Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- ¡Señal a la goleta!… ¡Preparada para virar!

Un gallardete rojo sube y baja rápidamente, por estribor, hasta el penol de la verga baja del velacho. En popa, el Escocés y el otro timonel mantienen firme la larga barra, al rumbo establecido. El capitán se sitúa junto a ellos, en la parte de sotavento, agarrado con una mano a la caseta del tambucho y mirando por encima de la regala y la fila de cañones cuyas bocas asoman por las portas. El contramaestre Brasero está al pie del palo, entre la gente de maniobra, vuelto hacia popa y esperando órdenes. Lo mismo hace Ricardo Maraña, situado junto al primer cañón de babor, con la driza que acciona la llave de fuego en la mano derecha y la izquierda alzada para indicar que está listo. Los otros tres cabos cañoneros de esa banda hacen lo mismo.

- ¡Que vire la goleta!

Asciende ahora al penol una corneta azul, y al instante la Cristina Ricotti se cierra al viento, flameando sus velas. Lobo dirige un último vistazo a la grímpola, al mar y al místico enemigo. Está a menos de tres cables de distancia. Casi a tiro, habida cuenta de que la banda por donde van a disparar es la de sotavento, y queda inclinada por la escora.

- Orza dos cuartas -dice a los timoneles.

Llevan éstos la barra a babor, y el bauprés de la Culebra se aparta de la ensenada, apuntando ahora al fuerte enemigo de Santa Catalina. Brazas y escotas acallan de inmediato el ligero flameo de la lona, que ciñe más el viento. El místico ha pasado de quedar por la amura de babor a situarse más al través, dentro del sector de tiro de los cañones.

- ¡Iza bandera!

La enseña mercante de dos franjas rojas y tres amarillas, con el escudo central que a la Culebra autoriza su condición de corsario del rey de España, sube ahora en su driza, desplegándose al viento. Apenas la bandera llega al pico de la cangreja, Lobo mira a su primer oficial.

- ¡Es suyo, piloto! -grita.

Sin precipitarse, agachado tras la mira del cañón para calcular la puntería y el balanceo mientras dirige en voz baja a los artilleros que mueven la pieza con la cuña y los espeques, Maraña aguarda unos instantes con la driza de la llave de fuego en la mano, da al fin un tirón de ésta, y el cañón salta retenido por sus trincas con un estampido y un remolino de humo de pólvora que corre a lo largo de la borda. Cinco segundos después retumban los otros tres; y aún está la humareda deshaciéndose en la aleta de la balandra cuando Pepe Lobo da la orden de cambiar el viento de borda.

- ¡Orza a la banda!… ¡Salta escotas!

- Allá va con Dios -dice el Escocés, santiguándose antes de meter la barra a sotavento.

Flamean las velas del bauprés, con la proa yéndose a estribor mientras el viento pasa al otro lado. Bajo el palo, los hombres dirigidos por Brasero bracean a rabiar el velacho para que éste ciña en la nueva dirección.

- ¡Caza escotas!… ¡Ahí!… ¡Caña a la vía!

Amurada ahora a babor, ajustándose al nuevo rumbo, la Culebra machetea poderosa la marejadilla, en dirección paralela y a un cable de la goleta que navega algo adelantada, a salvo y con sus dos velas cangrejas y el foque tensos, a buena marcha. Ricardo Maraña ya está de vuelta en popa: manos en los bolsillos de su estrecha chaqueta negra y mueca de hastío habitual, como si viniera de dar un aburrido paseo por la playa. Pepe Lobo despliega el catalejo y dirige una mirada al místico enemigo. Éste se queda atrás, atravesado al viento a media maniobra. Con un agujero en la vela de trinquete, que el nordeste desgarra y aumenta de tamaño hasta rifar la lona, rasgándola de arriba abajo.

- Que se joda -comenta Maraña, indiferente.

