Este tipo de educación en la solidaridad tiene como objetivo el identificarse de forma imaginativa con los detalles de las vidas de quienes se consideran los otros (Rorty, 2001, p. 190). Sin embargo, a pesar de que se pueda urdir una férrea defensa de las garantías de la solidaridad, no es conveniente tomarla como una convicción moral y política que ofrece la última palabra, pues daría igual que si se sostuviera fanáticamente la idea de una naturaleza humana benévola o cruel, o una fundamentación filosófica que explique satisfactoriamente por qué las cosas suceden de la forman en que lo hacen, ya que, en sentido pragmatista, esta radicalización de las posiciones solo serviría para ayudar a tomar consciencia de la identidad moral propia o del lugar que se ocupa en la sociedad. En otras palabras, si desde el punto de vista de la metáfora del acercamiento a un ideal ahistórico, la historia de las distintas convicciones morales y políticas se entendía como la búsqueda de un orden previamente establecido que otorgaba sentido a la sucesión de acontecimientos, la historia leída desde la metáfora de la expansión se entiende como un conjunto de experimentos que han venido teniendo lugar, sin ninguna garantía de que no se repetirán, se perpetuarán o se enfrentarán a la emancipación, dado que las personas no hacen la historia guiadas por un orden suprahistórico o una necesidad metafísica; en términos orwellianos, señala Rorty:
No dice [O´Brien] que la naturaleza del hombre, la del poder, o la de la historia, garantiza que una bota ha de oprimir siempre, sino, más bien, que sencillamente ocurre que ha de hacerlo. Dice que simplemente ocurre eso, que las cosas se muestran de esa manera, y que sencillamente se da que el escenario no puede ser modificado. Una cuestión de hecho, puramente contingente –tan contingente como un cometa o un virus–: tal cosa ha de ser el futuro. (2001, p. 201)
En este sentido, así como a muchas sociedades sencillamente les ha ocurrido que en el poder estén personas capaces de imaginar condiciones de vida con menos dolor y humillación, y con más libertad e igualdad, es completamente posible que dichas sociedades puedan ser dominadas en el futuro por autócratas crueles (o por el colectivismo oligárquico de O´Brien descrito por Orwell). Es en este contexto en el que habrá de entenderse lo que Rorty dice:
La socialización se derrumba permanentemente, y quién logre realizarla es algo que a menudo depende de quién mata primero a quién. El triunfo del colectivismo Oligárquico, si llega a producirse, no se producirá porque los hombres sean esencialmente malos, o no sean en realidad hermanos, o realmente no tengan derechos naturales, tal como el Cristianismo y el liberalismo político no han triunfado (en la medida en que lo han hecho) porque los hombres sean esencialmente buenos, o sean en realidad hermanos, o realmente tengan derechos naturales […] El que se pudiera considerar un grave error el hallar diversión en ver a seres humanos ser despedazados por animales, constituyó una vez una contingencia histórica tan inverosímil como el Colectivismo Oligárquico de O´Brien. Lo que Orwell nos ayuda a ver es que puede haber ocurrido sencillamente que Europa empezase a apreciar los sentimientos de benevolencia y la idea de una humanidad común, y que puede ocurrir sencillamente que el mundo termine por ser dominado por personas que carecen enteramente de sentimientos o de una ética semejantes […] Cómo sean nuestros gobernantes no es algo que vaya a estar determinado por grandes verdades necesarias referentes a la naturaleza humana y a su relación con la verdad y con la justicia, sino por una infinidad de menudos hechos contingentes. (2001, p. 201)
A pesar de esto, la lectura pragmatista de la historia no ha de ser tomada como un paso hacia la desesperanza; por el contrario, es una invitación a considerar la importancia de incentivar la compasión y la solidaridad al recurrir a narraciones –como el relato orwelliano– donde se pone a las personas en situación de imaginar que la crueldad es algo que sencillamente ocurre, pero que, también, sencillamente se puede enfrentar promoviendo mecanismos de sensibilización para la inclusión o el estrechamiento de los espaciamientos sociales (Girado-Sierra, 2019). Además, ha quedado claro hasta aquí que la solidaridad humana, teniendo en cuenta el soporte teórico rortiano, no puede depender del reconocimiento de una esencia humana , con la que, en la consideración de muchas personas, no contarían algunos pseudohumanos , anormales, sobrantes o individuos antígenos. La solidaridad humana, vista desde la perspectiva pragmatista, es un hecho que depende de las distintas formas como las sociedades, en su interior, incentiven la simpatía entre sus miembros, con sus vecinos y con quienes están por fuera de la configuración de su círculo social.
