Bastará enumerar las manifestaciones de esta última fase del capitalismo para detectar su coherencia sistémica y su vínculo estructural con la cultura; una articulación en la que no es fácil diferenciar causas de efectos, si ello fuera de alguna utilidad.
Apuntemos esas manifestaciones, las más salientes, que por simple acumulación bosquejarán la etapa:
El beneficio financiero instaurado como principio único de la economía, forma más pura y abstracta del capitalismo.
La consiguiente implantación de la especulación como cultura: hacer rendir el dinero. Se universaliza la usura.
La socialización de la idea de «precio del dinero» y la cristalización de una «subjetividad financiera».
La globalización del capital, su descentramiento o deslocalización, su fluidez y desplazamiento mundial y en tiempo real; y la consiguiente internacionalidad e instantaneidad de las crisis de cambio.
La paralela y congruente globalización del mercado: un mercado único mundial, sin fronteras ni diferencias regionales, coincidente con un consumidor tan abstracto como el capital.
El desplazamiento de lo económico desde la esfera de la producción hacia la del consumo, y la capitalización a dos puntas: la explotación del trabajo y la explotación del consumo.
La consiguiente equivalencia de «salario» y «capacidad adquisitiva».
La masificación y la producción industrial de los consumidores: hiperindustrialización de la sociedad.
La primacía del flujo en la composición de los mercados: peso de lo estadístico.
El papel clave de la economía de escala en la fijación del precio: el flujo de ventas sustituye al costo como pauta del precio.
La elasticidad absoluta del precio, que disuelve su propio concepto y arrastra consigo al de «valor»: nada vale nada, solo cuesta algo, provisoriamente.
La implantación del mercado de oferta y la marginación del mercado de demanda en espacios infraestructurales: los «commodities» o «graneles».
El recambio acelerado de la mercancía como dinamizador del mercado: innovación permanente y obsolescencia programada.
La consiguiente pérdida de capacidad de apreciación de valor por parte de los consumidores.
El protagonismo de la oferta en la propuesta de valor: la necesidad se explica y se crea desde la oferta.
La primacía de lo anímico (confianza) sobre lo racional en la opción de compra: fiabilidad de la marca y fidelidad del comprador.
La primacía de la oportunidad en el volumen total de los consumos. El hecho económico no como respuesta a la necesidad sino a la tentación: de la necesidad de mercancías a la necesidad de comprar.
Este escenario general nos pinta un rostro de la sociedad bien distinto al que nos mostraba hasta mediados del siglo xx. Y bien distinto a la imagen que aún conservamos de ella.
Entre las diferencias podríamos señalar una como, quizá, la más de fondo: es prácticamente imposible discriminar los hechos económicos de los ideológicos o, incluso, de los culturales.
La tradicional división entre infraestructura y superestructura hoy resulta, si no inútil, claramente insuficiente.
«En el capitalismo todo deviene mercancía», premonizó Marx hace un siglo y medio. Pues bien: ya lo ha devenido. La expresión «industrias culturales» lo delata.
Ello implica que en todos los sectores —desde el comercio minorista hasta los propios Estados— la «gestión de intangibles» (calidad percibida, imagen, diseño, comunicación, identidad, marca…) haya ascendido al lugar de las decisiones estratégicas.
O sea, el carácter simbólico del precio se confunde con el carácter económico del símbolo: la marca, actor intangible protagónico.
De allí que la comunicación, mero servicio logístico en la sociedad de la producción, haya ocupado ahora el puesto de mando.
Nos lo recuerda una revista de negocios en una nota sobre la informatización de los servicios: «El mítico CEO y creador de Apple, Steve Jobs, sostenía que los clientes no tienen en claro qué necesitan y que son las empresas las que deben asumir el rol de demostrar el valor de las innovaciones».
El comentario, aparentemente inocuo, delata un hecho explosivo que marca a la época, ¡los clientes ignoran sus propias necesidades!
