Harold Pinter - El conserje

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The birthday party se estrenó, el mismo año en que fue compuesta la obra, en el Lyric, de Hammersmith, haciéndola saltar la crítica de la cartelera como un dinamitero hace saltar un puente, tal fue la carga de indignación que generó en el ánimo de los críticos londinenses. No obstante, aunque zozobrante de momento por efecto de los torpedos que habían lanzado contra ella las firmas pontificantes de la crítica teatral, no naufragó, sino que reemprendió su curso por derroteros menos expuestos al tiro de los grandes «destructores», dejando una estela de sorpresa y aplauso entre los públicos minoritarios. Luego se hizo de nuevo a la mar abierta, bastante bien acorazada de respetable prestigio, se adaptó a la televisión y acabó por obtener la atención de un amplio sector del público y la beligerancia y grave consideración de la crítica.

Personalmente presencié la excelente interpretación que dieron a esta obra los «Tavistock Players» en el Tower Theatre, este de Londres, en la primavera de 1959. La acción se desarrolla en una pensión familiar de una población marítima. La dueña, Meg, mujer de edad avanzada, maternal, recuerda a la Rosa de The room; el marido de Meg, Petey, es casi tan silencioso como el marido de Rosa, Bert, pero sin la brutalidad de éste. Los dos pistoleros de The dumb waiter reaparecen bajo la forma de dos siniestros visitantes: un irlandés taciturno y brutal y un judío lleno de falsa campechanía y de sospechoso savoir faire mundano. Pero el protagonista del drama es Stanley, hombre de unos treinta y pico de años, atrabiliario e indolente. Meg siente por él una debilidad, hecha de sentimiento maternal y sexualidad, lo cual le permite a Stanley prolongar abusivamente su estancia en la pensión. Poco se sabe del pasado de éste, aparte de que en cierta ocasión -según él mismo cuenta, y todo induce a creer que no es verdad- dio un recital de piano en Lower Edmond. Obtuvo un gran éxito. Pero luego, en ocasión de su segundo concierto, fue víctima de una conspiración anónima que le hundió en el descrédito. Aunque Stanley sueña en hacer una gira mundial, lo que realmente desea es seguir guarecido en la pensión y acogido a los cuidados, por muy irritantes que le resulten a veces, que le prodiga Meg. Es evidente que se guarda de un mundo hostil. La puerta se abre. Dos siniestros visitantes, Goldberg y McCann, preguntan si hay habitaciones libres, pero muy pronto se echa de ver que van en busca de Stanley. ¿Por qué? ¿Para qué? Organizan una fiesta de cumpleaños en honor de Stanley, quien insiste en que él no cumple años aquel día. Es inútil: los preparativos se prosiguen y la fiesta se celebra. En el curso de la misma, Meg, ajena a lo que está ocurriendo, coquetea grotescamente; Goldberg, que por lo visto tiene, además de éste, una multitud de nombres, seduce a la muchacha rubia y medio tonta que vive en la casa vecina; McCann bebe y vigila a Stanley, cuyas gafas le ha arrancado de la cara y ha hecho añicos y el jolgorio culmina en un alucinante juego a la gallina ciega. Todo esto va produciendo un vértigo creciente en Stanley, quien al fin, presa de una crisis de histeria, intenta estrangular a Meg; Goldberg y McCann se apoderan de él y lo conducen al piso superior. Al iniciarse el tercer acto vemos que Goldberg y McCann descienden por las mismas escaleras, llevando en medio, como preso, a Stanley; éste viste ahora chaqué negro, pantalón a rayas, lleva un cuello limpio con la correspondiente corbata, cubre su cabeza con sombrero hongo y en una de sus manos sostiene las gafas rotas; está pálido y se mantiene silencioso y se deja hacer como si fuera un guiñapo. Los dos hombres se lo llevan en un automóvil grande y negro. Meg sigue soñando en la espléndida fiesta de la noche anterior y ni por asomo cae en la cuenta de lo que ha sucedido.

