Un segundo capítulo en cuanto a referencia externa ubicaría sus coordenadas en la distancia geográfica. En París, durante la Exposición Universal de 1889, tuvieron un protagonismo sobresaliente los músicos javaneses, con su particular estilo ejecutado por medio de su formación musical típica, el gamelán. Se ha dicho que, en un intento por traducir el tipo de ordenamiento sonoro que estas músicas exóticas utilizaban, Debussy echó mano de escalas pentatónicas o de cinco notas, y hexátonas o de tonos enteros, escalas con seis sonidos con la misma distancia de un tono entres ellos. Es cierto que no se trataba del primer músico que empleaba este tipo de recursos. Escalas de tonos enteros aparecen en la música de Franz Liszt o de compositores rusos del siglo XIX, pero gracias al autor francés llegan a adquirir un completo valor estructural a la hora de determinar episodios enteros dentro de sus obras. El preludio Voiles ( Velos , 1909) está dispuesto en buena parte a través de escalas hexátonas.
El tercer pie en el que se apoya esta relación debussiana con lo externo a modo de factor transformador lo podemos hallar en un hecho capital para el futuro de la música: su concepción de la armonía. Su despliegue es diatónico, es decir, no suelen aparecer las tensiones cromáticas del ámbito germano, que desembocaban en la atonalidad. Se trata aquí de una idea que podría calificarse de aditiva: se crea un marco estático, por ejemplo, por medio del uso de una serie de notas de una determinada escala, y se priman los efectos sonoros y de color, haciendo que se pierda la funcionalidad del acorde. Ello implica que los factores habitualmente externos de la música, como la orquestación, la textura o densidad de la masa sonora o la dinámica, pasen a ser los que modulan y mueven la música, creando en el oyente la sensación de avance. Por ejemplo, durante los primeros treinta compases —aproximadamente minuto y medio— de sus esbozos sinfónicos titulados El mar (1905), la utilización de una serie de cuatro notas en contraste con un pequeño motivo se convierte en materia suficiente para hacer caminar a la música a través de la orquestación y la dinámica que emergen para realizar un clímax hacia un motivo basado en las arriba mencionadas escalas pentatónicas.
Es comprensible, y siempre dentro de cierta actitud de enfant terrible que escondía su carácter, que Debussy contestase a un periodista británico en 1889 que las faltas que más toleraba eran las armónicas. Asimismo, también es conocida su ambivalente relación con lo wagneriano. En la misma entrevista, aseguraba que sus compositores favoritos eran Palestrina, Bach y el mismo Wagner. Años después, no dudó en satirizar sobre el famoso preludio de la ópera Tristán e Isolda —al que nos referimos a propósito del «acorde desteñido» de Schoenberg—, colocando su introducción melódica en el contexto de un cakewalk , danza afroamericana precedente del estilo ragtime, en su pianística «Golliwogg’s Cakewalk», de su suite Children’s Corner (1908). Otra cuestión es la denominación de «impresionista» a la que ha quedado ligada tanto su música como toda una órbita estilística desarrollada a su alrededor. A pesar de su clara relación con el simbolismo literario —así se entiende su única ópera, Pelléas et Mélisande (1902)—, la asociación con la estética del impresionismo pictórico, aun a pesar de la distancia temporal, se estableció debido en buena parte a textos como este del propio Debussy en las notas de un programa de 1901 en donde se interpretaban sus Nocturnos para orquesta:
No se trata, pues, de la forma habitual de nocturno, sino de todo lo que esta palabra contiene de impresiones y efectos de luz. Nuages [Nubes] es el aspecto inmutable del cielo con la evolución lenta y melancólica de las nubes perdiéndose en una agonía gris dulcemente teñida de blanco.
Sea como fuere, y aun a riesgo de que a estas alturas pueda parecer un tanto desconcertante, quedémonos con el binomio Debussy-Webern como un espejo en el que se mirará buena parte de la música posterior a 1945. Evidentemente, no será el único. Por el mismo París de la segunda década del siglo XX ya ha hecho acto de presencia «un caballero ruso que besaba las manos de las mujeres mientras les pisaba los pies», tal y como lo describía el propio Debussy.
Ese caballero en cuestión es un joven Igor Stravinsky (1882-1971), que ya ha iniciado su colaboración con Serguei Diaghilev (1872-1929), el empresario y director de la compañía de los Ballets Rusos, a resultas de lo cual crea la música para la puesta en escena de tres ballets que supondrán un cambio determinante en su estilo compositivo: El pájaro de fuego (1910), con una clara influencia de su maestro Rimsky Korsakov (1844-1908); Petrushka (1911) y La consagración de la primavera (1913), esta última coreografiada por Vaslav Nijinsky (1890-1950).
El impacto de La consagración es uno de los topos recurrentes de la historia de la música moderna aun a más de un siglo vista. Debussy, en frecuente contacto con Stravinsky, interpretó con el ruso la versión para piano a cuatro manos, experiencia que calificó de «bella pesadilla». Concebida para una enorme orquesta, La consagración ha sido ubicada frecuentemente dentro de un «primitivismo musical» tanto por su temática como por su estilo, algo no del todo ajeno a la fuerza primigenia de experiencias plásticas como la del fauvismo o al interés por culturas antiguas o lejanas que manifestaron algunos creadores cubistas. La desafiante temática del ballet sobre las festividades de la Rusia pagana, cuyo culmen es el sacrificio de una joven virgen en una devastadora danza final, se despliega musicalmente a través de impulsivas unidades rítmicas, con constantes alteraciones métricas e irregulares pulsaciones, en un contexto armónico tendente a la politonalidad, generando una poderosa y enérgica creación. Este fluir rítmico dentro de yuxtaposiciones constantes en lo que a su trama polifónica se refiere, unido a la temática del ballet, no dejó indiferente a la audiencia en el día de su estreno.
Pero, tras el tumulto y el escándalo de aquel 29 de mayo de 1913, del que se hicieron eco testigos como Marie Rambert, bailarina ayudante de Nijinsky, o el pintor Valentine Hugo, el lacónico comentario de Diaghilev —«es exactamente lo que quería»— anunciaba, seguramente sin intención profética alguna, el progresivo éxito de la obra. A la sazón, el empresario estaba acostumbrado a batallar con la controversia que sus espectáculos suscitaban entre un sector de la audiencia, como en el caso de la coreografía que el mismo Nijinsky creó en 1912 para L’après-midi d’un faune ( La siesta de un fauno , 1894) de Debussy. Un año después, en 1914, Diaghilev encargaba a un joven Serguéi Prokófiev (1891-1953) varios proyectos de ballet, de los cuales, y con diversas transformaciones, surgiría la conocida como Suite escita , obra de enorme orquestación, de aire también primitivista y que, según la revista rusa M ú sica , dejaba al ballet de Stravinsky en «una obra simplemente exótica escrita por un europeo refinado y afeminado».
Puede resultar llamativo que, casi cuarenta años después, el mismo Stravinsky expresase al profesor Claudio Spies durante una conversación en auto su malestar por la manera en que los diversos trozos de La consagración estaban conectados, pareciéndole tan arbitrarios como los tejidos musicales de dichas uniones. Deseaba reescribir la obra, como ya había hecho con Petrushka en 1946, magna tarea que nunca llegó a realizar. Veremos que tales apreciaciones eran totalmente coherentes con los años posteriores al estreno del ballet. Además, este inconformismo nos pone en alerta frente un fenómeno no exclusivo, pero sí muy característico, de la modernidad musical: los rápidos cambios en los diferentes entornos estilísticos hacen que los creadores transiten por diversos y variados contextos creativos.
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