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Arturo Pérez-Reverte: El Asedio

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Arturo Pérez-Reverte El Asedio

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Los alaridos cesaron hace rato. Durante casi una hora, Tizón los estuvo escuchando con curiosidad profesional. Llegaban amortiguados por la distancia y los gruesos muros, procedentes de la escalera del sótano cuyo hueco se abre en la oscuridad, a pocos pasos. Unos eran gritos cortos, secos: gemidos rápidos sofocados en el acto. Otros sonaban más prolongados: estertores de agonía que parecían interminables, quebrados al final como si quien los emitía agotase en ellos su energía y su desesperación. Ya no se oye nada, pero el comisario sigue sin moverse. Esperando.

Unos pasos lentos e indecisos. Una presencia próxima. La sombra ha salido del hueco de la escalera y se mueve insegura, acercándose a Tizón. Al fin se detiene a su lado.

- Ya está -dice Felipe Mojarra.

Su voz suena cansada. Sin comentarios, el policía saca un cigarro de la petaca y se lo ofrece, tocándole el hombro para que preste atención. El otro tarda en reaccionar. Repara al fin, y lo coge. Tizón rasca un lucifer en la pared y acerca la llama. A la luz del fósforo estudia la expresión del salinero, que se inclina un poco para encender el habano: las patillas enmarcando sus facciones duras y los ojos que miran al vacío, aún absortos en horrores propios y ajenos. También observa el leve temblor de los dedos húmedos y rojos que manchan de sangre el cigarro.

- No sabía que se pudiera gritar sin lengua -dice al fin Mojarra, echando el humo.

Parece realmente sorprendido. Rogelio Tizón ríe en la oscuridad. Lo hace como suele: lobuno, peligroso, descubriendo el colmillo. Un destello de oro a un lado de la boca.

- Pues ya lo ha visto. Se puede.

Epílogo

Llueve sobre la ensenada de Rota. Es una llovizna cálida, de verano -el cielo despejará por el sudoeste antes del atardecer-, que puntea con minúsculas salpicaduras el agua inmóvil. No hay un soplo de viento. El cielo plomizo, bajo y melancólico, se refleja en la superficie de la bahía, enmarcando la ciudad lejana como el grabado o el cuadro de un paisaje sin más colores que el blanco y el gris. En un extremo de la playa, donde la arena se interrumpe en una sucesión de rocas negras y madejas de algas muertas, hay una mujer que mira los restos de un barco varado a poca distancia de la orilla: un pecio desarbolado, en cuya tablazón ennegrecida pueden apreciarse marcas de balazos y huellas de incendio. El casco, donde todavía se adivinan las líneas esbeltas de la eslora original, yace sobre un costado mostrando la obra viva, la cubierta deshecha y parte de la armazón interna de sus cuadernas y baos, semejante a un esqueleto que el paso de los días y el oleaje de los temporales desnuden poco a poco.

Frente a lo que queda de la Culebra, Lolita Palma permanece impasible bajo la mansa humedad que cala la mantilla que le cubre la cabeza y los hombros. Tiene un bolso en las manos, apretado contra el pecho. Y desde hace un buen rato, intenta imaginar. Procura reconstruir en su cabeza los últimos momentos de la embarcación cuyos restos tiene delante. Sus ojos tranquilos van de un lado a otro, calculan la distancia a tierra, la presencia cercana de las rocas que emergen del agua, el alcance de los cañones que hasta hace poco ocuparon las troneras vacías de los fuertes que circundan la ensenada. También reconstruye en su imaginación la oscuridad, la incertidumbre, el estrépito, el resplandor de los fogonazos. Y cada vez que logra establecer algo, entrever una imagen, adivinar una situación o un momento concretos, inclina un poco la cabeza, conmovida. Asombrada, a su pesar, de lo grande, oscuro y temible que encierra el corazón de algunos hombres. Después alza otra vez el rostro y se obliga a mirar de nuevo. Huele a arena húmeda, a verdín marino. En el agua de color acero, los círculos concéntricos de cada fina gota de lluvia se dilatan y extienden con precisión geométrica, entrecruzándose unos con otros, cubriendo el espacio entre la orilla y el casco muerto de la balandra.