La interpretación más superficial que se ha querido dar al simbolismo de esta pieza es que subraya, una vez más, la lucha entre la sociedad -el mundo exterior- y el individuo. Acaso haya algo de eso, pero a buen seguro no es todo, ni siquiera lo principal. En todo caso, está en los antípodas de la alegoría obvia y casi tosca del «Rinoceronte», de Ionesco. El simbolismo, si es que realmente de simbolismo se trata, cala mucho más hondo en la condición del hombre actual, aunque de una manera imprecisa, pero decididamente inquietante. Ocurren cosas, los personajes se agitan, entran y salen: algunas veces, arrastrados mecánicamente por el hábito y la rutina; otras, de una manera aparentemente arbitraria, mas sembrando siempre en nosotros el germen de la cavilación de hondura. Algo muy recóndito se remueve en nosotros. Y es que, en definitiva, son tipos y actos de nuestro mundo, rigurosamente reconstruidos y hábilmente quintaesenciados en el crisol de la poesía dramática. En efecto, todo ello se nos sirve con un admirable sentido del teatro y a través de un diálogo nada literario, al ras del suelo, quebrado, realzado con frecuencia su relieve expresivo mediante silencios henchidos del discurrir interior de los personajes, lleno de sorpresas clamorosamente hilarantes, a pesar del fondo trágico del drama. No acaba de ser un diálogo entre sordos, porque en ocasiones, a destiempo, por supuesto, en el momento más inesperado, surge la réplica o una alusión a lo que ha dicho hace ya rato el interlocutor. En realidad, se trata de un soliloquio que alguna que otra vez halla un eco fugaz, contingente, en el soliloquio del otro, como una corriente subterránea que muy de cuando en cuando aflora a la superficie y, si se da la causalidad de que la otra corriente ha abandonado también por un momento su cauce interior, establece un ligero contacto con ella y, por lo menos, registra distraídamente su rumor y luego vuelve a soterrarse.

The Birthday Party no es todavía Harold Pinter en su mejor forma. Como en sus piezas anteriores, aunque en ésta en una medida ya mucho menor, algunos pasajes en que se roza el melodrama, el simbolismo crudo y el misterio fácil nos hacen torcer el gesto, pero nos hallamos ya, de todas maneras, ante «ese momento vivo, algo que ocurre en aquellos instantes y que en lo que dice la escena y dicen los personajes se halla toda explicación y todo significado».

Tras «La fiesta de cumpleaños», Harold Pinter escribió la letra de algunos fragmentos de revista musical y dos piezas de radio-teatro; una de ellas, A Slight Ache -«Un dolorcillo»-, muy celebrada cuando la transmitió la BBC. En realidad, Pinter, que nació en Londres en 1931, lleva escribiendo desde su adolescencia -empezó publicando poemas sueltos en diversas revistas literarias y sigue siendo fundamentalmente un poeta trasplantado al teatro-. A los veinte años inició una carrera de actor. En todo ello halló Pinter un gran apoyo en sus padres, judíos que viven en el East End de Londres, donde tienen una sastrería. Estudió en la Escuela Central de Drama y Declamación. Eludió el servicio militar, aduciendo que su conciencia no le permitía prestarlo - conscientious objector -, lo cual le obligó a debatirse una temporada con los tribunales.

Como actor se ha presentado siempre ante el público bajo el seudónimo de «David Baron». Con este nombre recorrió Irlanda, incorporado a una compañía dedicada al teatro de Shakespeare. Ha actuado también en teatros de provincias, en uno de los cuales conoció a la que hoy es su mujer: la actriz Viven Merchant. A Pinter le gustan los «papeles tenebrosos». Siente una verdadera pasión por Samuel Beckett.

A slight ache lo transmitió por primera vez el Tercer Programa de la BBC el 29 de julio de 1959. De los tres personajes que tiene la pieza sólo dos hablan. El tercero, al que no se oye en absoluto, está investido, por lo tanto, con el terror de lo desconocido. Un matrimonio ya viejo, Edward y Flora, se sienten desazonados ante la misteriosa presencia de un vendedor de cerillas callejero, apostado junto a la entrada de la verja posterior de su casa. Allí está desde hace días, sosteniendo su bandeja de madera, sin vender nunca nada. El viejo vendedor ejerce sobre ellos tal fascinación que, al fin, deciden hacerle entrar en casa. Pero todo lo que hacen y dicen para que hable resulta inútil. Como si esta obstinada ausencia de toda reacción fuera una especie de desafío, Edward empieza a contar al extraño vendedor de cerillas la historia de su vida. Insiste en que no está asustado, pero en realidad lo está, y sale al jardín para respirar un poco de aire fresco. Ahora le toca la vez a Flora, la cual inunda al silencioso visitante de recuerdos y confesiones. Le habla incluso de cuestiones sexuales, sintiéndose evidentemente atraída y, al mismo tiempo, repelida por el viejo vagabundo. «Te voy a retener -le dice en un momento determinado-, te voy a retener, espantoso individuo, y te voy a llamar Bernabé.» Edward se siente terriblemente celoso. Nuevamente aborda a Bernabé, pero como tampoco consigue suscitar en éste la más mínima reacción, experimenta un desplome de su personalidad. El drama termina instalando Flora en la casa a Bernabé y despachando a Edward: «¡Edward! ¡Aquí tienes la bandeja!» El vagabundo sustituye al marido.

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