Francisco Rodríguez Criado - Raros

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Raros supone el libro B de la Historia del siglo XX. Por él desfilan individuos marginales, extravagantes o alienados que se escapan de la uniformidad imperante. El personaje-narrador, un hombre innominado cuya biografía no cuenta con más méritos que el de dilapidar sin prisas pero sin pausa una herencia familiar, encuentra en estos hombres y mujeres un espejo en el que mirarse y una lección de vida (no siempre positiva).
Un hombre innominado, cuya biografía no cuenta con más méritos que el de dilapidar sin prisas pero sin pausa una herencia familiar, sopesa escribir Raros, un ensayo sobre individuos marginales, extravagantes o alienados que se escapan de la uniformidad imperante. Estos individuos, en su mayoría desconocidos, han escrito con sus vidas el libro B de la Historia del siglo XX. Un editor, fascinado por este proyecto anti-hagiográfico, le anima a escribirlo, pero el hombre tiene dudas: si hace realidad el único sueño de su vida, dar a conocer sus raros, ¿qué le quedará luego?
Raros avanza por dos carriles. En uno de ellos conocemos a esos seres enigmáticos que se han ganado el adjetivo de raros; en el otro accedemos -guiños metaliterarios incluidos- a la circunstancia actual de un hombre en crisis perpetua y también al proceso creativo del proyecto que puede darle sentido a su vida.

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Eran hombres de paz en un mundo en descomposición y estaban embarcados en una misión tan noble como necesaria: recuperar las obras de arte que los nazis habían robado en los primeros años de la contienda, cuando se creían invencibles y todopoderosos. No eran ni lo uno ni lo otro, como quedó demostrado. Sin embargo, un año antes del final de la guerra los nazis seguían teniendo en su poder más de cinco millones de objetos artísticos incautados en museos y catedrales europeos o en colecciones privadas (las de Rothschild, Selgimann y Wildenstein, por citar algunas).

Aquí es donde entra en escena la sección de Monumentos, Bellas Artes y Archivos, nombre suntuoso que por comodidad iba a quedar recortado a “la Sección Monumentos” o incluso “Monumentos”, a secas. El grupo, en funcionamiento hasta 1951, estaba compuesto por más de trescientos hombres y mujeres de trece países, y en sus filas, militares aparte, había historiadores, directores de museos, profesores, etcétera. Son The Monuments Men, y su historia constituye una de las menos conocidas de la muy estudiada Segunda Guerra Mundial.

El libro antes citado fue el que me puso tras la pista de estos guerreros del arte, así nombrados ya desde la cubierta. Robert M. Edsel es un exitoso empresario petrolífero estadounidense que en 1996, una vez instalado en Florencia, decide compatibilizar sus negocios con la escritura de libros de divulgación histórica-artística.

Publicado originalmente en 2009, The Monuments Men estudia los hechos sucedidos entre junio de 1944 y mayo de 1945 en algunos países de Europa como Francia, Países Bajos y Alemania.

Son varios los personajes clave de esta sección (el mayor Ronald Edmund Balfour, los capitanes Walker Hancock y Robert Posey, el teniente George Stout, el subteniente James Rorimer, el soldado Harry Ettlinger...), pero hay una mujer que yo destacaría por su trascendencia: Rose Valland, dechado de coraje y abnegación.

Si Tichý era un tipo con aureola de raro enajenado, Valland es a simple vista su reverso: sencilla, aburrida, alguien que si a los ojos de los demás destacaba en algo era en no destacar en nada. Y, sin embargo, ¡qué gran mujer!

Rose era de constitución fuerte, medía uno setenta y dos aproximadamente, vestía de manera insulsa y ajena a las tendencias del momento, tenía los ojos marrones que escondía bajo gafas de montura metálica y llevaba el pelo recogido en un moño, “como una abuela”. ¿Atractiva? No, físicamente era una mujer del montón.

La primera vez que la vio el subteniente James Rorimer, conservador del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (Met) y uno de los Monuments Men más significativos, pensó que tenía el aspecto de una “matrona”. No era pues su físico por lo que acabaría despuntando esta mujer que trabajaba como voluntaria en el Museo del Jeu de Paume, adyacente al Louvre, sino por su determinación a prueba de bombas. Pero Rorimer pensó algo más de ella, algo que la definía como persona. Pensó que nunca se pintaría una línea negra en la parte posterior de la pierna imitando las costuras, como hacían muchas parisinas durante la ocupación nazi. (Era, en definitiva, una mujer rara, fuera de la norma.) A Rorimer le pareció una persona inescrutable, alguien que no dejaba al descubierto sus anhelos más íntimos.

