Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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Cuando llega al pie de la escala, el capitán observa que cuatro zapadores colocan cargas inflamables alrededor de los puntales de la torre observatorio. Hace mucho calor, y sudan a chorros en las casacas azules de solapas negras mientras disponen guirnaldas de alquitrán y pólvora. Algo más lejos, el oficial de ingenieros, un teniente grueso que se enjuga la frente y el cuello con un pañuelo sucio, mira trabajar a sus hombres.
- ¿Queda alguien arriba? -le pregunta a Desfosseux cuando éste pasa por su lado.
- Nadie -responde el artillero-. La torre es toda suya.
Hace el otro un gesto afirmativo, indiferente. Tiene los ojos acuosos e inexpresivos. Ni siquiera ha saludado al observar la graduación de Desfosseux. Después grita una orden. Mientras se aleja de él sin mirar atrás, el capitán oye el resoplido de la pólvora al inflamarse; y, enseguida, el crepitar de las llamas que ascienden por los puntales y la escala. Cuando llega al reducto de los obuses ve allí a Maurizio Bertoldi, que mira hacia la torre.
- Ahí van dos años de nuestras vidas -comenta el piamontés.
Sólo entonces se vuelve el capitán a echar un vistazo. El observatorio es una antorcha que arde entre una humareda negra que sube recta al cielo. Los de la otra orilla, piensa, tendrán qué admirar esta noche. Fuegos artificiales y luminarias de punta a punta de la bahía: toda una fiesta de despedida, con pólvora del emperador.
- ¿Cómo van las cosas por aquí? -pregunta.
Su ayudante hace un ademán vago. Se diría que las expresiones ir bien o ir mal no tienen mucho que ver con todo aquello.
- Ya están clavados los veinticinco cañones de a cuatro que abandonamos -informa-. Labiche tirará al agua cuantos pueda… Lo demás está quemado o hecho picadillo.
- ¿Qué hay de mi equipaje?
- Listo y cargado, como el mío. Salieron hace rato. Con la escolta.
- Bien. Pero tampoco perderíamos gran cosa, usted y yo.
Se miran los dos oficiales. Doble sonrisa triste. Cómplice. Llevan mucho tiempo juntos y no hacen falta más palabras. Los dos salen de allí tan pobres como vinieron. No ocurre lo mismo con sus jefes: esos generales rapaces que se llevan los vasos sagrados de las iglesias y los cubiertos de plata de las casas elegantes donde se alojaron.
- ¿Qué órdenes hay para el oficial que se queda con los cañones de a ocho?
- Seguirá disparando hasta que todos hayamos salido de aquí; no vaya a ser que a Manolo se le ocurra desembarcar antes de tiempo… A medianoche lo clavará todo y se irá.
Suelta el ayudante una risita escéptica.
- Espero que aguante hasta entonces, y no salga por pies antes de tiempo.
- Yo también lo espero. Un estampido enorme en la costa, dos millas al noroeste. Un hongo de humo negro se levanta sobre el castillo de Santa Catalina.
- También ésos se dan prisa -apunta Bertoldi.
Mira Desfosseux el interior del reducto de los obuses. Los gastadores han pasado por allí: las cureñas de madera están rotas a hachazos y desmontadas las de hierro. Los gruesos cilindros de bronce yacen tirados por tierra, semejantes a cadáveres tras un combate sangriento.
- Como usted temía, mi capitán, sólo hemos podido llevarnos tres obuses. No tenemos gente ni transporte… El resto hay que dejarlo.
- ¿Cuántos ha echado Labiche al agua?
- Uno. Pero ya no tiene medios para llevar hasta allí los otros. Ahora vendrán los zapadores a ponerles una buena carga dentro y taponar la boca. Por lo menos, intentaremos agrietarlos.
Salta Desfosseux al interior, entre las fajinas y tablones rotos, acercándose a las piezas. Le impresiona verlas de ese modo. El pobre Fanfán está allí, tumbado sobre los restos de su afuste. Su bronce pulido, los casi nueve pies de longitud y uno de diámetro, hacen pensar en un enorme cetáceo oscuro, muerto, varado en tierra.
- Sólo son cañones, mi capitán. Fundiremos más.
- ¿Para qué?… ¿Para otro Cádiz?
