Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Pues tenemos acordonadas las dos manzanas de casas, a derecha e izquierda.

- ¿También los sótanos?

La duda ofende, expresa el gesto mohíno del esbirro. A estas alturas del oficio.

- Cribados. Hasta la leña y el carbón hemos removido.

- ¿Y las terrazas?

- Registradas todas. Una por una. Todavía tenemos gente arriba, por si acaso.

- No puede ser.

- Pues ya me dirá.

Golpea Tizón el suelo con la contera del bastón, impaciente.

- Estoy seguro de que en algo habéis metido la pata.

- Le digo que no. Créame. Todo se hizo como ordenó. Yo mismo me aseguré de eso -se rasca la cabeza el esbirro, desorientado-. Si al menos le hubiera visto usted la cara…

- Habérsela visto tú, cuando te pasó por delante de las narices. Idiota.

Baja la cabeza el otro, dolido. Menos por el insulto que por el escepticismo de su jefe. Desentendiéndose del ayudante, Rogelio Tizón camina calle abajo, mirando a todas partes.

- Alguien se habrá descuidado -murmura-. Seguro.

El otro le ha ido detrás, gachas las orejas. Pegado a sus talones como un chucho fiel tras el amo que le pega.

- Todo podría ser, señor comisario -concede al fin-. Pero le juro que se ha hecho lo mejor posible. Anoche lo rodeamos todo con mucha rapidez. No pudo ir lejos.

Un estampido cercano. Una bomba acaba de caer en el Palillero. Cadalso da un respingo, mirando en esa dirección, y la mayor parte de los curiosos se retiran de balcones y ventanas. Indiferente, concentrado en lo suyo, Rogelio Tizón ha llegado ante la fachada de la iglesia del Rosario. Como muchas de Cádiz, ésta no es un edificio exento de los del resto de la calle, sino integrado bajo la cornisa general de las casas. Sólo las torres destacan sobre el grueso portón de la entrada, abierto de par en par. Anoche estaba cerrado. Tizón se asoma al recinto, observando el pulpito y las naves laterales. Al fondo, bajo el retablo, brilla la lamparilla del sagrario.

- Además -prosigue Cadalso, reuniéndose con él-, si me permite decirlo, yo mismo he tomado esto… Vaya. Un asunto personal. La impresión que me dio entrar a mear en el patio y tropezarme con la pobre chiquilla… Jesús. Ya oyó el grito que di, avisando a la gente. Y menos mal que usted estaba cerca del sujeto. Si no, habría escapado otra vez.

Sacude la cabeza el comisario, incrédulo y furioso. A medida que pasan las horas, todo vuelve a oler a derrota. Una vieja conocida, en este caso. Más de lo que puede soportar.

- Se ha escapado, de todas formas. Conmigo o sin mí.

Alza una mano el esbirro, torpe como suele. Por un momento, Tizón cree que va a ponérsela a él en el hombro. Le abro la cabeza de un bastonazo, piensa. Si lo hace.

- No diga eso, señor comisario -al ver la expresión de su jefe, el otro deja la mano quieta, a medio camino-. Habrá alguna manera. Con un tiro de pistola en el cuerpo, como va, no puede estar lejos… En algún sitio tendrá que curarse. O esconderse.

Ni para blasfemar tengo fuerzas, concluye Tizón. De lo cansado. De lo harto que estoy de todo esto.

- En algún sitio, dices.

- Eso mismo.

Calle abajo, contiguo a la puerta del Rosario, se encuentra el oratorio de la Santa Cueva. Bajo el frontón triangular de la entrada, la puerta está abierta.

- ¿Registrasteis esto también?

Otro gesto dolido. De nuevo la duda ofende, dice sin decirlo.

- Naturalmente.

Rogelio Tizón se asoma un momento al zaguán, echa un vistazo distraído y se dispone a seguir camino. De pronto, a punto de retirarse, algo atrae su atención y lo hace mirar otra vez. Se trata de un objeto situado al final de la doble escalera que baja a la cueva, en el tramo izquierdo de ésta. El comisario lo conoce como cualquier gaditano, pues forma parte de la decoración convencional del recinto. Está ahí desde toda la vida, o casi. Sin embargo, las circunstancias hacen que lo vea ahora desde una perspectiva distinta. Asombrosa.

- ¿Qué pasa, señor comisario?

