Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- No está loco, entonces.
- Ésa es palabra de doble filo, comisario. Un cajón de sastre peligroso.
- Descríbamelo mejor, entonces. Defínalo.
Ojalá pudiera, responde el profesor. Él sólo consigue imaginar una pequeña parte, nada más. Cuando dice obsesionado con la precisión, eso significa muy cuidadoso con los detalles. Y más si se tiene una mente matemática. Sin duda es el caso. Ese hombre posee ambas características. Aunque nunca recibió educación científica, es un matemático natural. Capaz de ver las regularidades, las leyes que subyacen detrás de una gran cantidad de datos de todo tipo: aire, olor, viento, ángulos urbanos…
- Usted sabe a qué me refiero -concluye.
- ¿Por qué mata?
- Quizá la soberbia tenga algo que ver… Rebelión, también. Y resentimiento.
- Es curioso que diga lo del resentimiento. Ese hombre tuvo una hija… Murió hace doce años, durante la epidemia de fiebre amarilla. A los dieciséis.
Barrull lo mira ahora con interés. Y cautela. Tizón mueve ligeramente la cabeza. Mira a un lado y luego a otro, llenándose los ojos de sombras.
- Como la mía -añade.
Recuerda fríamente el largo interrogatorio, abajo. El estupor de Cadalso cuando le ordenó llevar allí al jabonero, y no a los calabozos de la calle del Mirador. La cura superficial del balazo, alojado en el hueso de la cadera derecha. Las preguntas y los gritos de dolor, al principio. La impresión de Hipólito Barrull cuando Tizón lo hizo bajar al sótano ruinoso del castillo. Su horror y desconcierto iniciales. Usted lleva diez años diciendo que es mi amigo, profesor. Demuéstrelo. Tiene media hora para rascarle el alma a este sujeto, antes de que lo encare con todos sus demonios y los míos.
- Continúe, por favor. Diga lo que piensa.
Tarda Barrull algún tiempo en responder, mientras Rogelio Tizón considera la conversación a la que asistió abajo hace un rato, apoyado en la pared mientras fumaba un cigarro. Observando al profesor que, sentado en una silla desvencijada, a la luz de un candil de aceite, hablaba con el hombre aprisionado con grilletes de hierro en las muñecas y los tobillos, tirado sobre un viejo jergón puesto en el suelo y con un mal vendaje en torno a la cintura. Aquel rumor de palabras en voz baja, susurros casi siempre, mientras la llama aceitosa hacía brillar la piel grasienta del jabonero y relucía en sus pupilas dilatadas por una gota de láudano -una sola- vertida en un vaso de agua. Quiero tenerlo lúcido y sin demasiado dolor, había explicado Tizón. Capaz de razonar. Sólo un rato y para que ustedes charlen. Después dará lo mismo que le duela o no.
- Está claro que ese hombre se rebela ante nuestra visión prosaica del mundo -dice al fin Barrull-. Para él, fabricar jabones no es un simple trabajo, sino alta precisión: requiere combinar con exactitud absoluta los diferentes elementos con los que trabaja. Que toca y huele. Y que van a parar a otras pieles, y carnes. De mujeres jóvenes, sobre todo… Las que entraban cada día en su tienda a pedir esto o aquello.
- El hijo de puta.
- No simplifique, comisario.
- ¿Insinúa que además de científico es un artista?
- Así se considera él, probablemente. Puede que esa idea lo redima de ser un simple manipulador de sustancias. Podría tener un fondo sensible. Y en función de esa sensibilidad, mata.
Sensibilidad. La palabra arranca a Tizón una risa agria.
- Ese látigo trenzado de alambre… Lo tenía allí abajo, con él. Lo encontramos en la cueva.
- Supongo que la cofradía de disciplinantes le dio la idea.
- Ni siquiera es miembro numerario. En la Santa Cueva sólo admiten a gente de origen noble… Es el ayudante de ceremonias. Una especie de acólito, o mayordomo.
Mira Tizón el cielo. Sobre los muros mellados y siniestros del castillo en sombras relucen las estrellas. Son frías igual que sus pensamientos, ahora. Nunca se había sentido tan lúcido, piensa. Tan claro respecto al presente y al futuro.
- ¿Cómo podía prever lo de las bombas?
- Se adiestró a sí mismo. Fue capaz de intuir que Cádiz es un lugar especial conformado por el mar, los vientos y la estructura urbana que los enfrenta y canaliza.
Para él, éste no es sólo un conjunto de edificios habitados por personas, sino un conglomerado de aire, silencios, sonidos, temperatura, luces, olores…
- No íbamos descaminados, entonces.
