Volvamos precisamente a la Viena de Freud, del arquitecto Gropius, del pintor Kokoschka, del filósofo Wittgenstein y, por supuesto, de Arnold Schoenberg, cuya música se halla plenamente en el contexto posromántico de Mahler o Strauss, culminando un periodo personal con la fusión de la herencia de Brahms y de lo wagneriano. Su escritura se basa ya en este periodo en el uso de una característica variación constantemente desarrollada, como en el caso de su Cuarteto de cuerda n.º 1 (1905) o la Sinfonía de Cámara (1907), constituida en un movimiento único e ininterrumpido, ambas coetáneas a Elektra y Salomé de Strauss. A partir de aquí, el estilo de Schoenberg caminará hacia la atonalidad, en un proceso de acelerada experimentación, pasando a lo que en años posteriores el compositor denominará «la emancipación de la disonancia», esto es, la utilización con naturalidad de notas extrañas y lejanas al centro tonal, que en último término suponían para el propio Schoenberg «las más distantes consonancias». De esta forma, solamente en 1909 compone El libro de los jardines colgantes , Erwartung ( La espera ) o la tercera de las composiciones para piano de su Op. 11 , la primera obra sin armadura de clave, esto es, sin ninguna indicación al principio de la partitura de qué notas alteradas forman el tono de la obra. Cualquier apelación a un tema melódico aparece sustituida por una suerte de correspondencias basadas en una célula o grupo de sonidos ordenado en torno a determinados intervalos de altura, es decir, distancias entre distintas notas que terminan por convertirse en factores seminales y, a su vez, estructurales. Por ejemplo, en «Nacht» («La noche»), de su Pierrot Lunaire (1912), la célula que da coherencia a todo el pasaje se compone de tres notas con saltos de terceras. «Con una obra de arte pasa lo mismo que lo que con cualquier organismo perfecto. Es tan homogéneo en su constitución que revela en cada detalle su esencia más verdadera e íntima», afirmó el propio autor. Esta idea tendrá fuertes implicaciones para el futuro desarrollo de la música.
Schoenberg había iniciado así su periplo por la atonalidad, o por la «pantonalidad», como él prefería denominarla, en su anhelo por trascender más allá de una simple tonalidad. Pero no se trataba puramente de una cuestión de producción musical. En la más pura tradición decimonónica, Schoenberg fue también un prolífico escritor, recuérdese el ya mencionado Tratado de armonía , dedicado a la memoria del «santo Mahler», así como docente de diversos alumnos, entre ellos importantes compositores como el alemán Hanns Eisler o el español Robert Gerhard. Pero la relación que estableció con los también vieneses Anton Webern (1883-1945) y Alban Berg (1885-1935) fue más allá de la simple relación alumno-profesor, creándose un núcleo generador de ideas de especial trascendencia para el devenir de la música. Su estrecha asociación llegó a denominarse como Segunda Escuela de Viena, para distinguirla de una más bien historiográfica primera escuela formada por Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert.
Una de las características de este fértil núcleo durante estos años previos al inicio de la Primera Guerra Mundial fue la tendencia hacia la miniaturización de la producción compositiva tanto en cuestión de dimensiones, caso del cuarto movimiento de las Cinco piezas orquestales, op. 10 (1913) de Webern, articulado únicamente en seis compases, como en el uso de los recursos instrumentales. Esta música de tipo aforístico, pero donde a la par brota una enorme riqueza de elementos sonoros fragmentados, desemboca en una saturación de recursos, donde cada instrumento desarrolla abundantes detalles de técnica y color, como el trémolo, el uso de la sordina, diferentes tipos de articulaciones y de dinámicas. Algunos de sus paradigmas son las Seis bagatelas para cuarteto de cuerda, op. 16 (1913) de Webern, o las Cinco piezas orquestales, op. 16 (1909) de Schoenberg. Esta última ofrece en su tercer movimiento una disposición que el autor denominó Klangfarbenmelodie , melodía de colores o melodía de timbres, donde las notas del acorde permanecen casi inalterables, cambiando sólo los instrumentos que las interpretan, haciendo que la música no se mueva por elementos interválicos o melódicos, sino por el cambio de color que se produce al variar sucesivamente la instrumentación del acorde.
