Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- ¿Cómo la encontraron? -pregunta, estremeciéndose.
El policía -comisario Tizón, ha dicho al presentarse- está sentado en el borde del sofá, rígido, con el sombrero a un lado y el bastón apoyado en las rodillas. Su levita marrón, de corte vulgar, está tan arrugada como los pantalones. El rostro se ve demacrado: párpados enrojecidos, cercos oscuros en los ojos, mentón sin afeitar bajo las frondosas patillas que se unen con el bigote. Una mala noche, sin duda. Sueño y cansancio. La nariz aguileña, fuerte, recuerda la de un ave rapaz. Un águila cruel, peligrosa y fatigada.
- Por casualidad, en el patio del almacén de leña… Uno de nuestros hombres entró para hacer una necesidad y vio el cadáver en el suelo.
Habla mirándola a los ojos, pero ella nota su incomodidad. De vez en cuando el policía dirige un vistazo rápido al reloj de la pared, como si el pensamiento se le escapara a otra parte. Se diría que está deseando abreviar la charla. El trámite enojoso que lo ocupa allí.
- ¿Estaba muy… maltratada?
El otro hace un gesto ambiguo.
- No la violentaron, si es a lo que se refiere. Por lo demás… Bueno… No fue una muerte agradable. Ninguna lo es.
Se calla, dejando a Lolita Palma imaginar el resto. Ella se estremece de nuevo. Incrédula, todavía. Asomada, a su pesar, al borde de un abismo inesperado. Dolor y negro espanto.
- Era sólo una niña -murmura, aturdida.
Sigue retorciendo el pañuelo. No quiere flaquear, y lo ha evitado hasta ahora. No delante de este hombre. Ni de nadie. El primo Toño, que ha venido corriendo al enterarse, sí está arriba con Curra Vilches y otros amigos y vecinos, destrozado. Tirado en un sillón y llorando como un chiquillo.
- ¿Han capturado al que lo hizo?
El mismo gesto que antes. La pregunta parece acentuar la incomodidad del comisario.
- Estamos en ello -responde, neutro.
- ¿Es el que hizo eso a otras mujeres?… Corría el rumor hace unos meses.
- Es pronto para establecerlo.
- He sabido que al poco rato cayó una bomba casi en el mismo sitio… ¿Es verdad que mató a dos personas y malhirió a tres?
- Eso parece.
- Qué desafortunada casualidad.
- Muy desafortunada. Sí.
Lolita Palma advierte que el policía mira con aire distraído las estampas de las paredes, como queriendo cambiar el rumbo de la conversación.
- ¿Por qué salió de casa la muchacha?
Se lo explica en pocas palabras: iba a un recado, a la botica de la Cruz de Madera. El mayordomo, Rosas, está en cama, enfermo. Hacían falta unos remedios, y él mismo pidió a Mari Paz que fuera a buscarlos.
- ¿Sola y a esa hora?
- No era muy tarde. Serían las diez, o poco más. Y la botica está ahí mismo, a tres manzanas… Fuera de los bombardeos franceses, éste siempre fue un barrio tranquilo. Muy respetable y seguro.
- ¿A nadie le preocupó que no volviera?
- No nos dimos cuenta. Ya se había cenado en casa… El mayordomo estaba dormido en su cuarto, y yo arriba, en mi gabinete. No pensaba bajar y no la necesitaba.
Se interrumpe mientras rememora lo de anoche: ella en la habitación del piso alto, ignorante de lo que en ese momento le ocurría a la infeliz muchacha. Ocupada, hasta muy tarde, en el papeleo oficial ocasionado por la recuperación del Marco Bruto y la pérdida de la Culebra. Moviéndose como una autómata desprovista de alma, reacia a pensar en nada que no fuesen los aspectos prácticos del asunto. Secos los ojos, muy lento el corazón. Y también, pese a todo, asomada a la ventana, a ratos, entre las macetas de helechos, mirando el halo de luna sobre la niebla. Recordando la mirada color de uva mojada de Pepe Lobo. Concédame que es demasiado pedir, había dicho él. En otro lugar del mundo. Yo.
- Es terrible -se lamenta-. Espantoso.
El tono del policía suena rutinario. Con sequedad profesional.
- ¿Tenía novio?… ¿Pretendientes?