- En absoluto. Usted lo demostró. Igual que ese hombre, compuso en su mente un mapa peculiar de la ciudad, hecho de tales elementos. Una ciudad paralela. Oculta.
Sobreviene un largo silencio, que el policía no quiere interrumpir. Al cabo, Barrull se mueve un poco en la penumbra del farol. Inquieto.
- Diablos -dice-. Esto es complicado, comisario… Sólo puedo imaginar. Apenas he hablado con él media hora. No estoy seguro de que mezclarme en esto…
Alza una mano Tizón, descartando excusas. Ademán impaciente. No es tiempo lo que le sobra esta noche.
- Las bombas… Dígame dónde aparecen el después y el antes.
Esta vez el silencio es breve. Reflexivo. Barrull está de nuevo inmóvil. Puedo aventurar una teoría, responde al fin. Una simple idea sin base científica. Cuando los cañones franceses empezaron a tronar, el complejo mundo del químico-jabonero habría ido desarrollándose en direcciones insospechadas. Quizás al principio temió ser víctima de una bala de cañón. Quizás acudía a ver los lugares de los impactos, atraído por la satisfacción de haber escapado indemne. Pudo ser que, al repetirse una y otra vez, ese sentimiento de alivio diera paso a otros.
- ¿Al deseo de exponerse? -pregunta Tizón-. ¿De arriesgar?
- Es posible. Tal vez quiso situarse al extremo de la curva de artillería, en la parte peligrosa… Su instinto, su sensibilidad, lo empujaban a influir en ella.
- Matando.
- Sí. ¿Por qué no?… Considérelo: una vida humana en lugares donde habían caído bombas que no mataban. Compensando el error de la ciencia. Colaborando con la técnica imperfecta, gracias a su sentido de la precisión. De ese modo, una vida y el lugar de impacto de una bomba coincidirían con exactitud absoluta.
- ¿Y cómo dio el paso para anticiparse?
La luz del farol ilumina, desde abajo, una mueca en el rostro equino de Barrull. Casi parece una sonrisa.
- Como lo dio usted, en cierto modo… La obsesión acompañada de sensibilidades extremas genera monstruos. Y la de ese individuo es una de ellas. Dedujo que el azar no existe, y se encontró ansiando predecir con rigor dónde caerían los siguientes proyectiles. Desafiando al engañoso hijo bastardo de la ignorancia.
- Y entonces empezó a pensar.
Observa el policía que Barrull lo mira con interés, como sorprendido por una apreciación exacta.
- Eso es. O creo que fue así. Que sólo hacía eso: pensar y pensar. Y que su inteligencia enfermiza, su sensibilidad extrema, hicieron el resto con una precisión fría. La suya acabó siendo una crueldad…
- ¿Técnica?
Es consciente de que lo ha dicho como quien sabe de qué habla. Pero el otro no parece darle importancia al tono. Sigue atento a su propia idea.
- Eso creo -responde-. Técnica, objetiva… Restituía sus derechos al universo, ¿comprende?
- Comprendo.
El policía comprende de veras. Hace rato. Las distancias se están reduciendo de un modo asombroso, resume. Incluso inquietante. ¿Cuáles fueron las palabras que usó el profesor?… Sí. Ya recuerda: rebelión y resentimiento. Una visión del mundo acorde con la verdad de la Naturaleza. Condición humana y condición del universo. Hormigas bajo la bota de un dios cruel, ajeno a todo. Un brazo ejecutor. Un látigo de acero.
- Ordenaba el caos -está diciendo Barrull- mediante la reducción del sufrimiento a simples leyes naturales. Familiarizado con esta ciudad, el jabonero desplegó en Cádiz su paisaje de nudos sensibles. Puede, incluso, que influyera el sentido del olfato propio de su oficio: aire, aromas. Y entonces se hizo la pregunta… ¿No serían esos puntos destino preferente de las bombas francesas, condicionadas por la dirección y confluencia de, por ejemplo, los vientos?… De modo que estudió, como después hizo usted, los lugares de impacto. Compuso así, en su cabeza, un mapa de los puntos en que habían caído bombas y les atribuyó probabilidades. De ese modo, el mapa mental se coloreó con zonas que representaban probabilidades mayores o menores… Su mente matemática analizó ese territorio y vio cosas, irregularidades, curvas y trayectorias. Identificó huecos que se iban a llenar. En esa fase, ya no pudo volver atrás. Era probabilidad, no azar… Era matemática exacta.
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