Alessandra diseñó una mueca de desconcierto, que hizo especular a Ángelo que lo que le había revelado no entraba en sus cálculos. Los cardenales, en paños menores, corriendo de madrugada por la capilla del Vaticano a la caza de canonjías a cambio de su voto resultaba de lo más cómico, pero era una realidad que no admitía discusión.
—Y lo más admirable de esta historia es que a la larga Inocencio VIII no cumplió ninguna de sus promesas —remachó Ángelo, crecido por el impacto que sus palabras estaban suscitando en Alessandra—. Sea como sea, en los tiempos actuales no sería concebible un poder exclusivamente espiritual del papa. Si se pretende estar en igualdad de condiciones con los demás Estados de Italia y de la cristiandad, ha de verse refrendado por otro económico y militar.
—Si os pusieran una daga al cuello y os vieseis obligados a dar el nombre del cardenal que a vuestro juicio va a ocupar la vacante de Inocencio VIII, ¿por quién os inclinaríais? —Alessandra pasó un trozo de pastel de carne a Ángelo y al constatar cómo al roce de su mano la piel del banquero se erizaba, amagó una sonrisa con ribetes de picardía.
—Difícil me lo ponéis, madonna , pero haré un esfuerzo por complaceros —Ángelo le cogió la mano y sus dedos acariciaron los de ella—. La situación ha cambiado en el Vaticano, hasta no hace mucho eran las espadas de quienes apoyaban a uno u otro candidato las que decidían el nombramiento. Hoy por hoy gozan de más influencia el soborno y el oro.
—Si no he comprendido mal, estáis dando a entender que saldrá elegido pontífice aquel que más riquezas posea. No deseo que me malinterpretéis ni os sintáis ofendido por ello, pero me parece un planteamiento de lo más simplista —lo último que a Alessandra le convenía era menospreciar a su banquero, de ahí que se cuidara de quitar hierro a sus palabras, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Mi querida Alessandra, he de reconoceros el mérito de ir siempre un paso por delante de mí. Os asiste toda la razón. El candidato ha de hacer acopio de unos dones con los que poner a la Santa Sede donde le corresponde y recobrar la imagen de la Iglesia que Inocencio VIII echó por tierra. Ha de ser una persona de recio carácter, que gobierne el Estado Pontificio con mano dura y no se deje amilanar por nadie, la antítesis del anterior papa, una marioneta en manos del cardenal Della Rovere, quien, en vista de que le había sido imposible que lo eligieran a él, intrigó más que ningún otro para secundar el ascenso al trono de Pedro de aquel hombre sin personalidad y se creyó luego en el derecho de gobernar en su nombre.
—Supongo que vuestro candidato ha de estar adornado de una formación y cultura envidiables para lidiar con los cardenales, con los jefes de Estado italianos y de fuera de Italia, o con los embajadores de los cuerpos diplomáticos destacados en el Vaticano —interrumpió Alessandra, quien a medida que iba progresando la conversación se notaba más a gusto. Si hubiera nacido hombre…
—Mi querida amiga, tal y como gustan de decir los franceses, il va de soi , se presupone. Y así debiera ser. Pero ha habido de todo. A Calixto III, representante de Cristo en la tierra entre los años 1455 y 1458, como quiera que por vez primera contemplase el ingente número de volúmenes que integraban la Biblioteca Vaticana, no se le pasó por su augusta cabeza, sino comentar que la Iglesia bien podía haberse gastado el dinero en algo de más provecho. Y no porque no fuera un hombre culto, que lo era y en grado sumo.
—Y del último papa, ¿qué opináis? ¿Suscribís el parecer de vuestro amigo Johann Burchard? ¿Ha sido tan nefasto como os ha confesado? —Alessandra le medió de Lacryma Christi la copa, que estaba en las últimas, y le dio a probar un dulce relleno de miel, que ella hallaba particularmente delicioso.
