Era muy impulsiva y todas las aventuras me atraían y quería experimentarlas. Fruto de estas imaginaciones mías, fue el intento de huir de mi casa a tierras de infieles buscando el martirio. Transmití a mi hermano Rodrigo la inquietud.
Un día le pregunté:
—Rodrigo, ¿vienes conmigo a tierra de moros?
—¿Para qué quieres ir?
—Para… convertirnos en mártires. ¿Pero no sabes lo que es ser mártir?
La ingenuidad de mi hermano le desbordó:
—¿Y eso qué es?
—Mártires por el cristianismo.
—¿Cómo?
—Verás, Rodrigo, así seremos mártires tú y yo por el cristianismo, ¿te imaginas?
—Ah, bueno.
Cogí un hatillo (con pan y chorizo de la cocina), agarré de la mano a mi querido hermano y nos dispusimos a abandonar la ciudad.
A pesar de nuestra buena voluntad, la ilusión (más la mía) duró poco tiempo pues un tío nuestro nos descubrió cerca de las murallas. Habíamos intentado alejarnos de Ávila pasando desapercibidos.
—¿Qué hacéis aquí, Teresa? —se extrañó al verme el hatillo acusador.
—Pues… nada.
—Ah, nada, ¿Cómo que nada? ¿Lo saben vuestros padres?
—Bueno…, yo…, hemos venido…
—Vamos, delante de mí, todo seguido hasta vuestra casa. Estarán preocupados vuestros padres, en el momento que os echen en falta… ¿A quién se le ocurre estar tan lejos de casa? ¿Pero sabéis lo alejados que estáis?
—Si solo son unos cuantos… metros.
—Venga, delante de mí.
—Pero, tío Ángel, si no hacemos nada malo. Es un simple paseo que…
—Mejor que lo hagáis en casa.
—Vamos, Rodrigo.
A mi hermano Rodrigo le tenía convencido, aunque era un poco mayor que yo, se dejaba convencer por mi decisión. Ha sido siempre al hermano que más quise. Mi cariño hacia él me salía del alma, era tan bueno…
Me seguía sin rechistar todas mis imaginaciones (vistas desde ahora, que antes me parecían realidades) y así le propuse un día de inspiración, ya que me parecía imposible ir adonde me matasen por Dios:
—Rodrigo, me gustaría ser un ermitaño.
—¿Y eso qué es?
—Pues… pues los que viven en una cabaña.
—Tú eres una mujer y los ermitaños son hombres.
—¿Y qué más da?
—¿Qué comen?
—Lo que… produce el campo: patatas, coles, cebollas, tomates, frutas… ¿Quieres que hagamos una cabaña en nuestro huerto para empezar?
Nos pusimos mano a la obra y en el huerto de casa preparamos una cabaña en la que apenas cabíamos los dos sentados, pero nos sentíamos felices y en un lugar muy nuestro. Los dos allí pegados parecíamos los reyes del mundo.
En una huerta que había en casa, procurábamos como podíamos, hacer ermitas, poniendo unas piedrecitas, que luego se nos caían, y así no hallábamos remedio en nada para nuestro deseo... Hacía (yo) limosna como podía, y podía poco. Procuraba soledad para rezar mis devociones, que eran hartas, en especial el rosario... Gustaba (yo) mucho cuando jugaba con otras niñas, hacer monasterios como que éramos monjas.
Con todos los hermanos tenía un trato muy familiar, sin embargo con Rodrigo era algo diferente. Yo le proponía algo y él no decía nada en contra, asentía moviendo la cabeza.
Ahora bien, creo que mi espíritu aventurero sobrepasó con creces la infancia y la juventud y de mayor me llevó a recorrer incansable los caminos de España para fundar monasterios de la Orden carmelita.
Me dio por leer libros de caballería , que fomentaban mi fantasía, Amadís de Gaula, Las sergas de Esplandián, Palmerín de Oliva … ¿Qué tenían los libros de caballería para gustarme tanto y dejarme llevar por mi ilusión? Digo yo que mucha imaginación y el amor incondicional entre el caballero y su dama. Claro, como eran tan imaginativos, fueron muy criticados por la gente de moral mermada y por algunos intelectuales, que consideraban que mostraban falsedades y excitaban maliciosamente la imaginación, a pesar de que gozaban de gran favor popular. Está visto que lo que entretiene a unos, otros lo desaprueban. También eran increíbles las aventuras extraordinarias de los conquistadores de Indias, con sus hazañas y relatos maravillosos, pero parece ser que no dañaban tanto a la mente según los encargados de opinar y eso que contaban supersticiones inimaginables. En las novelas de caballerías triunfa el amor, hay combates entre caballeros, encantamientos, luchan contra los monstruos, conquistan reinos imaginarios.
