo. Después fue el turno de Atalanta y por último Alberto que, con razón de las previas copas, iba bastante risueño.

—Anda, vamos a brindar –Alberto preparó su vaso de tubo y los tres chocaron.

—¿Qué? Al final te has animado, ¿eh? –le sonrió Atalanta.

—Bueno..., no voy a mentir, no está mal la noche...

—Venga ya, –añadió Víctor– buena bebida, buena música y –se señala su propio cuerpo mientras arquea las cejas– exquisita compañía; ¿a quién no le va a gustar? –los tres ríen.

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