Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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Ahora le parece ver moverse a una mujer entre la niebla. Sin duda se trata del cebo, que camina, siguiendo sus instrucciones, hacia esta parte de la plaza: una joven de diecisiete años reclutada por Cadalso en la Merced, de la que el comisario ni siquiera se ha preocupado de averiguar el nombre. Al cabo de un instante confirma que es ella. Viene despacio, siguiendo el muro del convento para hacerse ver en la luz, como se le dijo que hiciera, antes de volver atrás, a la zona de sombra. Su caminar hastiado, profesional, desazona al policía. Esto no va a funcionar, se dice mientras observa la silueta de la muchacha acentuar sus contornos en la penumbra brumosa. La idea lo hiere como un golpe en la cara. Ya es todo demasiado evidente, maldita sea. Demasiado burdo. A estas alturas, por repetida, la táctica equivale a poner medio queso entero a la vista en una ratonera: a poco que haya rondado por la ciudad en noches anteriores, el asesino sabrá lo suficiente para no picar el anzuelo. De nuevo, piensa Tizón, tengo acorralado mi rey en una esquina del tablero, y las carcajadas del otro resuenan por la ciudad. Ni vórtices, ni bombas. Debería irme a la cama de una vez, y acabar con todo. Estoy cansado. Harto.
Por un momento considera salir del escondite, encender un cigarro, estirar las piernas y sacudirse la niebla perra que araña sus huesos. Sólo la paciencia profesional lo retiene. Hábitos resignados del oficio. La muchacha ha llegado bajo el farol, y tras quedarse allí un rato da la vuelta para desandar camino. De la niebla que espesa al fondo de la plaza se ha destacado una sombra. Tizón, alerta, advierte que se trata de un hombre que camina solo, a lo largo del muro del convento; y que según se aproxima a la mujer se aparta a un lado, cediéndole el paso. Lleva sombrero redondo y un capotillo oscuro, corto. Se cruza con la muchacha sin mirarla ni cambiar palabra y sigue adelante, acercándose al portal donde se encuentra oculto el policía. En ese momento, cuando aún no ha llegado a su altura, suena lejos, hacia la calle de la Cruz de Madera, un grito masculino ronco y violento, en el que el comisario cree reconocer la voz de Cadalso. Un instante después vibra el pitido agudo de un silbato, seguido por otro, y por otro. Estupefacto, Tizón observa a la mujer, que se ha detenido, iluminada todavía por la luz difusa del farol, mirando hacia el sector oscuro. Qué diablos ocurre, se pregunta. Por qué el grito y los silbatos. Al fin, reaccionando, abandona su escondite y sale apresurado, empuñando el bastón. Entonces ocurren dos cosas: cuando lo ve aparecer, la muchacha -que sabe de su presencia a este lado de la plaza- viene hacia él, asustada. Al mismo tiempo, el hombre que estaba a punto de cruzarse con Tizón agacha la cabeza y sale corriendo. Por un brevísimo instante, el comisario se queda perplejo. Es su instinto de policía el que elige de modo automático, centrando la atención en el hombre que corre. Y entonces, en dos o tres zancadas, lo reconoce. Corría igual la noche de la cuesta de la Murga, con Tizón a la zaga: veloz, silencioso y baja la cabeza. El descubrimiento paraliza un momento al comisario: tiempo suficiente para que el otro pase cerca y siga corriendo calle abajo, entre la niebla, calado el sombrero y con el capotillo corto ondeando a su espalda como las alas de una rapaz nocturna. Entonces, olvidándose de los silbatos y de la muchacha, el policía saca el pistolete, echa atrás el doble percutor, apunta con toda urgencia y oprime uno de los dos gatillos.
- ¡Al asesino! -grita después del fogonazo-. ¡Al asesino!