Tales medios hacen emerger en el discurso musical una expresividad muy particular de la segunda escuela vienesa de este instante, poniéndola en relación con el movimiento plástico expresionista coetáneo en un análogo recorrido de quiebre con la herencia de las normas artísticas heredadas y en la búsqueda de una expresión subjetiva y exploradora del interior del individuo. Es célebre el intercambio de ideas entre el pintor Vasili Kandinski (1866-1944) y Schoenberg, habiéndose adentrado este a su vez en actividades pictóricas. La ruptura con lo figurativo de los pintores expresionistas parecía tener su correlato en el quebranto de la tonalidad. De ahí que la denominación «periodo expresionista» haya sido utilizada para referirse a la música de estos creadores durante esta etapa. Algunos elementos estilísticos resultan especialmente significativos, como el Sprechgesang o «canto hablado», que Schoenberg utiliza en su ya mencionado Pierrot Lunaire , donde las notas indicadas deben cantarse e inmediatamente cambiar a expresión hablada. Esta técnica que combina lo declamado y lo entonado ya había sido explorada sumariamente por Engelbert Humperdinck (1854-1921), discípulo de Wagner.
Cerremos este apartado con una pincelada sobre la recepción de esta nueva música. «Sólo el tiempo podrá mostrarnos si nuestro sentido armónico piensa demasiado despacio, o si el sentido armónico de Schoenberg piensa un poco más rápido que el resto del mundo». Este era el juicio con el cual se cerraba la crítica de Ernest Newman aparecida en Birmingham Daily Post en 1914 a propósito de las Cinco piezas orquestales de Schoenberg. Era evidente que afrontar lo nuevo no era privativo del ambiente vienés y retaba a la Europa de las primeras décadas del siglo XX. Sin embargo, tampoco se trataba de la única vía exploratoria.
Los errores armónicos son los más tolerables
Simultáneamente a la Viena de Mahler, Strauss o Schoenberg, París había llegado a convertirse en una piedra miliar de la geografía cultural de la época, lugar en donde el arte moderno se consolidaba al calor de los pintores posimpresionistas o de los poetas simbolistas. Paralelamente, surgían instituciones musicales como la Société Nationale de Musique, que buscaban incidir en el desarrollo de un lenguaje musical propio y liberado entre otros del omnipresente influjo de lo wagneriano, sombra habitual en el debate cultural de la época. Cabe decir que, como en el caso del mencionado Tonkünstlerverein vienés, esta sociedad también vivió tensiones internas, deserciones y disputas debido a los distintos criterios de sus miembros. Mientras en el entorno germano la desintegración del sistema musical tradicional se debía a procesos internos en donde el mismo lenguaje de la música era erosionado al ser sometido a procesos de tensión interna, la música francesa también evolucionaba, pero más ligada a lo que sería la apropiación de elementos externos. El que quizá pase por ser la figura clave del París del cambio de siglo, Claude Debussy (1862-1918), puede ser un ejemplo paradigmático de ello.
Por un lado, se hallaría la alusión a la distancia temporal en referencias a la música medieval, véanse los compases iniciales de su preludio para piano La catedral sumergida (1910). El uso de escalas características, llamadas modos, y el habitual perfil ondulado de la melodía del compositor francés se explicarían también en su mirada histórica al canto gregoriano. La primera de las Trois Chansons de Charles d’Orléans (1898) es una buena muestra de ambos principios. No se debe olvidar que en 1894 se fundaba en París la Schola Cantorum, institución que buscaba profundizar en el estudio de temas histórico-musicales, lejos de la parca formación que el conservatorio parisino ofrecía en dicho campo. El renovado interés por la música medieval y renacentista era algo palpable en muchos ambientes, superándose la idea que se había tenido hasta la fecha, que calificaba todo lo compuesto en ambos periodos como puro atraso, cuando no barbarie, respecto del ideal clásico. Así, no resulta extraño que una de las aficiones del eterno personaje de Arthur Conan Doyle, el detective Sherlock Holmes, fuese la música de la Edad Media. En su relato corto «Los planos del Bruce-Partington», de 1908, se nos cuenta que el investigador, una vez resuelto el caso, finaliza su estudio sobre los motetes del compositor renacentista Orlando de Lasso (1532-1594). Durante su estancia en Roma, Debussy comentaba, después de haber escuchado una misa de este autor interpretada con otra de Palestrina, que era la única música religiosa que admitía, y no la de sus predecesores, entre ellos, Charles Gounod (1818-1893), que se le antojaban «productos de un misticismo histérico» con efecto de «farsa siniestra».
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