Pero con lo que él llama genéricamente «clientes» hace referencia, en realidad, a un tipo de comprador diferenciado: el consumidor masivo.
Este es, precisamente, el público objetivo del visionario proyecto Apple; proyecto que inaugura el mercado de la tecnología de consumo en el que Apple se transforma velozmente en líder absoluto.
La sociedad de masas y de consumo redefine radicalmente la dinámica socioeconómica y cultural, instalando en su epicentro un tipo humano inédito: un individuo deseante, ignorante de sí mismo y masivamente aislado.
La sociedad de masas es, al decir de Bauman (citando a Simmel), «la sociedad de los individuos», un oxímoron. Su «liquidez» proviene del debilitamiento y fugacidad de los vínculos.
Se han disuelto los lazos intersubjetivos, los individuos se comportan como los granos en un silo: privados de un aglomerante, nada los liga entre sí más que la ley de la gravedad.
Ese aglomerante era precisamente lo social. Se ha disuelto lo social, que lo considerábamos componente esencial de la condición humana. Al decir de Paolo Fabbri: «hemos padecido durante demasiado tiempo una idea demasiado social de lo social».
La sociedad de masas, o sea, de flujos, sustituye lo específicamente social por lo pulsional; e instala lo pulsional en el núcleo del consumo, que deviene así «consumismo».
El consumismo, por oposición al consumo, no consiste en disfrutar del bien adquirido sino del acto de adquirir. Y esa no es una «desviación» o un «daño colateral» sino el núcleo mismo del funcionamiento socioeconómico actual.
Esta pulsionalidad obra como respuesta automática a estímulos primarios: novedad, sensación, estridencia, sorpresa, atipicidad, extravagancia, curiosidad, transgresión, enfatismo… Sobreestimulación que capta una atención no mediada por la consciencia.
Podríamos considerar al sensacionalismo, en todos sus sentidos, como la esencia de este modelo de mercado: la oferta no va dirigida a la racionalidad ni a la sensibilidad sino a la sensación.
Una dinámica estresante que el poder denomina «creatividad» e «innovación» y las considera «motores del desarrollo económico»; pues lo son.
Manuel Vicent dramatiza aquella compulsión al consumo en estos términos:
Si al escritor le hubieran preguntado qué tragedia caracterizaba a este tiempo, su respuesta hubiera sido esta: el símbolo de la caída era ese ciudadano medio, cargado de paquetes, que está dispuesto a tragar con cualquier bajeza política o moral con tal de seguir consumiendo hasta el final de sus días. (De la nota «Año Nuevo» en el periódico EL PAÍS de Madrid)
El vaciamiento del sujeto: disolución de la cultura
Por fijar un hito, a partir de aquel célebre texto de
Levi-Strauss, Lo crudo y lo cocido, a la cocina se le reconoció su justo lugar en el corazón de la cultura: matriz de matrices.
Pero, en ese corazón la posmodernidad instaló el simulacro gastronómico: la paradójica «cocina de autor». Con ella, el consumidor de íconos compulsivo, comensal impostado, saborea el nombre del cheff.
Desde muy atrás, Nietzsche en sus Consideraciones intempestivas, nos describe esa forma de decadencia:
El hombre moderno, en fin de cuentas, arrastra consigo una enorme masa de guijarros, los guijarros del indigesto saber que, en ocasiones, hacen en sus tripas un ruido sordo, como dice la fábula. Este ruido deja adivinar la cualidad más original del hombre moderno: es una singular antinomia entre un ser exterior y «viceversa». Esta antinomia no la conocieron los pueblos antiguos […] para todo lo que es vivo, esta oposición es falsa. Nuestra cultura no es una cosa viva, porque, sin esta oposición, es inconcebible. Lo que equivale a decir que no es una verdadera cultura, sino solamente una especie de conocimiento de la cultura: se contenta con la idea de cultura, con el sentimiento de la cultura, sin llegar a la convicción de la cultura.
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