Le conté a Rodrigo la historia de una que había leído, Amadís de Gaula , un caballero que protagonizó gran cantidad de aventuras fantásticas para lograr el amor de su hermosa dama Oriana, hasta el punto de rescatarla de su peor enemigo que la tenía prisionera. ¡Qué emoción tan grande! Termina la vida de aventuras con el matrimonio de los protagonistas.
—¡Qué bonito! —me contestó mi hermano.
—¿Te gusta?
—Claro, mucho.
—A mí también.
—Podías leérmelo.
Le avancé mi intención:
—¿Por qué no escribimos un libro los dos juntos?
—¿Tú crees que sabremos? Solo escriben libros las personas mayores.
—Pues claro que sabremos —ante mi hermano Rodrigo nunca debería manifestar mis dudas.
—¿Tan fácil es escribir un libro?
—Lo intentaremos.
—Si tú lo dices…
Aunque pronto nos cansamos, ¡qué difícil es escribir un libro!, sí empezamos entusiasmados:
Un doncel que acompañaba al rey a supervisar sus territorios conoció a una bellísima mujer que se llamaba Malvina…
—¿Y el doncel no tenía nombre? –se interesó mi hermano metido en la historia.
—Claro…, empezamos otra vez.
Había una vez un doncel llamado Lisandro que acompañaba al rey a supervisar sus territorios cuando conoció a una bellísima mujer que se llamaba Malvina. El doncel se enamoró perdidamente de ella. Estaba tan enamorado que le propuso que se casaran en secreto. Buscaron a un cura y en una vieja cabaña se casaron. Pero el territorio del rey fue atacado por uno de sus mayores enemigos, El Monstruo de las Cumbres Lejanas. Acudió Lisandro en ayuda del rey y se colocó en la puerta principal para defender la ciudad…
—¿Y qué pasó con Malvina? —quiso saber Rodrigo, que se había interesado mucho por la protagonista.
—Bueno, eso lo dejamos para otro día.
Al libro que empezamos a escribir y no continuamos, le pusimos de título El doncel de las Murallas .
—Me gusta el título —se alegró Rodrigo.
—Y a mí, también.
¡Qué pronto se murió mi madre! Vamos, nuestra madre. Dejó diez hijos. Yo contaba con 13 años en el año de gracia de 1528, fue una pérdida muy sentida. Dejó en mí un vacío difícil de rellenar. Yo pensé que solo se morían los demás y no mis seres más cercanos. Se puso enferma y cada día peor. Los médicos no pudieron hacer nada por ella, me aseguró mi padre muy dolido, la quería mucho. Me sentía muy sola, sin nadie a quien acudir y contar mis vivencias. ¡Mi madre lo fue todo para mí! ¿Por qué nos dejó tan pronto?, me preguntaba yo sin hallar respuesta. ¡Con los hijos que tenía que cuidar! La veía muy joven, al menos para morir, radiante, activa, con ganas de vivir. Sin embargo, en poco tiempo se fue apagando. Un extraño mal la fue consumiendo, no sé exactamente cuál, lo único que recuerdo es que el médico, amigo de mi padre, le dijo: “Alonso, tienes que hacerte a la idea. Si esto no mejora, que lo dudo, en poco tiempo se te irá. Es ley de vida. Hay enfermedades que no sanan. Y contra esto, nadie puede hacer nada. Vete preparando a la familia”.
Recibimos todos consternados la visita de la parca. ¡Qué tristeza tan profunda me entró! Pedí a Dios que la curara y después a la Virgen que me adoptara como hija suya. Al verme sin la protección de mi madre, que tanto echaba en falta, recurrí a la Virgen María, necesitaba sentirme arropada por ella. Mis hermanos también lamentaron mucho su pérdida y mi padre, que tuvo que ser tratado por el médico porque sufría melancolía. Durante un tiempo, la tristeza se adueñó de todos nosotros.
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