Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Pues disponga maniobra. Nos vamos.

- A la orden.

Se aviva la brasa del cigarro mientras el primer oficial da media vuelta.

- Ricardo… Eh… Piloto.

Un silencio breve. Desconcertado, tal vez. El teniente se ha detenido.

- Dígame.

Su voz delata asombro. Del mismo modo que jamás se tutean ante la tripulación, nunca, ni siquiera en tierra, Pepe Lobo lo había llamado antes por su nombre de pila.

- Va a ser un viaje corto y duro… Mucho.

Otro silencio. Al fin suena la risa del teniente en la oscuridad, hasta interrumpirse en un golpe de tos. El cigarro describe un arco rojizo sobre la borda y se extingue al caer al mar.

- Métanos en Rota, capitán. Después, que el diablo reconozca a los suyos.

En su barraca, en mangas de camisa zurcida y poco limpia, junto a la escasa luz de un cabo de vela medio consumida, Simón Desfosseux moja la pluma en el tintero y registra cálculos e incidencias en un grueso cuaderno que lleva metódicamente, a modo de diario técnico de campaña. Cada día hace lo mismo al concluir la jornada, minucioso como suele, anotando ecuánime cada éxito y fracaso. En los últimos días, el artillero está satisfecho: ciertas mejoras en la gravedad específica de las bombas, aplicadas tras mucho tira y afloja con el general D'Aboville, aumentan su alcance. Recurriendo a granadas completamente esféricas y pulidas, desprovistas de espoleta y con la carga de pólvora sustituida por 30 libras de arena inerte, los obuses Villantroys-Ruty consiguen desde hace dos semanas llegar a la plaza de San Antonio, corazón de la ciudad. Eso supone un alcance efectivo de 2.820 toesas, gracias al delicadísimo equilibrio entre la arena y el plomo que, cuidadosamente vertido en capas sucesivas en la recámara del proyectil, compensa las 95 libras que pesan las bombas actuales, disparadas con una elevación de cuarenta y cinco grados. Es cierto que, como van sin pólvora ni espoleta, no estallan nunca; pero al menos caen donde deben caer, más o menos, con desviaciones esporádicas -todavía preocupantes para Desfosseux- de hasta medio centenar de toesas, tomando como referencia la enfilación de los campanarios de la iglesia. Tal como andan las cosas, resulta razonable; y justifica que el Monitor, para satisfacción del mariscal Soult, haya publicado, sin mentir demasiado -sólo un tercio de mentira-, que el ejército imperial bombardea todo el perímetro de Cádiz. En lo que se refiere a las otras granadas, las que estallan, una ingeniosa combinación de mixtos, estopines y fulminantes de nueva invención -fruto, también, de interminables cálculos y arduo trabajo con Maurizio Bertoldi-, hace posible que, en condiciones adecuadas de viento, temperatura y humedad, una de cada diez alcance ahora su objetivo, o los alrededores, con la espoleta encendida el tiempo suficiente para estallar como es debido. Los informes que llegan de Cádiz, pese a que mencionan más susto y destrozo que víctimas, bastan para cubrir el expediente y tener tranquilo al mariscal; aunque, para su íntima mortificación, Desfosseux siga convencido de que, si lo dejaran usar morteros de gran calibre en lugar de obuses, y bombas de mayor diámetro con espoletas grandes en vez de granadas, los logros en alcance serían parejos a la eficacia destructora, y sus proyectiles arrasarían la ciudad. Pero, lo mismo que el ausente mariscal Víctor, Soult y su estado mayor, ateniéndose con mucha prudencia a la voluntad del emperador, siguen sin querer oír una palabra de morteros; mucho menos ahora que Fanfán y sus hermanos llegan a donde deben llegar, o casi. El propio duque de Dalmacia -título imperial de Jean Soult- felicitó hace unos días a Desfosseux durante una inspección en el Trocadero. Contra lo que suele ocurrir, el duque estaba de buen humor. Un correo, de los que logran cruzar Despeñaperros sin que los guerrilleros los cuelguen de una encina y les saquen las tripas, había traído periódicos de Madrid y París con la mención al nuevo alcance de los bombardeos; y también la noticia de que el convoy con el último botín de cuadros, tapices y joyas saqueado por Soult en Andalucía había llegado sano y salvo al otro lado de los Pirineos.

