Benito Pérez Galdós - Misericordia

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–¿Qué me cuentas?

–Ese Ponte duerme allí cuando tiene los tres reales que cuesta la cama, en el dormitorio de primera.

–Tú estás trastornada, Benina.

–Le he visto, señora. La Bernarda es amiga mía. Fue la que nos prestó los ocho duros aquellos, ¿sabe? cuando la señora tuvo que sacar cédula con recargo, y pagar un poder para mandarlo a Ronda.

–Ya… la que venía todos los días a reclamar la deuda y nos freía la sangre.

–La misma. Pues con todo, es buena mujer. No nos hubiera reclamado por justicia , aunque nos amenazaba. Otras son peores. Sepa usted que está rica, y con las seis casas de dormir que tiene, no le baja de cuarenta mil duros lo que ha ganado, sí señora, y todo ello lo ha puesto en el Banco, y vive del interés.

–¡Qué cosas se ven! Bueno está el mundo… Pues volviendo al caballero Ponte , que así le llamaban en Andalucía, si es tan pobre como dices, dará lástima verle… Y más vale así, porque la reputación de la niña podría sufrir algo, si en vez de ser el tal una ruina, un pobre mendigo de levita, fuera un galán de posibles, aunque viejo.

–Yo creo—dijo Benina riendo, pues su condición jovial se mostraba en cuantito que los afanes de la vida le daban un respiro—, que va allá… para que le embalsamen… Buena falta le hace. Y que se den prisa, antes que esté corruto ».

Doña Paca se rió un poco con aquellas ocurrencias, y después pidió informes de la otra familia.

«Al niño no le he visto ni hoy ni ayer—respondió Benina—; pero me ha dicho la Juliana que anda corriendo ahora como las mismas exhalaciones, porque, con esto del trancazo, le han salido muchos anunciantes de medicinas. Piensa ganar mucho dinero y echar él un periódico, todo de cosas de tienda, poniendo, un suponer, dónde venden este artículo o el otro artículo. Los dos mellizos parecen dos rollos de manteca; pero buenos cocidos y buenos guisados les cuestan, que el ama se sabe cuándo empieza a comer, pero no cuándo acaba. La Juliana me dijo que probaremos algo de la matanza que le ha de mandar su tío el día del santo, y además dos cortes de botinas, de las echadas a perder en la zapatería para donde ella pespunta.

–Es buena esa chica—dijo con gravedad Doña Paca—, aunque tan ordinaria, que no empareja ni emparejará nunca conmigo. Sus regalos me ofenden, pero se los agradezco por la buena voluntad… En fin, es hora de que nos acostemos. Pues ya me parece que va medio hecha la digestión, prepárame la medicina para dentro de media hora. Esta noche me siento más cargada de las piernas, y con la vista muy perdida. ¡Santo Dios, si me quedaré ciega! Yo no sé qué es esto. Como bien, gracias a Dios, y la vista se me va de día en día, sin que me duelan los ojos. Ya no paso las noches en vela, gracias a ti, que todo lo discurres por mí, y al despertar, veo las cosas borradas y las piernas se me hacen de algodón. Yo digo: ¿qué tiene que ver el reúma con la visual? Me mandan que pasee. ¿Pero a dónde voy yo con esta facha, sin ropa decente, temiendo tropezarme a cada paso con personas que me conocieron en otra posición, o con esos tipos ordinarios y soeces a quien se debe alguna cantidad?».

Acordose al oír esto Benina de lo más importante que tenía que decir a su señora aquella noche, y no queriendo dejarlo para última hora, por temor a que se desvelara, antes de que salieran de la cocina, y mientras una y otra recogían las escasas piezas de loza para fregarlas, no desdeñándose Doña Francisca de este bajo servicio, le dijo en el tono más natural que usar sabía:

«¡Ah! ya no me acordaba… ¡qué cabeza tengo! Hoy me encontré al Sr. D. Carlos Moreno Trujillo».

Quedose Doña Paca suspensa, y poco faltó para que se le cayera de las manos el plato que estaba lavando.

«D. Carlos… Pero ¿has dicho D. Carlos? Y qué… ¿te habló, te preguntó por mí?

–Naturalmente, y con un interés que…

–¿Es de veras? A buenas horas se acuerda de mí ese avaro, que me ha visto caer en la miseria, a mí, a la cuñada de su mujer… pues Purita y mi Antonio eran hermanos, ya sabes… y no ha sido para tenderme una mano…

–El año pasado, tal día como hoy, cuando se quedó viudo, mandó a la señora un socorrito.

–¡Seis duros! ¡Qué vergüenza!—exclamó Doña Paca, dando vueltas a su indignación y a la inquina y despecho acumulados en su alma durante tantos años de oprobio y escasez—. La cara se me pone como fuego al decirlo. ¡Seis duros! y unos pingajos de Purita, guantes sucios, faldas rotas, y un traje de sociedad, antiquísimo, de cuando se casó la Reina… ¿Para qué me sirvieron aquellas porquerías?… En fin, sigue contando: le encontraste, ¿a qué hora, en qué sitio?