Turbado por una singular melancolía, Desfosseux acaricia con la punta de los dedos las marcas del metal. Los cuños de fundición, las huellas recientes de martillazos en los muñones. El bronce está intacto: ni una grieta.
- Buenos chicos -murmura-. Leales hasta el final.
Se levanta, sintiéndose como un jefe traidor que abandonara a sus hombres. Continúa el fuego de las piezas de 8 libras en la batería baja. Una granada española, disparada desde Puntales, revienta a treinta pasos, haciéndolo agacharse de nuevo mientras Bertoldi, con reflejos de gato, salta desde el parapeto y le cae encima, entre piedras y cascotes que rebotan muy cerca. Casi al mismo tiempo suenan gritos allí donde cayó la bomba: algunos desgraciados acaban de llevarse lo suyo, deduce Desfosseux mientras el ayudante y él se levantan, sacudiéndose la tierra. También es mala suerte, piensa. A última hora y con los carromatos de sanidad militar en Jerez, por lo menos. Todavía no se ha disipado la polvareda, cuando ve aparecer sobre el parapeto al teniente de ingenieros con varios de sus hombres, que transportan pesados cajones con herramientas y cargas de demolición.
- Parece que disfruten, esos cabrones.
Dejando a Fanfán y sus hermanos a merced de los zapadores, el capitán y su ayudante abandonan el reducto y cruzan la pasarela que lleva a los barracones, donde todo empieza también a arder. El calor del incendio es insoportable, y da la impresión de que las llamas hagan ondular el aire en la distancia, donde filas desordenadas de jinetes, artilleros e infantes que empujan carros y cargan toda clase de bultos convergen en la marea azul, parda y gris que se desplaza lentamente por el camino de El Puerto. Doce mil hombres en retirada.
- Nos queda un paseíto -comenta Bertoldi, resignado-. Hasta Francia.
- Más lejos, me temo. Dicen que ahora toca Rusia.
- Mierda.
Simón Desfosseux mira atrás por última vez, en dirección a la ciudad lejana, inalcanzable, que enrojece despacio en el crepúsculo de la bahía. Ojalá, piensa, aquel extraño policía haya encontrado al fin lo que buscaba.
Noche de levante en calma. Ni una ráfaga de brisa en el aire cálido e inmóvil. No hay ruidos, tampoco. Sólo las voces de dos hombres que conversan en voz baja, en la penumbra de un farol puesto en el suelo, entre los escombros del patio del castillo de Guardiamarinas. Junto al boquete del muro que da a la calle del Silencio.
- No me pida tanto -dice Hipólito Barrull.
A su lado, Rogelio Tizón se calla un instante. No le pido nada, responde al fin. Sólo su versión de los hechos. Su enfoque del asunto. Usted es el único con la lucidez suficiente para darme lo que necesito: el punto racional que aclare el resto. La mirada científica que ordene lo que ya conozco.
- No hay mucho que ordenar, en mi opinión. No siempre es posible… Hay claves que nunca estarán a nuestro alcance. No en este tiempo, desde luego. Harán falta siglos para comprender.
- Jabonero -murmura el comisario entre dientes.
Está decepcionado. Confuso, todavía.
- Un maldito y simple jabonero -repite, tras un instante.
Siente en él la mirada del profesor. Un destello del farol en el doble reflejo de los lentes.
- ¿Por qué no?… Eso apenas tiene que ver. Es cuestión de sensibilidades.
- Dígame qué le parece.
Aparta el rostro Barrull. Es evidente su incomodidad por estar allí. Hace rato que ésta supera a su curiosidad inicial. Desde que subió del sótano del castillo, su actitud es distinta. Evasiva.
- Sólo he hablado con él durante media hora.
Tizón no dice nada. Se limita a esperar. Al cabo de un momento ve cómo el otro mira alrededor, a las sombras del viejo edificio oscuro y abandonado.
- Es un hombre obsesionado por la precisión -dice al fin Barrull-. Seguramente la familiaridad de su oficio con la química tiene mucho que ver… Maneja, por decirlo así, un sistema propio de pesos y medidas. En realidad es hijo de nuestro tiempo… De pleno derecho, además. Un espíritu cuantificador, diría yo. Geométrico.
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