—Mi impresión no obedece a un capricho ni es la secuela de una inquina personal, sino que nace de la reflexión a raíz de unos hechos de sobra probados y condenados por cualquier persona de principios. Inocencio VIII, por encima de desentenderse de los asuntos de gobierno, ideó cargos en el seno de la Iglesia con el ánimo de cobrar elevadas sumas de los que optaban a ellos, incrementó el número de otros ya existentes y tal que un mercader sacó a la venta bulas y perdones. Y a su hijo Franceschetto no hubo capricho que no le consintiera. Las multas que los fieles hacían efectivas por los delitos que cometían, y que estuvieran por encima de los ciento cincuenta ducados, Franceschetto se las quedaba en su integridad, y solo las de menor cuantía iban a engrosar el Tesoro papal, salvo un montante concreto de las mismas, que acababa en la bolsa del vicecanciller. Y a un cardenal, que en una partida de cartas le había ganado al impresentable Franceschetto cuarenta mil ducados, le obligó a devolvérselos con la pueril excusa de que había hecho trampas.
—Se ve que vuestro amigo os tiene informado al dedillo de cuanto acontece en la Curia Apostólica. Pero no habéis contestado a mi pregunta inicial. ¿A quién votaríais vos? —Alessandra lanzó sus ojos a los de Ángelo y los fijó con más intensidad cuando el banquero carraspeó y comenzó a hablar.
—Sin duda alguna al español Rodrigo Borgia, para mí el más capacitado para revertir el statu quo . Dueño de un temperamento arrollador, es astuto, flexible, hábil negociador, no se deja influenciar por nadie y, como el más sibilino de los diplomáticos, domina el arte de esconder sus intereses y sacar a la luz los ajenos. Y como quiera que comenzara en calidad de cardenal y vicecanciller con su tío Sixto III hace la friolera de treinta y seis años, cuando era un jovenzuelo imberbe, lo avala una larguísima experiencia.
—De no haber sido por su tío, el también español Sixto III, puede que Rodrigo Borgia no hubiera llegado tan alto. ¿No opináis lo mismo? —Alessandra no tenía nada contra el cardenal español, anhelaba en cambio poner a prueba la capacidad de argumentación de Ángelo. Debatir para ella era lo más similar a una partida de ajedrez o un duelo a esgrima. Le apasionaba la confrontación, la dialéctica. La destreza para salir airoso de una discusión era un mérito que admiraba sobremanera en un hombre, después de, por descontado, una bolsa bien repleta.
—Únicamente Dios lo sabe. De lo que sí sé que estoy del todo convencido es de que, si no lo ornasen ciertas prendas, no habría estado tanto tiempo en primera línea de fuego. Me parece de lo más revelador que, a la muerte de su tío, y cuando se persiguió y masacró a los españoles que se habían favorecido en tanto duró su mandato, a él se le respetara y se le dejara en paz. Si todo lo anterior lo sazonamos con que es rico hasta la exageración y ha cumplido los sesenta, la edad de la plenitud, me reafirmo en que resulta el candidato ideal.
—No habéis hecho mención a la fama de inmoral y corrupto que le precede. Le fascinan las piedras preciosas, los vestidos bordados en oro, la plata y las perlas en las gualdrapas de sus monturas, y si ha llegado a ser inmensamente rico ha sido porque ha acumulado un sinfín de cargos eclesiásticos que conllevan sustanciosas rentas y porque solo su cargo de vicecanciller le deja al año ocho mil ducados —a Alessandra le alentó el convencimiento de que con tales argumentos por una vez había dejado touché a su banquero.
Ángelo, que no veía el momento de llevarse a su cortesana a la cama y estaba empezando a cansarse de tanta palabrería, le contestó de modo lapidario:
—El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
3
Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492
Stéfano, un pobre diablo, a consecuencia del vino trasegado en una taberna y la oscuridad de la noche, es objeto de un accidente
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