Benito Pérez Galdós - Misericordia
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«Gran púa, no haber más que un Dios… b'rracha , b'rrachona , no haber más que un Dios… un Dios, un Dios solo, solo».
Soltó la otra sonora carcajada, y llevándose la mano al pecho, quería arreglar el desorden que la mano inquieta de su compañero de vivienda había causado en aquella parte interesantísima de su persona. Tan torpe salía del sueño alcohólico, que no acertaba a poner cada cosa en su sitio, ni a cubrir las que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubran. « Jai , tú me has arregistrao .
–Sí… No haber más que un Dios, un Dios solo.
–¿Y a mí, qué? Por mí que haigan dos o cuarenta, todos los que ellos mesmos quieran haberse… Pero di, gorrón, me has quitado la peseta. No me importa. Pa ti era.
–¡Un Dios solo!».
Y viéndole coger el palo, se puso la mujer en guardia, diciéndole: «Ea, no pegues, Jai . Basta ya de sahumerio, y ponte a hacer la cena. ¿Cuánto dinero tienes? ¿Qué quieres que te traiga?…
– ¡B'rrachona! no haber diniero… Llevarlo los embaixos , tú dormida.
–¿Qué te traigo?—murmuró la mujer negra tambaleándose y cerrando los ojos—. Aguárdate un poquitín. Tengo sueño, Jai ».
Cayó nuevamente en profundo sopor, y Almudena, que había requerido el palo con intenciones de usarlo como infalible remedio de la embriaguez, tuvo lástima y suspiró fuerte, mascullando estas o parecidas palabras: «Pegar ti otro día».
VI
Casi no es hipérbole decir que la señá Benina, al salir de Santa Casilda, poseyendo el incompleto duro que calmaba sus mortales angustias, iba por rondas, travesías y calles como una flecha. Con sesenta años a la espalda, conservaba su agilidad y viveza, unidas a una perseverancia inagotable. Se había pasado lo mejor de la vida en un ajetreo afanoso, que exigía tanta actividad como travesura, esfuerzos locos de la mente y de los músculos, y en tal enseñanza se había fortificado de cuerpo y espíritu, formándose en ella el temple extraordinario de mujer que irán conociendo los que lean esta puntual historia de su vida. Con increíble presteza entró en una botica de la calle de Toledo; recogió medicinas que había encargado muy de mañana; después hizo parada en la carnicería y en la tienda de ultramarinos, llevando su compra en distintos envoltorios de papel, y, por fin, entró en una casa de la calle Imperial, próxima a la rinconada en que está el Almotacén y Fiel Contraste. Deslizose a lo largo del portal angosto, obstruido y casi intransitable por los colgajos de un comercio de cordelería que en él existe; subió la escalera, con rápidos andares hasta el principal, con moderado paso hasta el segundo; llegó jadeante al tercero, que era el último, con honores de sotabanco. Dio vuelta a un patio grande, por galería de emplomados cristales, de suelo desigual, a causa de los hundimientos y desniveles de la vieja fábrica, y al fin llegó a una puerta de cuarterones, despintada; llamó… Era su casa, la casa de su señora, la cual, en persona, tentando las paredes, salió al ruido de la campanilla, o más bien afónico cencerreo, y abrió, no sin la precaución de preguntar por la mirilla, cuadrada, defendida por una cruz de hierro.
«Gracias a Dios, mujer…—le dijo en la misma puerta—. ¡Vaya unas horas! Creí que te había cogido un coche, o que te había dado un accidente».
Sin chistar siguió Benina a su señora hasta un gabinetillo próximo, y ambas se sentaron. Excusó la criada las explicaciones de su tardanza por el miedo que sentía de darlas, y se puso a la defensiva, esperando a ver por dónde salía doña Paca, y qué posiciones tomaba en su irascible genio. Algo la tranquilizó el tono de las primeras palabras con que fue recibida; esperaba una fuerte reprimenda, vocablos displicentes. Pero la señora parecía estar de buenas, domado, sin duda, el áspero carácter por la intensidad del sufrimiento. Benina se proponía, como siempre, acomodarse al son que le tocara la otra, y a poco de estar junto a ella, cambiadas las primeras frases, se tranquilizó. «¡Ay, señora, qué día! Yo estaba deshecha; pero no me dejaban, no me dejaban salir de aquella bendita casa.