- ¿De verdad no quiere que lo ascienda, capitán?

- No, mi general -impecable taconazo de circunstancias-. Aunque se lo agradezco mucho. Prefiero seguir con la misma graduación, como saben mis superiores inmediatos.

- Vaya. ¿Le dijo usted eso mismo a Víctor?

- Sí, mi general.

- ¿Lo oyen, caballeros?… Vaya tipo raro.

Cierra Desfosseux el cuaderno y se queda pensativo, considerando otro asunto. Al cabo consulta su reloj de bolsillo. Luego abre la caja de munición vacía que usa como escritorio y saca la última comunicación, recibida esta misma tarde, del policía español. Tras un silencio de dos semanas, ese extraño individuo vuelve a pedirle que dentro de cinco días, pasadas las cuatro de la madrugada, haga algunos disparos dirigidos a un lugar concreto de la ciudad. La carta incluye un croquis del área donde deben caer las bombas; y el capitán, que conoce el trazado de Cádiz mejor que sus propias manos, no necesita un plano para determinarlo: est á dentro del sector de las granadas que estallan, y puede alcanzarse sin problemas mientras no sople un poniente demasiado fuerte. Se trata de la plazuela de San Francisco, situada junto al convento y la iglesia del mismo nombre. Un objetivo relativamente fácil con carga convencional de pólvora y espoleta, siempre que las bombas -a veces parecen pensar por su cuenta, las malditas- no decidan desviarse a la derecha, a la izquierda, o quedarse cortas y caer en el mar.

Pintoresco sujeto ese comisario, piensa el artillero mientras prende fuego a una esquina del papel y lo deja consumirse en el suelo. Poco simpático, desde luego. Con su cara de águila sombría y los ojos relucientes de violencia contenida, traspasados de determinación y venganza insatisfecha. Desde el encuentro clandestino junto a la playa, Simón Desfosseux no ha respondido por escrito a las comunicaciones del español. Lo considera inútil y arriesgado. No para él, que puede justificarse con la excusa de un confidente que lo ayuda a determinar objetivos, sino por la seguridad del propio individuo. No son tiempos para equívocos, ni matices. Duda el artillero que las autoridades del otro bando aceptaran como natural que uno de sus policías, en connivencia con el enemigo, oriente algunos de los disparos que caen en la ciudad, destrozan bienes y se cobran vidas. Son riesgos que ese Tizón parece asumir con despego; pero Desfosseux no desea aumentarlos con una indiscreción suya. Ni siquiera el fiel Bertoldi, que echó una mano cuando la entrevista, está al corriente de lo que se habló: todavía cree habérselas con un espía o confidente. En lo que al capitán se refiere, éste se ha limitado a cumplir su parte del acuerdo, arreglándoselas para que, en las fechas y horas requeridas, el sargento Labiche y sus hombres dirijan unos cañonazos a los lugares indicados, siempre con granadas provistas de pólvora y espoleta. Se trata de bombardear, a fin de cuentas. Puestos a ello, lo mismo da que los proyectiles caigan en un sitio que en otro. En cuanto a la historia de las muchachas muertas, imagina que, en caso de éxito del comisario, éste le enviará alguna comunicación sobre el particular. De cualquier modo, Desfosseux sigue dispuesto a mantener el compromiso. No indefinidamente, claro. Todo tiene su límite.

Poniéndose en pie, el artillero consulta de nuevo el reloj. Después coge casaca y sombrero, apaga la vela y, tras apartar la manta que cubre la entrada de su barraca, sale afuera, a la oscuridad. El cielo está lleno de estrellas, y el viento noroeste agita las llamas de un vivac próximo, donde varios soldados de guardia calientan un puchero con el habitual brebaje de cebada tostada y molida con pretensiones de café, que ni huele a café, ni sabe a café, ni lleva dentro un solo grano de café. El chisporroteo del fuego ilumina, con su danza rojiza, los cañones de los fusiles y los rostros fantasmales donde bailan sombras y reflejos.

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