La partida terminó hace quince minutos, pero las piezas siguen representando la última posición: un rey blanco acorralado por una torre y un caballo negros, y un peón blanco aislado al otro extremo del campo de batalla, a sólo una casilla de coronarse dama. De vez en cuando, Rogelio Tizón dirige una mirada al tablero. Así se siente él, a veces. Acorralado entre escaques desiertos por los que se mueven piezas invisibles.

- A lo mejor un día, en el futuro, la ciencia permite establecer esas cosas -dice Hipólito Barrull-. Pero hoy resulta difícil. Casi imposible.

Entre las piezas comidas hay un cenicero sucio, una cafetera vacía y dos pocillos con posos en el fondo. Es tarde, y en torno a los dos jugadores el café del Correo está desierto. El silencio es inusual. Casi todas las luces del patio están apagadas, y hace rato que lo camareros colocaron las sillas sobre las mesas, vaciaron las escupideras de latón, barrieron y fregaron el suelo. Sólo el rincón de Barrull y el comisario permanece al margen, iluminado por una lámpara que cuelga del techo con las velas casi consumidas. El dueño del local asoma a ratos, en mangas de camisa, para comprobar si continúan allí; pero no los incomoda y se retira discretamente. Si quien vulnera las ordenanzas municipales sobre horario de establecimientos públicos es el comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes de Cádiz -conocido además por sus malas pulgas-, no hay nada que decir. Doctores tiene la Iglesia.

- Tres trampas, profesor. Con tres cebos distintos… Y nada, hasta hoy.

Se limpia los lentes Barrull con un pañuelo manchado de estornudos de rapé.

- Tampoco ha vuelto a actuar, según me cuenta. Quizá el susto, al verse sorprendido… Puede que no vuelva a matar.

- Lo dudo. Alguien que llega tan lejos no se detiene por un sobresalto. Estoy seguro de que sigue ahí, esperando la ocasión.

El otro se ha calado los lentes. En su mentón despuntan pelos grises de la barba afeitada por la mañana.

- Todavía estoy asombrado con lo de ese militar francés. Conseguir que colabore… Bueno. Asombroso. De cualquier modo, agradezco que me lo haya contado. La prueba de confianza.

- Lo necesito, profesor. Como a él -Tizón ha cogido un caballo negro de la mesa y le da vueltas entre los dedos-. Uno y otro compensan lo que no tengo. Me ayudan a llegar donde no puedo hacerlo solo. Usted con sus conocimientos e inteligencia, y él con sus bombas.

- Increíble. Si esto se supiera…

Ríe el policía entre dientes, seguro de sí. Desdeñoso respeto a la capacidad de saber de la gente.

- No se sabrá.

- ¿Y ese oficial francés sigue cooperando?

- De momento.

- ¿Cómo diablos pudo convencerlo?

Tizón lo mira con retranca policial.

- Gracias a mi natural simpatía.

Ha puesto de nuevo la pieza de ébano sobre la mesa, con las otras. Barrull mira a Tizón con interés.

- Es cierto lo que le contó sobre Laplace y la teoría de las probabilidades -comenta al fin-. También otro matemático llamado Condorcet se ocupó del asunto.

- No sé quién es.

- Da igual. Publicó un libro, que esta vez no puedo prestarle, porque no lo tengo, titulado Reflexiones sobre el m é todo de determinar la probabilidad de los acontecimientos futuros… En francés, claro. Y en él se plantean cuestiones como, por ejemplo, si un suceso ha ocurrido un número determinado de veces en el pasado, y otras veces no ha ocurrido, cuál es la probabilidad de que se produzca de nuevo, o no.

El comisario, que acaba de sacar su petaca de piel, se inclina casi confidencial, con un cigarro en la mano.

- Los efectos de la Naturaleza son casi constantes -dice, o más bien recita- cuando se consideran en un número grande… ¿Voy bien por ahí, profesor?

- Vaya -la sonrisa caballuna y amarillenta trasluce admiración-. Era usted un diamante en bruto, comisario.

Tizón, que se ha echado atrás en la silla, sonríe también.

- A fuerza de intentarlo, hasta los tontos aprenden. O aprendemos… ¿Cree que encontraría ese libro en Cádiz?

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