Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- No diga eso… El capitán conoce su oficio.
Una pausa. Golpea el viento en fuertes ráfagas que hacen agitarse y gualdrapear la ropa tendida en las terrazas próximas como sudarios de fantasmas enloquecidos.
- ¿Me permite fumar, doña Lolita?
- Claro.
- Con su permiso.
A la breve luz del chisquero con que el sirviente enciende un cigarro liado, Lolita Palma observa las duras arrugas que surcan su cara. Pepe Lobo, piensa, estará ahora rodeado de rostros idénticos a éste: hombres curtidos, tallados por el mar. Puede, sin esforzarse en absoluto, imaginar al corsario -si es que no ha renunciado a la empresa y aún sigue adelante- escudriñando la oscuridad ante la proa de la balandra. Atento a cualquier sonido más allá del viento y el crujir de madera y lona, mientras el susurro del sondador encaramado en la serviola cuenta las brazas de agua que hay bajo la quilla y todos aguardan, crispados por la tensión que ata lenguas y seca bocas, el resplandor de una andanada enemiga que barra la cubierta.
Otra racha de mistral húmedo aúlla sobre las terrazas y llega hasta la ventana de la torre vigía. Temblando bajo la toquilla, la mujer siente ahora, preciso y concreto como una herida, el hueco de los gestos que nunca hizo; el silencio de todas las palabras que no pronunció mientras la penumbra del último atardecer-sólo han transcurrido unas horas, y parece goteo de años- velaba las facciones del hombre cuyo recuerdo la estremece: un trazo blanco sobre la piel atezada, doble reflejo de uva mojada en los ojos claros, ausentes, absortos en la noche que se apropiaba implacable de sus sentimientos y sus vidas. Quizá él regrese cuando todo termine, se dice de pronto. Quizá yo pueda, o deba. Aunque no. Tal vez nunca. O sí. Tal vez siempre.
- ¡Allí! -exclama Santos.
Sobresaltada, Lolita Palma mira en esa dirección. Entonces contiene el aliento mientras se le eriza la piel. A través de la bahía, el viento arrastra un rumor sordo y monótono, apagado, como truenos muy lejanos. En la ensenada de Rota, sobre la superficie negra del mar, relucen diminutos fogonazos.
Astillas, relampagueo de disparos y hombres que gritan. Cada vez que encaja otra andanada, la Culebra tiembla como si estuviera viva, o muriendo. Desde que la balandra apartó al fin su proa de la aleta del bergantín, cayendo a babor en el lecho del viento, Pepe Lobo no ha tenido tiempo de averiguar cómo le van las cosas a Ricardo Maraña y su trozo de abordaje. Apenas el último de ellos se encaramó al Marco Bruto -fue un milagro no partir el bauprés en la silenciosa aproximación final a oscuras, pese a ir ya contra el viento-, Lobo pasó a ocuparse del barco sin luces que les disparaba por la banda de estribor. No esperaba encontrar a nadie en ese lado, y el súbito aviso de que había algo fondeado a sotavento y a estribor de la presa lo sorprendió en el último instante, cuando ya no podía alterar la maniobra: un barco armado, de pequeño porte. Posiblemente, el místico corsario que rondaba la bahía, y que en las últimas horas también echó el ancla ahí. Su cañonazo único, aislado, delató a los atacantes antes de tiempo; pero a estas alturas da igual. Hay otras cosas de las que ocuparse. El místico, si es que se trata de él, deriva con el fuerte viento, suelto el fondeo, hecho una hoguera desde que la Culebra, apenas Maraña y dieciséis hombres pasaron al abordaje del Marco Bruto, le incendió algo a bordo tras largar por estribor, a bocajarro, una andanada de cuatro cañones de 6 libras.