Lolita Palma vuelve al fin la espalda al mar y camina en dirección a Rota. Hacia la izquierda, por la parte donde el espigón del muelle se adentra en el mar, hay algunas embarcaciones pequeñas fondeadas, con las velas latinas izadas, puestas a lavar bajo la lluvia, que cuelgan de las entenas como ropa mojada. Junto al muelle destacan los restos de una fortificación desmantelada, sin duda una batería artillera de las que protegían ese lugar de la costa. Todavía se marchitan allí los restos de las guirnaldas de flores con que los gaditanos coronaron sus parapetos el día mismo de la retirada francesa; cuando, bajo un sol espléndido y con todas las campanas de la ciudad tocando a gloria, centenares de barquitos cruzaron la bahía mientras un enjambre de caballerías y carruajes tomaba el camino del arrecife, transportando a los vecinos que festejaban la liberación con una gigantesca romería a las posiciones abandonadas. Aunque tampoco faltara, pese al júbilo oficial, alguna disimulada contrariedad por el final de una época de lucrativas especulaciones mercantiles, inquilinatos y subarriendos de viviendas. Como atinadamente apuntó el primo Toño entre dos botellas de vino de Jerez -que por fin llega a Cádiz sin restricciones-, al ver alguna cara larga entre sus conocidos, no siempre la patria está lejos del bolsillo.

Al otro lado del arco de la muralla, cuesta arriba, las calles roteñas muestran todavía las huellas del estrago y el saqueo. El cielo ceniciento, el aire húmedo y la llovizna que sigue cayendo acentúan la tristeza del paisaje: casas derribadas, calles cortadas por escombros y parapetos, escenas de miseria, gente arruinada por la guerra que mendiga bajo los soportales o malvive entre los muros de casas sin techo, cubiertas con lonas y precarios cobertizos de tablas. Hasta las rejas de las ventanas han desaparecido. Como todos los pueblos de la comarca, Rota quedó devastada durante los últimos robos, asesinatos y violaciones cometidos en la retirada francesa. Aun así, varias mujeres de la localidad se fueron voluntariamente con los imperiales. De un grupo de catorce, capturadas por la guerrilla cerca de Jerez cuando viajaban con carros de intendencia rezagados, seis fueron asesinadas y ocho expuestas a la vergüenza pública con las cabezas rapadas, bajo un cartel rotulado: Putas de los gabachos.

Pasando entre la iglesia parroquial -puertas rotas e interior vacío- y el castillo viejo, Lolita Palma se detiene, titubea buscando orientarse, y luego toma una calle a la izquierda, en dirección a un edificio grande que conserva restos del viejo enfoscado blanco y almagre que en otro tiempo cubrió sus muros de ladrillo, Bajo el arco de entrada aguarda el criado Santos fumando un cigarro, con un paraguas plegado bajo el brazo. Al ver aparecer a su ama, el viejo marinero deja caer el cigarro y acude al encuentro abriendo el paraguas, pero Lolita lo rechaza con un gesto.

- ¿Es aquí?

- Sí, señora.

El interior del edificio -antiguo almacén de vinos, todavía con algunas grandes barricas ennegrecidas junto a los muros- está iluminado por ventanucos estrechos, situados muy arriba. La luz fantasmal y gris, casi ausente, da al recinto un ambiente de tristeza extrema, intensificada por el olor áspero a cuerpos mutilados, enfermos y sucios, que emana del centenar de infelices que yacen en dolientes hileras, sobre delgados jergones de hojas de maíz o simples mantas extendidas en el suelo.

- No es un sitio agradable -comenta Santos.

Lolita Palma no responde. Se ha quitado la mantilla para sacudir las gotas de lluvia, y está ocupada en contener la respiración, procurando que el espectáculo y el hedor nauseabundo que impregna el aire no la afecten hasta perder el dominio de sí misma. Al verla entrar, un ayudante de cirujano de la Real Armada, joven y de aspecto fatigado, con un mandil sucio sobre el uniforme azul y las mangas de la casaca subidas, viene a su encuentro, presenta sus respetos y señala un lugar al fondo de la nave. Dejando atrás al ayudante de cirujano y a Santos, la mujer continúa sola, hasta llegar a un jergón arrimado a la pared junto al que acaban de colocar una silla baja de enea. Sobre el jergón hay un hombre inmóvil, tumbado de espaldas y cubierto hasta el pecho por una sábana que moldea el contorno de su cuerpo. En el rostro demacrado, cuya flaqueza remarca una barba cerrada que nadie afeita desde hace días, la mirada brilla intensa, con relumbres de fiebre. Hay también una fea cicatriz violácea, ancha, que parte en dos la mejilla hirsuta, desde la comisura izquierda de la boca hasta la oreja. Ya no es un hombre guapo, piensa Lolita con un sentimiento de piedad. Ni siquiera parece él.

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