–Serían las doce y media. Él salía de San Sebastián…

–Ya sé que se pasa toda la mañana de iglesia en iglesia, royendo peanas. ¿Dices que a las doce y media? ¡Pues si a esa hora estabas tú sirviendo el almuerzo a D. Romualdo!».

No era Benina mujer que se acobardaba por esta cogida. Su mente, fecunda para el embuste, y su memoria felicísima para ordenar las mentiras que antes había dicho y hacerlas valer en apoyo de la mentira nueva, la sacaron del apuro.

«¿Pero no dije a usted que cuando ya habían puesto la mesa, faltaba una ensaladera, y tuve que ir a comprarla de prisa y corriendo a la plaza del Ángel, esquina a Espoz y Mina?

–Si me lo dijiste, no me acuerdo. ¿Pero cómo dejabas la cocina momentos antes de servir el almuerzo?

–Porque la zagala que tenemos no sabe las calles, y además, no entiende de compras. Hubiera tardado un siglo, y de fijo nos trae una jofaina en vez de una ensaladera… Yo fui volando, mientras la Patros se quedaba en la cocina… que lo entiende, crea usted que lo entiende tanto como yo, o más… En fin, que me encontré al vejestorio de D. Carlos.

–Pero si para ir de la calle de la Greda a Espoz y Mina no tenías que pasar por San Sebastián, mujer.

–Digo que él salía de San Sebastián. Le vi venir de allá, mirando al reloj de Canseco. Yo estaba en la tienda. El tendero salió a saludarle. D. Carlos me vio; hablamos…

–¿Y qué te dijo? Cuéntame qué te dijo.

–¡Ah!… Me dijo, me dijo… Preguntome por la señora y por los niños.

–¡Qué le importarán a ese corazón de piedra la madre ni los hijos! ¡Un hombre que tiene en Madrid treinta y cuatro casas, según dicen, tantas como la edad de Cristo y una más; un hombre que ha ganado dinerales haciendo contrabando de géneros, untando a los de la Aduana y engañando a medio mundo, venirse ahora con cariñitos! A buenas horas, mangas verdes… Le dirías que le desprecio, que estoy por demás orgullosa con mi miseria, si miseria es una barrera entre él y yo… Porque ese no se acerca a los pobres sino con su cuenta y razón. Cree que repartiendo limosnas de ochavo, y proporcionándose por poco precio las oraciones de los humildes, podrá engañar al de arriba y estafar la gloria eterna, o colarse en el cielo de contrabando, haciéndose pasar por lo que no es, como introducía el hilo de Escocia declarándolo percal de a real y medio la vara, con marchamos falsos, facturas falsas, certificados de origen falsos también… ¿Le has dicho eso? Di, ¿se lo has dicho?

XI

—No le he dicho eso, señora, ni había para qué—replicó Benina, viendo que Doña Francisca se excitaba demasiado, y que toda la sangre al rostro se le subía.

–Pero tú no recordarás lo que hicieron conmigo él y su mujer, que también era Alejandro en puño . Pues cuando empezaron mis desastres, se aprovechaban de mis apuros para hacer su negocio. En vez de ayudarme, tiraban de la cuerda para estrangularme más pronto. Me veían devorada por la usura, y no eran para ofrecerme un préstamo en buenas condiciones. Ellos pudieron salvarme y me dejaron perecer. Y cuando me veía yo obligada a vender mis muebles, ellos me compraban, por un pedazo de pan, la sillería dorada de la sala y los cortinones de seda… Estaban al acecho de las gangas, y al verme perdida, amenazada de un embargo, claro… se presentaban como salvadores… ¿Qué me dieron por el San Nicolás de Tolentino, de escuela sevillana, que era la joya de la casa de mi esposo, un cuadro que él estimaba más que su propia vida? ¿Qué me dieron? ¡Veinticuatro duros, Benina de mi alma, veinticuatro duros! Como que me cogieron en una hora tonta, y yo, muerta de ansiedad y de susto, no sabía lo que me hacía. Pues un señor del Museo me dijo después que el cuadro no valía menos de diez mil reales… ¡Ya ves qué gente! No sólo desconocieron siempre la verdadera caridad, sino que ni por el forro conocían la delicadeza. De todo lo que recibíamos de Ronda, peros, piñonate y alfajores, le mandábamos a Pura una buena parte. Pues ellos cumplían con una bandejita de dulces el día de San Antonio, y alguna cursilería de bazar en mi cumpleaños. D. Carlos era tan gorrón, que casi todos los días se dejaba caer en casa a la hora a que tomábamos café… ¡y cómo se relamía! Ya sabes que el de su casa no era más que agua de fregar. Y si íbamos al teatro juntos, convidados a mi palco, siempre se arreglaban de modo que comprase Antonio las entradas… De la grosería con que utilizaban a todas horas nuestro coche, nada te digo. Ya recordarás que el mismo día en que ajustamos la venta de la sillería, se estuvieron paseando en él todita la tarde, dándose un pisto estrepitoso en la Castellana y Retiro».

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