O la bala ha dado en carne, o el fugitivo resbala sobre el empedrado húmedo: Tizón lo ve caer y levantarse de nuevo, con asombrosa agilidad, en la esquina misma de la calle de San Francisco. Ahora el policía corre detrás, a pocos pasos. Va cuesta abajo, y eso lo ayuda. De improviso, el fugitivo tuerce a la derecha y se pierde de vista. Lo sigue Tizón a la carrera, pero al doblar la esquina sólo ve la calle vacía, en la penumbra gris de la niebla que lo moja todo. Es imposible, decide, que haya llegado al otro extremo. Deteniéndose, mientras procura recobrar el aliento y serenarse, estudia la situación. Cuando ordena las ideas, comprueba que se encuentra en el tramo alto de la calle del Baluarte, que cruza con la de San Francisco. El silencio es absoluto. Tizón saca del bolsillo el silbato y se lo lleva a los labios; pero tras un titubeo renuncia a usarlo de momento. Con mucho cuidado, procurando apoyar el talón antes que la suela de las botas para no hacer ruido, se mueve por el centro de la calle, cauto como un cazador, mirando a uno y otro lado con el cachorrillo en la mano derecha y el bastón en la izquierda; ensordecido por el batir del pulso que le retumba en los tímpanos. A su paso encuentra puertas cerradas o portales vacíos -muchos vecinos los dejan abiertos en esta época del año-, y durante un trecho, desesperado, amargo hasta blasfemar entre dientes, está seguro de haber perdido la partida. Una de las últimas casas, situada en la parte izquierda y cerca de la esquina, tiene el portal abierto, largo y profundo, en forma de casapuerta cerrada por la habitual verja al fondo. Con cautela, Tizón se apoya en la pared húmeda y asoma la cabeza en la oscuridad, escudriñando el interior. Apenas se recorta en el hueco, una sombra surge con brusquedad, lo aparta de un empujón y se precipita a la calle, no sin que antes el comisario le dispare a bocajarro el segundo tiro de la pistola, con un breve fogonazo que el capotillo del otro oculta, mientras brota de sus labios un gruñido casi animal, desesperado y violento. Tambaleándose por el golpe, cae Tizón al suelo, lastimándose un codo. Se incorpora en cuanto puede y corre tras el fugitivo, que ha doblado la esquina; pero al llegar a ésta ve la calle desierta en la claridad brumosa del halo de la luna. Al perseguido parece, de nuevo, habérselo tragado la niebla. Reprimiendo el impulso de seguir corriendo, el comisario se detiene, respira hondo y reflexiona. Es imposible que el otro haya logrado llegar a la siguiente esquina, concluye. La calle es demasiado larga. Parte de ella, además, está ocupada por la iglesia del Rosario. Esto significa que, en vez de seguir huyendo, el fugitivo ha buscado refugio en otro portal; y éstos no son muchos en ese tramo. El lugar puede ser casual, o tal vez vive allí mismo, en alguna casa próxima. Es probable, además, que vaya herido. Quizá necesite un escondite provisional para mirarse el balazo. Para estar un rato quieto y reponerse. O desfallecer. Sin perder de vista la calle en ningún momento, el policía estudia las casas una por una, mientras procura imaginar qué habría hecho él. Está seguro de que su gente ha oído los tiros y no tardará en acudir. Y esta vez sí, concluye. Ahora el lobo ha mordido la presa y no está dispuesto a soltarla. No, al menos, mientras pueda hacer algo para acorralarla un poco más. Lo primero es rodear el lugar, el tiempo necesario. Cerrar la red. Que nadie salga de allí sin registrarlo bien de arriba abajo.
Parado entre la niebla, Tizón se guarda en el bolsillo la pistola, se lleva el silbato a la boca y emite un largo pitido, tres veces. Después enciende un cigarro y espera a que llegue su gente. Mientras aguarda, intenta ordenar los hechos. Reconstruirlo todo. Entonces se pregunta qué habrá ocurrido antes, en la parte oscura de la plaza. Por qué el grito de Cadalso, si es que de verdad era él, y los primeros toques de silbato.
En la salita de recibir de la planta baja, entre las estampas marineras enmarcadas sobre el friso de madera oscura, el leve tictac del reloj inglés de péndulo llena los silencios. Éstos son muchos y desconcertados. Pausas de asombro y horror. Sentada en la butaca tapizada de vaqueta, Lolita Palma retuerce un pañuelo entre los dedos. Tiene las manos juntas en el regazo del vestido azul oscuro, de mañana, ceñido al talle con botonadura de azabache negro.
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