Javier Gómez Molero - El asesino del cordón de seda

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Roma. Año 1492.
Con la elección de Rodrigo Borgia como pontífice, bajo el nombre de Alejandro VI, el valenciano Michelotto es nombrado capitán de la guardia de la ciudad, así como guardaespaldas de los miembros de la familia papal. De costumbre escoltando a César Borgia, hijo de su santidad, Michelotto pondrá en liza su inteligencia y sangre fría, al objeto de resolver los peliagudos asuntos que se irán sucediendo, en unos años en los que la traición por alcanzar el poder está a la orden del día. Controlándolo y envolviéndolo todo, tal como si le distinguiera el don de la ubicuidad, el capitán Michelotto se revestirá de razones y argumentos para proclamar que, en el cumplimiento de las órdenes recibidas, por injustas o despiadadas que sean, está cumpliendo la voluntad de Dios.
El lector que se adentre en las páginas de «El asesino del cordón de seda», más allá de encontrarse con una fiel ambientación de la Roma renacentista, encontrará intriga y misterio, tesoros ocultos, odios eternos, traiciones, venganzas, sobornos, sectas clandestinas, fiestas sensuales, tabernas rijosas, prostitutas ajadas, enamoramientos a primera vista y mujeres aguerridas, dueñas de su destino.
Por medio de un lenguaje tan preciso como exquisito, el autor nos invita a una exploración de las relaciones humanas en sus múltiples facetas y a un recorrido por el día a día de hombres y mujeres con sus crisis existenciales y sus incertidumbres, en permanente lucha con ellos mismos y con el mundo que les ha caído en suerte.

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Alzó los ojos y muy por encima del agujero por donde el sol penetraba vislumbró un cielo rosáceo, que al poco se hacía azul y lo ponía en conexión con la vida. Una vida que en el exterior daba por hecho seguiría como de costumbre, sin que nadie lo echara de menos. Faltaba poco para que hombres y mujeres circularan por las inmediaciones del agujero y quién sabe si no reparaban en él y no les daba por asomar la cabeza.

De sus conjeturas y reflexiones lo sacaron unas toses, que provenientes del exterior se iban haciendo cada vez más cercanas. No iba a dejar pasar aquella oportunidad. Igual no volvía a aparecer nadie hasta dentro de horas o días, o él no se apercibía de ello, o no aparecía nunca. Y haciendo bocina con las manos se puso a gritar, a pedir socorro. Ya se estaba figurando la cara de asombro de quien caminaba próximo a él, su cabeza dando vueltas y viendo de localizar la procedencia de las voces. O lo mismo no, lo mismo se agobiaba, salía a todo correr y desaparecía de por vida.

Por encima de su posición le llegó el eco de unas pisadas, que al cabo de unos instantes se detuvieron, y a las pisadas vinieron a reemplazar la cabeza de un hombre y su voz, que se abría paso a través del agujero:

—¿Quién está ahí?

—Me he caído en este agujero. Ayudadme. Os lo ruego por Dios Padre Todopoderoso.

—No perdáis la calma. Voy en busca de ayuda. Enseguida estoy de vuelta.

—Yo os diré cómo podéis ayudarme, buen hombre. Mejor vais a Campo dei Fiori y allí, a la derecha del abrevadero, veréis un carro con un mulo. Es un mulo bayo de los que se ven pocos por Roma, y el carro está medio despintado. Es mío, me sirve para acarrear fruta del campo. Traedlo aquí. En su interior hay una cuerda lo bastante larga y resistente como para llegar abajo y aguantar mi peso. Os recompensaré.

—No hay recompensa más valiosa que el amor de Nuestro Señor Jesucristo y hacer el bien.

No más haber dejado de oír la voz del hombre que se había brindado a socorrerlo, una sombra cruzó por delante de sus ojos y lo puso en guardia. Había sido un estúpido con dejarse embaucar, quién sabe si no regresaba y se quedaba con el carro y el mulo, siempre y cuando continuase amarrado a una de las argollas del abrevadero. Una actitud tan altruista no se ajustaba a la idea que se había forjado sobre el ser humano. Su filosofía de vida se apoyaba en dos premisas: nadie hace nada por nadie; y primero yo, luego yo, y después yo. Y empezó a hervirle la sangre por haber confiado en un individuo al que no conocía de nada, aunque, bien mirado, ¿qué otra cosa podía hacer?

Se cruzó de brazos, corrió los párpados y se dispuso a esperar. Semanas atrás, en el evangelio de la misa a la que asistió en la iglesia de San Clemente, había quedado impresionado por una parábola que narraba la historia de un samaritano que se encontró en el camino a un hombre medio muerto, a quien habían asaltado unos bandidos. El samaritano se acercó a él, derramó en sus heridas aceite y vino y las vendó, y montándolo luego en su cabalgadura lo trasladó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó de su bolsa unos denarios y se los entregó al posadero con el ruego de que mirara por él y le prometió que, si gastaba más, a su vuelta se lo reintegraría.

