No hay partidos de rubios contra morenos. Pero si hay torneos de moros y cristianos. No hay bares de flacos y bares de gordos. Pero si hay bares normales y bares gays. Es decir, no cualquier rasgo aislado es suficiente para determinar y evidenciar socialmente una identidad; y el hecho de que un número significativo de individuos compartan un mismo rasgo no es suficiente ante la sociedad para convertir a dicho grupo de personas en un colectivo diferenciado. Sólo ciertos atributos, aquellos significativos para una determinada cultura, son elegidos para crear artificialmente en torno a ellos una supuesta identidad individual que, al ser compartida, configura un grupo socialmente diferenciado.
A pesar de que rasgos tales como la belleza física, la castidad o la criminalidad son tan diferenciadores como el tipo de objeto sexual preferido o el color de la piel, nadie habla del grupo de los hermosos, ni del colectivo casto, ni de la comunidad de los delincuentes. Cada uno de éstos tienen un rasgo en común, pero a dichos rasgos nuestra sociedad no les asigna la relevancia suficiente como para definir una identidad.
Las mujeres de pelo rizado no constituyen un género; nadie las considera un colectivo humano diferenciado, ni las denomina como grupo. El «pelo rizado» no pasa de ser un rasgo más que, al igual que el color de los ojos, resulta insuficiente, per se, para definir su identidad y, mucho menos, indicar la existencia de una comunidad. Pero las marcas de champú sí han agrupado a las mujeres de pelo rizado, pues necesitan atenderlas con un producto específico y constituirlas en un target diferenciado para atraer su interés. La mercadotecnia define grupos a partir de unos rasgos comercialmente funcionales a la oferta, los bautiza y los trata comunicacionalmente de un modo diferenciado; aunque dichos «grupos» no se reconozcan a si mismos como tales.
O sea: no todos los grupos reconocidos socialmente como colectivos diferenciados constituyen entidades socioculturales objetivas, grupos de pertenencia articulados por una identidad compartida, como sí lo son, por ejemplo, las comunidades nacionales o religiosas. Dicho con un ejemplo: nuestra sociedad reconoce igualmente como comunidades diferenciadas a los alemanes y a los negros. Pero los alemanes poseen una identidad colectiva de la cual «los negros» carecen. La primera es propia, constituida a lo largo de una experiencia histórica compartida; la segunda es asignada desde afuera por una necesidad ideológica de los blancos. En este segundo caso, se trata de una entidad de naturaleza imaginaria, una «realidad ideológica».
Estas realidades imaginarias se construyen en torno a un único atributo al que se le asigna, a priori, un valor mítico, trascendental, constitutivo de toda una personalidad individual y colectiva; tal como lo son el tipo de predilección sexual o el color de la piel. Los géneros así construidos no son hechos objetivos, sino formas culturalmente determinadas de recortar la realidad. El lenguaje acuña sólo las definiciones útiles a una determinada matriz cultural. Esas clasificaciones deciden qué es lo típico y qué es lo atípico. Y lo separan.
Y esta necesidad de diferenciar lo considerado atípico respecto de lo considerado típico es una compulsión cultural espontánea y tenaz, difícil de superar por simple voluntad del individuo. Veámoslo en un ejemplo. Si mi hermano, que es blanco, se casa con una persona de su misma raza, al hablar de mi cuñada ante un tercero yo diré: «Mi hermano se ha casado con Rosa, una chica encantadora». Pero, si mi cuñada fuese negra, diré inevitablemente: «Mi hermano se ha casado con Rosa, una chica negra encantadora». Mi afecto por Rosa, no importa cuán grande sea, está condenado de partida; arrastrará una pequeña tara toda la vida. Y no por decisión mía. Por mi boca es el lenguaje el que habla, o sea, la sociedad. El lenguaje es, así mirado, una cruz. (Tal como lo prueba la propia metáfora en que, espontáneamente, acabo de incurrir).