Durante la guerra, Rose se había convertido en la ayudante jefe del Jacques Jaujard, director de los museos nacionales de Francia. Este le contó a Rorimer, cuando todo estaba a punto de terminar, que las obras de arte (veintidós mil, al menos) expoliadas por los nazis en París y alrededores habían sido catalogadas y embaladas en el Jeu de Paume.

–Dentro teníamos un espía.

–¿Quién?

–Rose Valland.

Bien mirado, ¿quién mejor que ella? ¿Quién podría pensar que aquella mosquita muerta sin sex appeal, aquella empedernida rata de biblioteca tendría las agallas suficientes para espiar a los nazis ante sus propias narices? Nadie… nadie que no fuera lo suficiente sagaz como para comprender que tras su inteligente mirada había una mujer valiente, por no decir temeraria.

Los altos mandos de los Monuments Men no sabían qué pensar de Rose. Uno de ellos, McDonell, la había investigado y había llegado a la conclusión de que no tenía información valiosa que ofrecerles. McDonell estaba equivocado, muy equivocado. Seguramente no había una sola persona en el mundo, al margen de ciertos nazis privilegiados, que supiera tanto sobre el paradero de los tesoros artísticos expoliados. Pero por el momento solo había compartido parte de esa información con Jacques Jaujard, el hombre que le había pedido que espiase para él, su mentor, su confidente. La desconfianza de Rose tenía explicación: después de trabajar cuatro años con colaboracionistas, Rose no estaba en condiciones de fiarse de nadie. El mundo era un polvorín y no estaba dispuesta a que algún desalmado prendiera la mecha bajo sus pies. Y los precedentes no eran buenos: en alguna ocasión en que había compartido información valiosa con las autoridades francesas, estas habían tardado hasta dos meses en tomar cartas en el asunto, cuando ya nada se podía hacer. ¿De qué servía entonces tomar tantos riesgos?

Necesitaba contactar con alguien de fuera, alguien trabajador y expeditivo. Alguien como James Rorimer. Ella apreciaba su trabajo y quería transmitirle la información. Poco a poco, sin prisas.

¿Cómo había conseguido Rose Valland pasar inadvertida ante los nazis mientras llevaba a cabo sus arriesgadas operaciones de espionaje? De manera discreta y manteniendo buenas relaciones con todos. Se llevaba muy bien con el doctor Borchers, un historiador que estaba encargado de catalogar las obras saqueadas. Conversaban, se hacían confidencias. Pero no todos eran tan apacibles como Borchers. Bruno Lohse, un alemán corrupto que había ayudado con fervor a que los nazis expoliaran las obras europeas, un hombre pagado de sí mismo que –incomprensiblemente para Rose– gustaba a las mujeres, dio orden de ejecutarla en 1944 tras descubrirla tratando de descifrar unas direcciones en varios sobres certificados. Ella siempre se mantuvo firme ante él, simulando no tener miedo de sus amenazas. Lohse robaba para uso personal, y Rose lo sabía. Ese conocimiento, huelga decirlo, aumentaba el riesgo de que él se deshiciera de ella.

Casi al final de la contienda, todo pareció precipitarse. Los alemanes empezaron a llevarse con urgencia todos los objetos que habían escondido durante años. Pero a Rose no se le escapaba una. Descubrió que los camiones que habían sido cargados con las últimas obras de arte francesas no viajaban a Alemania, como cabría esperar, sino a la estación de trenes de Aubervilliers, en las afueras de París. Sabía incluso el número del convoy. Los malos volvían a toparse con esta aguerrida mujer. Y ni siquiera estaban al tanto de sus gestiones a favor de los aliados, a favor de la conservación de los tesoros artísticos, a favor –en definitiva– de encender la luz del humanismo entre tanta tiniebla. El tren, después de una oportuna huelga, se puso en marcha el 12 de agosto de 1944, pero iba tan cargado que se averió y no pasó de Le Bourget. La Resistencia francesa hizo el resto. Así fue como detuvieron un tren que llevaba ni más ni menos que 148 cajones de obras de arte. No obstante, tuvieron que pasar dos meses antes de que todos los cajones fueran desalojados y devueltos al museo.

Rose Valland aún tenía mucho que ofrecer. A Rorimer le puso en bandeja –en su estilo: poco a poco– nuevas informaciones. Pero le gustaba fomentar la ansiedad en Rorimer. Este le pedía más detalles, pero ella siempre –o casi siempre– le daba la misma respuesta: “Se lo diré cuando llegue el momento”.

En una ocasión, asumiendo que quizá estaba siendo demasiado dura con el bueno de Rorimer (es sabido que aproximar el queso al ratón para retirarlo en el último minuto, una y otra vez, puede provocar la huida del hambriento ratón), compró una botella de champán y le propuso que se la bebieran entre los dos.

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