Nada cuesta asimilar su «hombre moderno» (se refería a sus contemporáneos y no a la «modernidad») con nuestro «hombre posmoderno». Y aquello que él define como «conocimiento, idea y sentimiento de la cultura que no llegan a lo convicción de la cultura» enlaza claramente con nuestra visión del simulacro de la cultura. En aquella disociación «exterior-interior» vemos insinuarse los orígenes de nuestra problemática.
Pero empecemos por aclarar nuestros términos.
Dentro de la vasta polisemia del término «cultura», el uso ha decantado al menos tres acepciones, que se corresponden con tres escalas del campo cultural. Aun reconociendo lo borroso de sus fronteras, resulta clara la diferencia conceptual entre ellas.
La acepción más amplia, omnicomprensiva, próxima a la antropológica, reconoce como cultura a la totalidad de actividades humanas y sus productos.
Así, existe una cultura económica al lado de una cultura artística; una cultura científico-técnica al lado de una cultura literaria; una cultura sanitaria al lado de una cultura gastronómica…
Pero, entre todas esas actividades, existen unas reconocidas por la sociedad como específicamente culturales. Un segundo uso del término «cultura» lo asocia, entonces, al conjunto de mitos, ritos y fetiches estructurados en géneros y practicados conscientemente como tales; desde los usos y costumbres de la buena educación hasta los grandes géneros del arte.
Esta acepción excluye, de la anterior, todas aquellas actividades y sus productos que no tengan una finalidad específicamente simbólica. Así, podemos afirmar sin error que un excelente técnico puede ser, a la vez, una persona profundamente inculta.
Un tercer uso de «cultura», el de campo más restringido, la acota a los «grandes géneros», los «géneros cultos» o académicos: la «alta cultura». Es esta, sin duda, la acepción más difundida.
En este texto he descartado tanto la acepción inclusiva como la restringida, optando, en cambio, por la intermedia, aquella que considera cultura lo asumido como tal por la comunidad.
Obviamente, es esta acepción la más pertinente para el análisis de la posmodernidad y la que tácita o explícitamente, es adoptada por sus analistas.
A su vez, dentro de ese campo he dado predominio, por su mayor representatividad social, a los fenómenos de la vida cotidiana. Pasemos a los ejemplos.
En un sorprendente libro-catálogo de productos para jovencitas, NIKE hace gala de su lucidez sociológica —y de su audacia— ya desde su título: «Enciclopedia de las ADICCIONES» (las mayúsculas son originales).
En él se enumera sarcásticamente una serie de dependencias consumistas de sus usuarias, refiriéndolas a sendos productos NIKE.
Un ejemplo: una joven a medio vestirse, rodeada de una veintena de modelos de zapatos y zapatillas NIKE, concluye desconsolada: «Todavía no tengo nada que ponerme para practicar el tiro al plato».
El catálogo termina con un separable de bolsillo titulado: «Centros de ayuda a personas desesperadamente necesitadas de nuestros productos».
Con este catálogo la sociedad de consumo «adviene a su para-sí» —por decirlo con un cultismo— y lo hace alegre y creativamente. La propia oferta puede denunciar el carácter adictivo del consumo a sabiendas de que tal dependencia es, como toda adicción, difícilmente reversible.
Y este fenómeno incluye al propio individuo, que deviene, él mismo, metalenguaje, soporte de la ficción: cuerpo y comportamiento forman parte de la representación mediática.
De la indumentaria al disfraz. De la cosmética al tatuaje. Del gusto personal a la adhesión a la moda. De la personalidad a la actuación efímera de personales permanentemente cambiantes. De la experiencia a la imagen de la experiencia: su simulacro.
La escena urbana nos muestra hoy la creciente proliferación de personas disfrazadas; y el término «disfraz» no es aquí metafórico.
Pues no se trata de la explosión de una diversidad de personalidades, supuestamente reprimidas por la indumentaria convencional; sino de todo lo contrario: la renuncia manifiesta a la personalidad.
La identidad, expulsada hacia lo exterior, es sustituida por un personaje artificial y fugaz, actuado histéricamente. Entre el psiquismo primario y ese disfraz no hay nada.
Un interesante acontecimiento comercial en España ha sido la creación y aceleradísima expansión de una cadena de ropa diseñada inicialmente bajo un principio único y sin antecedentes.
Cada prenda mezclaba, anárquicamente, trozos de tejidos, materiales, colores y dibujos no solo distintos sino intencionalmente antagónicos, violentamente contrastados: lo que llamábamos «desregulación de la forma».
La persona que «iba dentro» de esa prenda realizaba, sin saberlo, un doble renunciamiento a la personalidad: el implícito en toda adhesión a la moda y el —novedoso— de adherir al «estilo de la falta de estilo», a una suerte de sorna explícita a la coherencia y a la armonía.
Una identidad patchwork: la posmodernidad indumentaria en su forma extrema, que se corresponde con la tan mentada «disolución del sujeto»: vaguedad del yo y, por lo tanto, del otro, de la alteridad.
Y la desaparición del otro conlleva la desaparición del sentido del ridículo: pérdida del pudor, renuncia a la intimidad, mimetismo voluntario, masificación, ausencia de patrones personales y sociales.
Aquel sujeto protagonista de la modernidad, núcleo de lo social, defecciona, se repliega y es sustituido por el individuo-pulsión, molécula del flujo.
La masificación genera así un nuevo ente, ya no caracterizable como sujeto: un ser sin edad ni país, un individuo ni joven ni viejo y de ningún lugar, sin memoria ni proyecto, sin ensoñaciones ni fantasías y prácticamente sin pensamientos. Sin antes ni después.
Una forma de vida humana instalada en un presente absoluto: el de sus respuestas reflejas inmediatas a estímulos exteriores inesperados.
En ese contexto desaparece la cultura. Nos enfrentamos al hecho, ya no de la diversidad cultural, sino de la absorción de la cultura dentro de lo extracultural: la pura distracción.
Escojamos como típico género de la distracción a la narrativa de consumo, discurso banal menos preocupado por la calidad literaria que por la trama que atrape y entretenga.
Ante el lector una secuencia de acontecimientos singulares lo mantendrá atento a los desenlaces, sin otra pretensión que satisfacer su curiosidad.
Este género literario, por llamarlo de alguna manera, es sin duda el que tiene mayor salida en el mercado, auténticos best sellers de tienda de aeropuerto: una literatura que arrastra al lenguaje hacia el abismo de la irrelevancia o el sinsentido.
Italo Calvino, ejemplo de serenidad y equilibrio, pierde ambos ante ese sinsentido del lenguaje, brindándonos un texto tan diáfano como exasperado. Figura en el capítulo «Exactitud» de sus Seis propuestas para el próximo milenio, obra póstuma e inacabada.
A veces tengo la impresión de que una epidemia pestilencial azota a la humanidad en la facultad que más la caracteriza, es decir, en el uso de la palabra; una peste del lenguaje que se manifiesta como pérdida de fuerza cognoscitiva y de inmediatez, como automatismo que tiende a nivelar la expresión en sus formas más genéricas, anónimas, abstractas, a diluir los significados, a limar las puntas expresivas, a apagar cualquier chispa que brote del encuentro de las palabras con nuevas circunstancias.
No me interesa aquí preguntarme si los orígenes de esa epidemia están en la política, en la ideología, en la uniformidad burocrática, en la homogeneización de los mass-media, en la difusión escolar de la cultura media. Lo que me interesa son las posibilidades de salvación. La literatura (y quizá solo la literatura) puede crear anticuerpos que contrarresten la expansión de la peste del lenguaje.
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