La identidad sexual
El caso de la «identidad sexual» no es una excepción a lo dicho. Entendida como «clase», o sea, como característica que permite filiar a la persona como miembro de un conjunto, la identidad sexual se reduce al par femenino-masculino. La única realidad objetiva que puede sustentar la idea de «identidad sexual» es la diferencia entre los sexos, o sea, aquélla que permite reconocer a los varones y las mujeres como distintos gracias a su diferencia sexual. La singularidad psicofísica de lo masculino y lo femenino es objetivamente verificable: las diferencias anatómicas y fisiológicas van acompañadas por ciertas diferencias psicológicas.
Aún así, éstas últimas no llevan implícita la estanqueidad: en el individuo, ambos componentes, con distinto grado de predominio, coexisten. A partir de la diferencia anatómica – única unívoca – las identidades sexuales, o sea, lo masculino y lo femenino se van combinando y desdibujando, confluyendo finalmente en características indiferenciadas, compartidas por ambos sexos. Toda identidad se construye en un contexto «contagioso» y la «identidad sexual» no es una excepción. Dicho con una metáfora: un individuo no es un órgano sexual pensante, sino una complejísima e irrepetible combinatoria de rasgos, entre los cuales, los caracteres masculinos y femeninos coexisten, manifestándose con distinto predominio. Y tal predominio varía no sólo según la persona sino también según el ámbito particular de su experiencia vital: en un sujeto determinado, su componente masculino puede predominar, por ejemplo, en su actividad deportiva y, en cambio, adoptar actitudes claramente femeninas en su vida íntima.
Toda presunta «identidad sexual» basada en otro rasgo que el propio sexo – por ejemplo, el tipo de objeto sexual – es inevitablemente una construcción imaginaria producto del sistema de valores profundos de la sociedad y expresada a través de las matrices del lenguaje. Poco o nada tendrá que ver con estructuras identitarias objetivas; o, si se quiere, carecerá de otra objetividad que la de la convención que la ha hecho existir y prevalecer en el pensamiento colectivo.
Pues cada manera de hacer el sexo no responde a una supuesta «sexualidad diferenciada» sino a una canalización particular de la misma pulsión sexual humana: puro erotismo, único e indivisible en especies. La manera de hacer el sexo no puede, per se, obrar como sustrato de una identidad. Dan simple prueba de ello la versatilidad de las prácticas, la intercambiabilidad del objeto e, incluso, la prescindibilidad de éste. Una manera de hacer el sexo sólo puede tener sentido como parámetro clasificatorio de las personas para una cultura que necesita estructuralmente discriminar entre modalidades sexuales canónicas y modalidades transgresoras del canon.
La reivindicación de identidades sexuales diferenciadas – más allá de la mera diferencia de los sexos - lleva implícita la creencia en la existencia de tipos de sexualidad cualitativamente distintos hasta el punto de determinar una identidad (primer a priori). Y entre todos los diferenciales posibles – igualmente arbitrarios – la ideología de la «identidad sexual» ha escogido como parámetro identitario la igualdad o diferencia sexual entre los copartícipes (segundo a priori), desechando otros tanto o más estructurales y tenaces. El tipo de partenaire sexual no es más definitorio del perfil sexual de la persona que el tipo de práctica predilecta o, más aún, el tipo de fantasía sexual recurrente.
Pero, en nuestra sociedad, masculinidad y femineidad están soldadas a la heterosexualidad. Un hombre que es hombre y una mujer que es mujer, sólo desean a alguien del sexo opuesto; así se lo instituye explícitamente y se lo implanta en los hechos. En algunas regiones de Latinoamérica, aún se practica la iniciación sexual de los jóvenes mediante una celebración familiar, socialmente trascendente, que incluye los servicios de una prostituta. El joven que se rehúsa a atravesar esa experiencia deshonra a su familia y, fundamentalmente, a su padre; y se expone a ser expulsado del hogar. No cuesta nada imaginar el significado social implícito en el renunciamiento a ese festín sexual y comprender, así, el horror del padre ante semejante humillación: sólo por rechazar a una hembra, su hijo es «poco hombre», lo cual es mucha tragedia.
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