El problema está a babor del bergantín abordado; o más bien allí donde, tras caer por esa banda a sotavento, Pepe Lobo ve ahora los fogonazos de cañones y fusilería que dispara el falucho corsario, fondeado muy cerca. En la oscuridad, Lobo no puede ver bien su propia arboladura; pero el resplandor del místico incendiado, que sigue derivando con el viento, y los fogonazos intermitentes de los cañonazos de la Culebra, muestran la jarcia cada vez más picada y la lona que traslucha o se tensa arriba, en el fuerte viento: desgarrada en parte la gran vela mayor, trabado el pico a medio palo, y sin otra maniobra útil que la trinqueta. En la cubierta llena de cabuyería enredada y astillas, recortados en el brutal contraluz de los cañonazos, los tripulantes de la balandra intentan ayustar brazas y drizas rotas para mantener la capacidad de maniobra, mientras los artilleros limpian, cargan y asoman de nuevo por estribor las cuatro piezas dispuestas con doble bala. Pepe Lobo recorre la batería empujando a los remisos, ayudando a tirar de los palanquines que trincan las cureñas.
- ¡Disparad!… ¡Disparad!
Llora pólvora quemada, y sus gritos se ahogan en el estruendo del combate. Están muy próximos al falucho enemigo, que sigue fondeado y haciéndoles un fuego muy vivo. Tres cañones de 6 libras y una carronada de 12 a cada banda, como sabe Pepe Lobo. La carronada tira con metralla, y a esa distancia sus disparos tienen efectos devastadores en la cubierta de la balandra. A cada impacto que recibe, el casco se estremece con sacudidas que hacen oscilar la arboladura, cuyos obenques bailan rotos y sueltos. Hay demasiados hombres tirados en cubierta: los que caen muertos o heridos y los que se agazapan, aterrados, intentando protegerse de los tiros y astillazos que zumban por todas partes. Lobo se alegra de haber largado al mar la lancha antes de entrar en la ensenada, pues a bordo se habría convertido, bajo los impactos, en astillas mortales para quien estuviese cerca.
- ¡Si queréis volver, seguid disparando!
Más fogonazos. Tras cada estampido, los cañones rebrincan retenidos por sus bragueros. Empieza a sentirse la falta de gente. El trozo de abordaje para el Marco Bruto dejó las piezas sin hombres suficientes, incluso antes de empezar el combate. Los que aún pelean, tosen y secan sus ojos lagrimeantes mientras mascullan obscenidades al tirar de los palanquines y poner de nuevo los cañones en batería. Lobo se une a ellos, desollándose las manos en las trincas, tirando con desesperación. Después acude a popa sorteando tablazón rota y cuerpos caídos. Una sensación confusa, de falta de control y desastre inminente, empieza a hacerle perder la serenidad. El viento se lleva la humareda de los disparos con rapidez, y puede distinguir, cada vez más próxima, la esbelta silueta negra del barco fondeado, con su banda de estribor punteada de fogonazos de artillería y relampaguear de mosquetes. Por suerte, piensa atropelladamente, está demasiado cerca, y las baterías de la costa no se deciden a disparar, temiendo darle al falucho.
- ¡Caña a la banda! ¡Todo a la banda!… ¡Si nos trabamos con él, no saldremos de aquí!
Uno de los timoneles -o su despojo, troceado como en el tajo de un carnicero- está tirado contra el trancanil de babor. El Escocés empuja la barra hacia el lado opuesto, con todas sus fuerzas. Pepe Lobo intenta ayudarlo, pero resbala en la tablazón cubierta de sangre. Cuando se incorpora, una bala de cañón golpea el casco a la manera de un gigantesco puñetazo, con un crujido seco, tajando en la cubierta una brecha larga, semejante a un hachazo. Lobo, que ha caído de nuevo, cierra los ojos y los abre en pocos segundos, aturdido. Al resplandor de los fogonazos y del místico que deriva incendiado, ve que la caña oscila libremente, de un lado a otro, y que el Escocés gatea debajo con las tripas a rastras, pisándoselas con las rodillas, mientras chilla como un animal. Poniéndose en pie, el capitán lo aparta de un empujón y coge la barra, pero ésta no responde. La Culebra está sin gobierno. En ese momento, simultáneamente, ocurren varias cosas: un cohete con bengala asciende desde la costa, iluminando la ensenada; al mismo tiempo, la vela mayor de la balandra se rifa de arriba abajo, el palo cae con un chasquido largo, de árbol tronchado, y mientras de lo alto llueven cabos, zunchos, motones, lona y astillas, el costado del barco cruje y se inmoviliza contra el del falucho enemigo, trabándose la jarcia rota del uno en el otro.
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