- No, que yo sepa.
- ¿Y familia en Cádiz?
Mueve Lolita la cabeza. La joven, cuenta, era de la isla de León. Gente pobre, honrada. Trabajadores de las salinas. El padre es una buena persona. Felipe Mojarra, se llama. Sirve en la compañía de escopeteros de don Cristóbal Sánchez de la Campa.
- ¿Sabe lo que ha pasado?
- Le he mandado aviso con mi cochero, que lleva una carta mía para que sus superiores le permitan venir… ¡Pobre hombre!
Se queda absorta, abatida. Húmedos los ojos, al fin. Imagina el dolor de esa familia. La desgraciada madre. Su chiquilla, muerta de aquel modo atroz. Con diecisiete años.
- Increíble. Espantoso e increíble. ¿Es cierto lo que me han contado?… ¿Que la torturaron antes de matarla?
El policía no dice nada. Sólo la mira inexpresivo. Ella siente ahora, sin remedio, una lágrima resbalar hasta la barbilla.
- Por Dios -gime.
Se avergüenza de mostrar debilidad ante un extraño, pero no puede evitarlo. Su propia imaginación la maltrata. Aquella pobre niña.
- Quién podría…
Se ahogan las palabras. Roto el dique, las lágrimas brotan copiosas, mojándole la cara. Incómodo, el comisario desvía de nuevo la vista, carraspea. Al fin coge bastón y sombrero y se pone en pie.
- En realidad, señora -dice casi con suavidad-, puede cualquiera.
Ella se lo queda mirando desde la butaca, sin comprender. De qué me habla, piensa. A quién se refiere.
- Encontrarán al asesino, espero.
Una mueca casi animal crispa la boca del otro. Reluce allí un diente de oro, esquinado. Un colmillo.
- Si no se tuercen las cosas, estamos a punto de cogerlo.
- ¿Y qué harán con ese canalla?
La mirada dura y fría del hombre traspasa a Lolita Palma como si fuese más allá, lejos. A lugares turbios, inexplicables, que sólo él puede ver.
- Justicia -responde en voz muy baja.
Toda la luz del sur en unos pocos pasos, bajo un cielo tan limpio y azul que hiere la vista. La calle del Rosario no parece la misma de anoche: blanco de cal, dorado de piedra marina y macetas con geranios en los balcones. Entre esa claridad, desaliñado, sudoroso, con huellas de insomnio en la cara, el ayudante de Rogelio Tizón agacha la cabeza a la manera de un perrazo enorme y torpe.
- Le juro que hacemos todo lo posible, señor comisario.
- Y yo te juro que os mato, Cadalso… Como se haya escapado, os arranco los ojos y meo en vuestra calavera.
Parpadea el esbirro, fruncido el ceño, considerando seriamente lo que la amenaza tiene de exagerado y de real. No parece ver claro el límite.
- Hemos registrado la calle, casa por casa -dice al fin-. Y ni rastro. Nadie sabe nada. Nadie lo ha visto… Lo único que hemos confirmado es que está herido. Usted le dio lo suyo.
Camina un poco Tizón, balanceando el bastón. Furioso. Hay hombres de guardia a los extremos de la calle y en las puertas de algunas casas: una veintena de agentes y rondines repartidos por el lugar, controlándolo todo bajo la mirada de los vecinos que curiosean desde balcones y ventanas. Cadalso señala un portal próximo a la esquina.
- Cuando puso una mano ahí, dejó una huella de sangre. Y otra más allá.
- ¿Habéis comprobado que no sea un vecino?
- Con el padrón municipal y la lista del barrio. Nombre por nombre -Cadalso señala a la gente asomada-. Aquí nadie está herido. Y nadie salió anoche después de las diez.
- Eso no puede ser. Yo mismo lo encajoné en este sitio. Y no me moví hasta que llegaste dando pitidos, con todos esos inútiles.
Ha ido hasta el portal y observa la mancha pardusca en el quicio encalado. Tres dedos y la palma de una mano. Al menos, piensa con retorcida satisfacción, uno de sus dos tiros hizo carne. El pájaro lleva plomo en el ala.
- ¿No pudo escapársele entre la niebla, señor comisario?
- Te digo que no, coño. Lo seguí de cerca, y no tuvo tiempo de llegar al final de la calle.
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