–No me lo expliques—dijo la señora, cuyo acentillo andaluz persistía, aunque muy atenuado, después de cuarenta años de residencia en Madrid—. Ya estoy al tanto. Al oír las doce, la una, las dos, me decía yo: 'Pero, Señor, por qué tarda tanto la Nina?'. Hasta que me acordé…
–Justo.
–Me acordé… como tengo en mi cabeza todo el almanaque… de que hoy es San Romualdo, confesor y obispo de Farsalia…
–Cabal.
–Y son los días del señor sacerdote en cuya casa estás de asistenta.
–Si yo pensara que usted lo había de adivinar, habría estado más tranquila—afirmó la criada, que en su extraordinaria capacidad para forjar y exponer mentiras, supo aprovechar el sólido cable que su ama le arrojaba—. ¡Y que no ha sido floja la tarea!
–Habrás tenido que dar un gran almuerzo. Ya me lo figuro. ¡Y que no serán cortos de tragaderas los curánganos de San Sebastián, compañeros y amigos de tu D. Romualdo!
–Todo lo que le diga es poco.
–Cuéntame: ¿qué les has puesto?—preguntó ansiosa la señora, que gustaba de saber lo que se comía en las casas ajenas—. Ya estoy al tanto. Les harías una mayonesa.
–Lo primero un arroz, que me quedó muy a punto. ¡Ay, Señor, cuánto lo alabaron! Que si era yo la primera cocinera de toda la Europa… que si por vergüenza no se chupaban los dedos…
–¿Y después?
–Una pepitoria que ya la quisieran para sí los ángeles del cielo. Luego, calamares en su tinta… luego…
–Pues aunque te tengo dicho que no me traigas sobras de ninguna casa, pues prefiero la miseria que me ha enviado Dios, a chupar huesos de otras mesas… como te conozco, no dudo que habrás traído algo. ¿Dónde tienes la cesta?».
Viéndose cogida, Benina vacilé un instante; mas no era mujer que se arredraba ante ningún peligro, y su maestría para el embuste le sugirió pronto el hábil quite: «Pues, señora, dejé la cesta, con lo que traje, en casa de la señorita Obdulia, que lo necesita más que nosotras.
–Has hecho bien. Te alabo la idea, Nina. Cuéntame más. ¿Y un buen solomillo, no pusiste?
–¡Anda, anda! Dos kilos y medio, señora. Sotero Rico me lo dio de lo superior.
–¿Y postres, bebidas?…
–Hasta Champaña de la Viuda . Son el diantre los curas, y de nada se privan… Pero vámonos adentro, que es muy tarde, y estará la señora desfallecida.
–Lo estaba; pero… no sé: parece que me he comido todo eso de que has hablado… En fin, dame de almorzar.
–¿Qué ha tomado? ¿El poquito de cocido que le aparté anoche?
–Hija, no pude pasarlo. Aquí me tienes con media onza de chocolate crudo.
–Vamos, vamos allá. Lo peor es que hay que encender lumbre. Pero pronto despacho… ¡Ah! también le traigo las medicinas. Eso lo primero.
–¿Hiciste todo lo que te mandé?—preguntó la señora, en marcha las dos hacia la cocina—. ¿Empeñaste mis dos enaguas?
–¿Cómo no? Con las dos pesetas que saqué, y otras dos que me dio D. Romualdo por ser su santo, he podido atender a todo.
–¿Pagaste el aceite de ayer?
–¡Pues no!
–¿Y la tila y la sanguinaria?
–Todo, todo… Y aún me ha sobrado, después de la compra, para mañana.
–¿Querrá Dios traernos mañana un buen día?—dijo con honda tristeza la señora, sentándose en la cocina, mientras la criada, con nerviosa prontitud, reunía astillas y carbones.
–¡Ay! sí, señora: téngalo por cierto.
–¿Por qué me lo aseguras, Nina?
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