Germán Díez Barrio - Yo, Teresa

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A Teresa de Cepeda y Ahumada le cambió la vida cuando ingresó en el convento de la Encarnación, de Ávila. La vida en comunidad, una vida sencilla y de oración, fue cimentando sus ideas religiosas y con la ayuda del tratado Tercer abecedario espiritual, de Francisco de Osuna, practicó el recogimiento interior y logró varias veces la unión con Dios.
Se empeñó en acometer la reforma de la Orden del Carmelo para vivir con entrega y rigor la vida religiosa, que se había relajado excesivamente en los conventos. La primera fundación que logró fue el convento de San José, en Ávila. A esta fundación le siguieron dieciséis más. Fue un camino difícil en el que tuvo que enfrentarse a muchos obstáculos, pedir ayuda a personas influyentes e incluso al rey Felipe II, que la favoreció en su reforma, además de conseguir suficiente dinero para iniciar cada una de las fundaciones que inauguró.
Además de la vida tan activa que desarrolló a pesar de su mala salud, en Yo, Teresa queda reflejada su dedicación literaria. Escribió por consejo de sus conocidos y confesores. El libro está narrado, a modo de autobiografía, con naturalidad y espontaneidad, en un castellano coloquial propio del siglo XVI, un estilo dinámico y próximo al lector. Santa Teresa escribió robando horas al tiempo, dada su profunda ocupación religiosa, y nos dejó constancia de su vida, su doctrina y experiencias místicas en sus escritos.

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Cuando empecé a caer en la cuenta de la pérdida tan grande que había tenido, comencé a entristecerme sobremanera. Entonces me arrodillé delante de una imagen de la Santísima Virgen y le rogué con muchas lágrimas que me aceptara como hija suya y que quisiera ser Ella mi madre en adelante. Y lo ha hecho maravillosamente bien.

Como todas las jóvenes, también yo me sentía atraída por un chico, en este caso un primo al que tenía especial cariño y muchas ganas de estar siempre con él.

—Salvador, ayer no viniste al sitio acordado.

—Yo siento mucho, mi progenitor me entretuvo en unas clases de esgrima. No me gusta la espada, pero él se empeña en que me ejercite para ser un caballero… ¡Qué va a ser de un caballero sin saber manejar la espada con destreza!

—Te estuve esperando…

Él me interrumpió:

—No fue culpa mía.

—Cada vez tengo más deseo de hablar contigo, de contarte lo que me pasa…

—A mí me ocurre igual.

—… de decirte lo que me apasiona.

—Teresa, no quiero separarme de ti.

—¿Qué pasa por tu cabeza?

La sinceridad de mi primo me llenaba de satisfacción. Los encuentros con él me alegraban el día. Éramos muy felices y nos queríamos como dos adolescentes.

Sin embargo, la felicidad nunca es completa. Mi padre, que no tenía tiempo de preocuparse por sus hijos, sus doce hijos de los dos matrimonios, me refiero a vigilarnos día y noche, se enteró por algún comentario de algún amigo o vecino de que mi primo y yo nos veíamos muy a menudo.

Se lo comenté a mi primo:

—Salvador, ha llegado a oídos de mi padre que tú y yo nos vemos a escondidas y no tan a escondidas.

—¿Qué malo tiene eso?

—Para mí solo tiene satisfacciones.

—¿Entonces?

—Pues… que un chico y una chica… si se ven muchas veces a escondidas… los mayores piensan que…

—¿Y qué?

—Que mi padre está dispuesto a cortarlo por lo sano si antes tú y yo no…

—No lo entiendo.

—Él dice que una mujer de mi categoría no debe tontear con los chicos…

—¿Qué es eso de tontear?

DOS

Fuera del convento era consciente de que el mundo me ofrecía otras alternativas, la relación con los jóvenes, entre ellos mi primo Salvador al que seguía queriendo, las celebraciones, las amigas…

Se le atravesó a mi querido padre mi cercanía con mi primo, y en la primavera de 1531 decidió internarme como pupila en el colegio de Santa María de Gracia, de mi ciudad, regido por monjas agustinas. Aunque inicialmente todas estaban pendientes de mí, era novata y de familia bien considerada, pronto las atenciones se fueron diluyendo, hasta que me encontré a mí misma, interna en un colegio de monjas, impuesto por mi padre.

Allí una religiosa, sor Concepción, con la que hice buenas migas, me inició en la vida de oración.

—Sé que acabáis de cumplir 16 años… —pretendió animarme con su cercanía.

—El día 28 de marzo.

—Y que desearíais una vida diferente a la que lleváis en este convento, sin embargo pensad que lo ha querido Dios…

No la dejé seguir:

—Lo ha querido mi padre.

—Pero por vuestro bien. No os debéis atormentar y pensad que con la gracia de Dios vuestros deseos y aspiraciones se alcanzarán.

