En el interior y alrededor del triángulo
En los años setenta del siglo pasado, el musicólogo Gerald Abraham calificaba el tránsito del siglo XIX al XX como «el fin de una época» en la que el compositor «todavía podía usar la música como un lenguaje para el cual podía contar con la comprensión de los oyentes implicados en el estilo del siglo anterior», mientras que el auténtico innovador «debía estar preparado para enfrentarse no sólo a una mera incomprensión, sino a la acusación de que su música carecía de sentido». ¿Sólo existían estas dos opciones? Posiblemente nos hallamos ante una situación de mayor complejidad, donde los matices pasan a ser un factor relevante.
Los cambios que hemos tratado se estaban produciendo en un ámbito geográfico de área triangular, cuyos vértices podrían ser las ciudades de París, Berlín y Budapest. Impresionismo, intensificación posromántica o atonalidad son tendencias que aparecen dentro de un contexto más amplio, en el que una vasta producción se dinamiza en un estado de acumulación y reorganización propio ya de la modernidad musical. Dicha producción evoluciona de tal suerte que ni siquiera aquella más firmemente ligada al mundo tardorromántico o tonal permanece inmune a la novedad. Por ejemplo, en una compositora tan sujeta al mundo decimonónico —especialmente a Brahms— como fue la norteamericana Amy Beach (1867-1944), surgen, especialmente en sus últimas obras, elementos del lenguaje escalístico o armónico impresionista. Así pues, podríamos establecer tres tendencias dentro y alrededor del anteriormente citado triángulo geográfico. No se trata en absoluto de departamentos estancos, sino de flujos en estado de constante intercambio, donde el mayor o menor grado de afectación de las nuevas estéticas modernas se convierte en una constante, bien sea por asimilación de ciertos rasgos, bien por una evolución de las propias posibilidades de cada autor y su entorno creativo.
En primer lugar, algunos compositores muestran una evolución muy particular, que los hace un tanto inclasificables. Partiendo de los presupuestos y de la estética del lenguaje heredado del siglo XIX, transitan por caminos avanzados y a su vez muy personales. El italiano Ferruccio Busoni (1866-1924), cuya carrera musical tuvo lugar en buena parte en suelo germano, incorporó en su faceta como director a muchos compositores de su época, entre ellos a Bartók (1881-1945) o al mismo Schoenberg. En 1907, publicó lo que puede considerarse uno de los primeros escritos donde se busca una exposición de las bases estéticas y técnicas de la modernidad musical. Su Apuntes sobre una nueva estética musical supuso un cambio de rumbo para el autor desde su tardía y ampulosa escritura tardorromántica hacia trabajos como sus Seis sonatinas (1910-1920), de corta duración y en las cuales aúna un contrapunto heredado de su querencia por Johann Sebastian Bach con un avanzado lenguaje politonal. De una manera un tanto análoga, el ruso Alexander Scriabin (1872-1915) partió de formas heredadas del siglo XIX, como lo demuestran sus sonatas para piano o sus poemas sinfónicos, como El poema del éxtasis (1908) o Prometeo (1910), para incluir en ellas innovaciones armónicas basadas en escalas sintéticas o artificiales.
Una segunda corriente estaría marcada por la aparición de una arquitectura musical ligada al impresionismo o a la influencia francesa en general, entendida como alternativa a la dominante escuela germana del siglo XIX. En este último sentido puede entenderse la obra de Gabriel Fauré (1845-1924), un poco anterior generacionalmente hablando. Compositor de ciclos de canciones bajo la antigua y genérica denominación de mélodie , especialmente ligado a la poesía de autores simbolistas como Paul Verlaine, Fauré es especialmente recordado por su particular Réquiem , finalmente terminado en 1900 tras un largo proceso compositivo. Esta versión de la misa de réquiem huye de los tradicionales terrores del juicio final, prescindiendo de la secuencia del dies irae , en una reescritura de la forma que, como afirmó el crítico Émile Vuillermoz, «mira hacia el cielo y no hacia el infierno».
Asociados muy directamente a Claude Debussy, tanto en lo musical como en lo personal, aparecen Erik Satie (1866-1925) y Maurice Ravel (1875-1937). Alrededor del binomio Ravel-Debussy, la historia ha creado otro sistema basado en la convivencia estilística y vital. Sus obras suelen interpretarse o grabarse conjuntamente, como acontece con sus únicos cuartetos de cuerda o con las obras para arpa que las casas Pleyel y Érard encargaron a ambos, en clara competencia para demostrar cuál de los dos nuevos modelos del instrumento se mostraba más versátil. Ciertamente, la asociación entre ambos autores resulta clara en aspectos como la textura, el vocabulario armónico, o la preferencia por ideas melódicas breves. Pero, frente al flujo debussiano, que parece interrumpido, lo raveliano exhibe una clara articulación formal, en donde la idea de empuje tonal es más fuerte y los modelos rítmicos están claramente marcados. Entiéndase que Ravel se declaraba partidario de ideas nuevas, pero a su vez defendía no ser «un compositor moderno que tenga el afán de escribir armonías radicales ni contrapunto fragmentado porque nunca [fue] de determinado estilo de composición». No obstante, y entendido dentro de la manera de hacer en la Francia de la época, demuestra una gran capacidad para juntar materiales de diversa procedencia en un todo personal y coherente, como en su Rapsodia española (1908), La valse (1920) o el Concierto para piano (1932), este último con ecos del mundo del jazz ya en un periodo más avanzado situado entre ambas contiendas mundiales.
Un segundo actor fuertemente ligado también en lo personal a Claude Debussy es el autor de una famosa instantánea en la que aparecen juntos el compositor de La mar y Stravinsky: este fotógrafo ocasional es Erik Satie, músico con facetas casi visionarias cuyo contraste entre su desbordante creatividad y sus limitaciones técnicas ha sido destacado en numerosas ocasiones. Así, para asombro de la sociedad musical parisina, con cuarenta años, y una carrera musical más que establecida, Satie ingresa en la Schola Cantorum con la intención de aprender contrapunto y otras disciplinas teóricas. Afortunadamente rescatado para la música de su propio anecdotario, su figura ha sido reivindicada desde los años veinte del siglo pasado. Obras como Gymnopédies (1888), auténticas profecías de sencillez dentro de un marco armónico austero, repetitivo y de carácter circular, y de reminiscencias claramente impresionistas, como mucha de su música, han ocupado publicidad dinámica, cine, versiones jazzísticas o incluso listas de música new age en la década de los noventa de la pasada centuria. Satie ejemplifica la negación de cualquier tipo de retórica, con frecuentes guiños humorísticos, como en sus Vexations , obra de poco más de un minuto que debe interpretarse ochocientas cuarenta veces, y que no fue publicada por John Cage (1912-1992) hasta 1949. Antirretórica resulta también su idea de «música mueble», donde se niega cualquier tipo de intención expresiva o ambición artística del hecho musical, avanzando estéticas como la «no intencionalidad» o la música ambiental de la segunda mitad del siglo XX. Hijo de su tiempo, acogió el interés por el medievalismo al componer música para la hermandad de los Rosacruces, a la cual perteneció, y creó asimismo una serie de obras basadas en las formas propias del music-hall como Jack in the box (1899). Cabe señalar que uno de sus recursos económicos habituales consistió en componer y ejecutar canciones y música para espectáculos de cabaret .
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