Si bien es cierto que, “en épocas como la de Auschwitz, en las que en la historia se produce un cataclismo, y las instituciones y las normas de conducta tradicionales se desploman, deseamos algo que se encuentre más allá de la historia y de las instituciones” (Rorty, 2001, p. 208), es preciso advertir que una obligación moral fundada en lazos metafísicos-universales es posible contrarrestarla con la tesis según la cual la obligación moral con el otro se deriva de la dinámica de pertenencia e inclusión a un nosotros (Sellars, 1968, p. 222). De hecho, tal fue el caso de familias alemanas que protegieron a sus vecinos judíos al mismo tiempo que ignoraban o no se arriesgaban con judíos que consideraban por fuera de su círculo social. La solidaridad humana como capacidad de asimilar la situación de los demás ha devenido bajo distintos rostros en cada situación histórica, sin embargo, en cualquier caso, ha tenido como punto de partida la fuerza de identificación expresada en un simple “es uno de nosotros” y, así mismo, la disposición a incluir en ese nosotros –gente de nuestra clase– a quienes son considerados como los otros –distintos, anormales, pseudohumanos o extraños– . Así, la solidaridad ha de ser comprendida más como metáfora de la expansión del círculo del nosotros , que como acercamiento a una meta moral o al descubrimiento del deber con la humanidad.
De hecho, dicha fuerza de identificación, en cuanto supuesto de inclusión, no está soportada en ideales universales de justicia o en una comunión con una esencia humana tan determinante como para reconocer solamente a los animales, los vegetales o las máquinas como los otros . En efecto, “lo típico es que la fuerza de ‘nosotros’ es contrastante, en el sentido de que contrasta con un ‘ellos’ que también está constituido por seres humanos: por la especie errónea de seres humanos” (Rorty, 2001, p. 209). En otros términos, es mayor la efectividad de la afectividad en el círculo más cercano del nosotros – en la familia, por ejemplo– que para con aquellas personas ajenas o extrañas. Así, la solidaridad se torna más fuerte con aquellos que comparten la vida cotidiana, ideales, léxico o esperanzas. En esta medida, el nosotros es algo más restringido y más local que la especie humana (Girado-Sierra, 2020); debido a esto, dicho sentimiento no se suscita frente a los demás al aludir que “es un ser humano como yo”, toda vez que dicha alusión constituye “la explicación débil, poco convincente, de una acción generosa” (p. 209).
De lo que se trata, entonces, es de evitar que se anule la imaginación como posibilidad de generar vínculos con personas que no son “de los nuestros”. Sin embargo, la solidaridad así pensada parece débil ante la lectura que ofrece la posición secular del universalismo ético, el cual sostiene, tal como lo ha pensado la tradición kantiana (Kant, 2005, pp. 32-33), que se está obligado moralmente a hacer el bien a alguien no porque se compartan situaciones concretas, contingentes, sino en tanto ser-racional significa hacerse responsable de toda la humanidad –se trata de un acercamiento a la humanidad, lo que supone un alejamiento de los aspectos consuetudinarios de la comunidad local–. En otras palabras, el sentido pragmatista dado a la solidaridad parece frágil o falso debido a que sostiene que esta se basa en una fuerza de identificación que funge como supuesto de inclusión, y le resta importancia al soporte del deber como obligación moral universal. A esto se refiere Rorty cuando afirma:
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