—Ojalá sea así.

—Ahora, rezad conmigo.

Mentiría si dijera que en el convento de las hermanas agustinas ya no me acordaba de mi primo Salvador, con el que tantos momentos de felicidad había compartido. Sin embargo, con el paso de los días, con los rezos y las dedicaciones, fui poco a poco dejándole de echar de menos hasta el punto de considerar que me encontraba muy a gusto entre mis monjas agustinas. Dios sabe cómo se produjo el cambio de mi rechazo inicial a la aceptación de la vida religiosa en comunidad.

Bien creo que el contacto con las monjas, cada vez más familiar, me ayudó a integrarme en una vida religiosa que día a día se me antojaba más cercana a mi realidad, más próxima a lo que yo estaba buscando.

Sin embargo, mi entrega religiosa duró un tiempo relativo y en otoño de 1532 me vi forzada a volver a la casa de mi padre por culpa de una grave enfermedad, que me tuvo convaleciente hasta la primavera de 1533. ¡Qué largo se me hizo el tiempo! Eso de no poder salir de casa y ver siempre a los mismos, lo llevaba muy mal.

Una vez curada, me llevaron al lado de mi hermana María y su marido Martín de Guzmán y Barrientos, que vivían en Castellanos de la Cañada, en una casa de labranza. María era mi hermana mayor y me cuidó como una madre.

Fuera del convento era consciente de que el mundo me ofrecía otras alternativas, la relación con los jóvenes, entre ellos mi primo Salvador al que seguía queriendo, las celebraciones, las amigas… Sin embargo pareció que todo se ponía en contra mía, la vida y la familia: mi hermano Rodrigo, con quien tantos ratos había pasado y tantas vivencias nos habían sorprendido, decidió partir a América, ¡con lo lejos que está!, le dije.

—Ávila se me queda pequeña, hermana mía, la vida aquí empieza a ser pura monotonía… Voy en busca del nuevo mundo, de una vida diferente…

—Hermano, ¿y no hay un pequeño hueco siquiera en nuestra ciudad?

—Seguramente, pero no es el más indicado para lo que yo aspiro.

—¿Y a qué aspiras?

—A hacer algo grande, a convertirme en un hombre rico, a… conocer…

—Te echaré mucho de menos.

—Y yo a ti, hermanita.

—¿Me escribirás cartas contándome lo que te ocurre en el nuevo mundo?

—Por supuesto, otra cosa es que lleguen a tus manos.

—Aunque lleguen tarde, las recibiré con mucho gusto.

—Eres mi hermana preferida.

—Te tendré muy presente en mis oraciones.

—El Señor nos protegerá a todos.

—Yo rezaré para que te proteja a ti, Rodrigo.

—Gracias, hermana.

—Mantente siempre vigilante.

Pasado un tiempo mi hermana María, a quien yo consideraba muy cercana y con la que me entendía a las mil maravillas, un día me comunicó que se iba a casar, me dejó con la boca abierta. ¿Qué mosca la había picado? Me acuerdo perfectamente la conversación que mantuvimos.

—¿Con quién? —le pregunté sorprendida.

—Con Martín de Guzmán y Barrientos.

—¡Ah, con el hijo de Antón…! Pues me parece bien. ¿Le quieres?

—Por supuesto —me dijo ella no muy convencida, o al menos eso entendí yo.

—¿Y a qué viene tanta prisa? Que yo sepa sois poco más que conocidos.

—Ha hablado nuestro padre con su padre… y se han puesto de acuerdo.

—¿Y Martín?

—Él desea tener una mujer y formar una familia. Dice que la situación ideal del hombre es vivir en familia y yo le he dicho que sí, que doy mi aprobación. Al principio viviremos en una casa de labranza

—Vaya.

—Ya tengo edad para tener familia.

—Claro.

—Parece que no te alegras, Teresa.

—¡Cómo no me voy a alegrar! Lo que pasa es que me ha cogido desprevenida.

—Ah, bueno.

—Me parece muy bien, hermana, y te felicito por ello. Que seas muy feliz y me des sobrinos.

Por aquel entonces ya me había quedado sin mi hermano Rodrigo que había partido para las Américas, sin mi hermana María, que había decidido casarse, así que acudí en busca de consuelo a mi íntima amiga María Eugenia Saavedra.

Me recibió con cierta sorpresa. Lo noté en su tono de voz al saludarme:

—¿Qué te trae por aquí?

—Ya ves, he venido a saludarte y a hablar un poco contigo. Como hace que no nos vemos…

—Siéntate, mujer. Pues si tardas un poco más, me encuentras en el convento de la Encarnación.

—¿Pero…?

—He solicitado el ingreso.

—Me dejas fría como una piedra.

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