Rogelio Tizón no responde. Sigue mirando, paralizado por la sorpresa, la vitrina que está situada al pie de la escalera izquierda, sobre un suelo enlosado en blanco y negro, idéntico a un tablero de ajedrez. En el interior de la vitrina hay un Ecce Homo; un Cristo de los muchos que exhiben las iglesias de la ciudad, como las de Andalucía y de toda España, representado en plena pasión. Entre Herodes y Pilatos. En su género, el de la Santa Cueva es particularmente expresivo: atado a la columna del suplicio, tiene la carne desgarrada por innumerables llagas rojas, surcada de sangrantes desgarrones hechos a latigazos por sus verdugos. La imagen posee un exagerado aspecto agónico, de indefensión y sufrimiento absoluto. Y entonces, como si alguien le rasgase un velo en el pensamiento, cae el comisario en la cuenta de lo que significa aquello. Lo que representa. Fundada hace treinta años por un sacerdote de origen noble, ya fallecido -el padre Santamaría, marqués de Valdeíñigo-, la Santa Cueva es un oratorio subterráneo privado, que se abre a modo de sótano bajo una pequeña iglesia de planta elíptica. La parte de abajo está consagrada a las prácticas ascéticas de una cofradía religiosa conocida en la ciudad: gente de dinero o buena posición social, muy escrupulosa en la observancia de la ortodoxia católica. Tres veces por semana, los cofrades rinden allí culto a los sacramentos y a las devociones tradicionales, con un rigor extremo. Eso incluye penitencia con azotes. Flagelaciones para mortificar la carne. Para domarla.

- ¿Qué hay de la cueva? -pregunta.

Un silencio desconcertado. Tres segundos exactos. Tizón no mira a su ayudante, sino el suelo ajedrezado al pie del Cristo.

- ¿La cueva?

- Eso he dicho. Hay una capilla arriba y una cueva abajo. Por eso se llama así… ¿Comprendes?… Santa por lo de santo, y cueva porque hay una cueva. No querrás que te lo dibuje.

Se apoya el esbirro sobre un pie y luego sobre el otro. Confuso.

- Creí…

- A ver. Venga. Dime qué carajo creíste.

- Las puertas de abajo están siempre cerradas. Según el vigilante, sólo tienen llave los veintitantos cofrades. Ni siquiera él.

- ¿Y…?

- Pues eso -el otro encoge los hombros, evasivo-. Que nadie pudo entrar ahí anoche. Sin llave.

- Excepto un cofrade.

Nuevo silencio. Esta vez es más largo y embarazoso que antes. Cadalso mira a todas partes menos a los ojos de su jefe.

- Claro, señor comisario. Pero son gente respetable. Religiosa. Quiero decir que el sitio es…

- ¿Privado?… ¿Santo?… ¿Inviolable?… ¿Fuera de toda sospecha?

Todo el corpachón del ayudante parece a punto de pasar al estado líquido.

- Hombre… Tanto como eso…

Lo interrumpe Tizón, un dedo en alto.

- Oye, Cadalso…

- Diga, señor comisario.

- Me cago en tu puta madre.

Tizón se olvida del esbirro. Lo sacude ahora un largo escalofrío, que se prolonga como un suspiro reprimido y silencioso. Casi placentero. Al inicial gesto de sorpresa, al posterior arranque de ira, los releva ahora una mueca lobuna, concentrada. El ademán de un animal adiestrado que al fin detecta -o recobra- una huella caliente. De pronto, todo es menos intuición que certeza. Bajando por la escalera bajo la mirada dolorida del Cristo azotado, el comisario siente bombear su propia sangre, lenta y fuerte, desvaneciendo la fatiga. Es como si acabara de pasar de nuevo por uno de esos lugares imposibles, o improbables, donde el silencio se torna absoluto y el aire queda en suspenso. La campana de cristal: el vórtice que lleva al siguiente escaque del tablero de la ciudad y su bahía. Acaba de ver la jugada. Y entonces, en lugar de precipitarse, de lanzar una exclamación de júbilo o gruñir satisfecho ante la perspectiva del rastro recuperado, el comisario pisa en diagonal el enlosado blanco y negro sin despegar los labios, muy lentamente, mirándolo todo sin desdeñar un solo indicio, mientras saborea la sensación que le cosquillea en los dedos apretados en torno al bastón. Se acerca así a la puerta cerrada de la cueva. Ojalá, piensa de pronto, este momento de felicidad extrema no se agotara nunca.

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