En aquel pueblo, los vecinos van uno a uno transformándose en rinocerontes. El protagonista y narrador de aquella catástrofe es el único que no logra mutar.
Oigamos su confesión final, la que cierra el relato. La transcribo íntegra pues da prueba de la implacable precisión de la metáfora escogida, comenzando por la elección de aquel paquidermo como análogon. Nada más parecido a un rinoceronte que un peatón que avanza por la calle con su cabeza inclinada sobre su teléfono móvil.
Una metáfora que, al ilustrar el fenómeno de la masificación hasta en sus más mínimos detalles, transforma la obra, inscrita en el llamado «teatro del absurdo», en un ejemplo extremo de literatura realista.
Y por todas partes los bramidos, polvaredas, carreras incesantes… De nada me servía encerrarme en casa y ponerme algodón en las orejas: los veía hasta en sueños, por la noche.
‘No hay otra solución que convencerlos’. Pero, ¿de qué se les podía convencer? Las mutaciones ¿eran reversibles? Y, además, para convencerlos era imprescindible hablar con ellos. Para que reaprendiesen mi lenguaje (que además comenzaba ya a olvidar) tenía primero que aprender el suyo. Porque yo seguía sin distinguir un bramido de otro, ni un rinoceronte de otro rinoceronte.
Mirándome un día en el espejo, me encontré espantoso, con mi rostro pálido, alargado: me haría falta un cuerno, o incluso dos, para realzar mis rasgos vacilantes.
¿Y si — como me había dicho Daysi — la razón estuviera de su parte? Me había quedado atrasado, había perdido pie, era evidente.
Luego descubrí que sus bramidos tenían, en todo caso, cierto encanto, por más que fuesen ásperos, sin duda. Debería haberlo comprendido cuando aún estaba a tiempo. Intenté bramar, pero era débil, me faltaba muchísimo vigor. Esforzándome más solo lograba emitir aullidos. Y aullar no es lo mismo que bramar.
Pero es evidente que no hay que dejarse llevar siempre por los hechos, y que es preciso conservar algún espacio de originalidad. Sin duda hay que tenerlo todo en cuenta: diferenciarse, sí, pero aún así… mantenerse entre nuestros semejantes. Ahora yo ya no me parecía ni a nadie ni a nada, salvo a una vieja foto pasada de moda que carecía de toda relación con los vivos.
Sentía crecientemente una consciencia dolida, desgraciada. ¡Ay, me sentía un monstruo! Nunca me transformaría en rinoceronte: no podía cambiar.
No me atrevía a mirarme en el espejo. Me sentía invadido de vergüenza. Y sin embargo… ¡Pero no podía! ¡Yo no podía, no, yo no podía!
Premonitoriamente, el personaje de «Rinoceronte» acaba lamentándose de no haber renunciado a tiempo, consciente de la espantosa condición a que lo conduce la soledad.
Retomando la advertencia inicial, debemos señalar que esa disolución de la cultura no implica su ausencia: solo indica que la vida cultural ha dejado de ser hegemónica y hoy se aloja en otro espacio, paralelo, alternativo; que analizaremos más adelante.
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