Quién no le decía que el hombre que se había prestado a socorrerlo no era como el buen samaritano de la parábola y regresaba y lo sacaba del agujero. Y hasta que regresaba, se puso a discurrir la manera de auparse a las alturas con el menor coste posible. De todas maneras, entre el porrazo que aún lo tenía aturdido, la fatiga por tanto reptar y la pierna que seguía más muerta que viva, el ascenso no iba a resultarle tarea fácil. Aunque, bien pensado, si desde arriba se actuaba de la forma que se estaba figurando, él apenas tendría que esforzarse, solo cuidar de que el nudo con el que iba a asegurar la cuerda a la altura de la cintura estuviera lo suficiente apretado como para no soltarse y no tanto como para dejarle sin aire. Ignoraba la edad del hombre al que aguardaba, si bien de resultas de su voz aseguraría que se trataba de una persona madura. Tampoco se hacía una idea de su físico, de si era alto o bajo, fuerte o débil. Fuera como fuese, tal detalle lo apreciaba irrelevante, tampoco se vería obligado a sudar en demasía, por cuanto su trabajo iba a consistir en desenganchar el mulo del carro y atar la cuerda al gancho del tiro. Era una operación tan simple, que hasta un niño podría realizarla.

El tiempo iba pasando, del buen samaritano no había ni rastro y por vez primera le invadió una sensación de claustrofobia, que provocó que la respiración se avivase, el rostro se congestionase y el sudor corriese por el cuello, el pecho y la espalda. Y para echar más leña al fuego le dio por maliciarse que el buen samaritano estaría muerto de la risa, tomándose unos vasos de vino a su salud, bosquejando en qué se fundiría los ducados que iba a sacar por la venta del carro y el mulo. Pero lo que más encanallado lo tenía era que, si gracias a la intervención de otro transeúnte acababa fuera del agujero, no iba a poder darse el gusto de ajustarle las cuentas a aquel aprovechado que se había burlado de él. Y esa reflexión acabó por hundirlo del todo y convencerlo de que, si en un plazo más o menos aceptable no aparecía, se pondría a gritar de nuevo.

Por nada de esto tendría que haber pasado si, después de haberse desahogado en la taberna, se hubiese ido a dormir al carro y a la mañana siguiente, abiertas ya las puertas de la muralla, lo hubiese arreado a su casa en el campo. Pero con excedente de vino en el cuerpo le daba invariablemente por lo mismo, por patearse media Roma a la luz de la luna y aguardar a que el aire fresco de la noche le apagara la borrachera. Y juró por todos los Santos que, si salía de esta y recuperaba el mulo y el carro, renunciaría al vino y se daría por satisfecho con zumo de frutas y agua.

5

Roma, 18 de agosto del año del Señor de 1492

Miguel Corella, quien sirve como guardaespaldas al obispo César Borgia, es llamado al Vaticano por Rodrigo Borgia, padre de César y nuevo pontífice con el nombre de Alejandro VI

Había entrado en Roma por Porta Angelica, luego de haber cabalgado desde Spoletto y cubierto las veinticinco leguas que enlazaban las dos ciudades en poco más de cinco horas, para lo que había dispuesto de dos caballos, el que montó a la salida, de origen bereber, negro zaino y bragado, y el que llevaba de reata, un semental español, alazano y careto, de abundante hueso y alzada pronunciada. Cuando a la altura de Terni advirtió que a su primera montura empezaba a faltarle el resuello y estaba a pique de reventar, se deshizo de ella y sin perder un minuto se pasó a la segunda, que cubrió el tramo restante.

Si al partir camino de Roma estaba destacado en aquella ciudad de Umbría en la que no se le había perdido nada y que Cicerón había calificado de colonia latina in primis firma et illustris , no era fruto del azar, sino porque así lo había ordenado el obispo de Pamplona César Borgia, a quien servía como guardaespaldas, desde que dos años atrás su ilustrísima se hubo instalado en Pisa con el empeño de cursar los estudios de Teología. Aunque en honor a la verdad, tenía que reconocer que el jovencísimo prelado no había hecho sino acatar la voluntad de su padre, el nuevo pontífice, quien, para evitar habladurías, le había recomendado encarecidamente se abstuviese de asistir a su coronación en Roma y se desviase a Spoletto en unión de su séquito.

Con la carta para su hijo en la que le prohibía su presencia en Roma había llegado otra para él, igualmente cerrada con lacre y con el sello del anillo papal, en la que su santidad le pedía, por supuesto encarecidamente, que a la mayor urgencia hiciese acto de presencia en las dependencias del Vaticano, donde, una vez recibiese instrucciones del maestro de ceremonias Johann Burchard, pasaría a la sala de audiencias para mantener con él una entrevista privada.

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