Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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No es fácil encarar la mirada valorativa de los ojos claros que la interrogan. De la boca entreabierta que tiene delante.
- Lo siento -dice Lobo-. Es una desgracia.
- Es más que sentirlo o no sentirlo. Y más que una desgracia, es un desastre.
Lo que viene a continuación nada tiene que ver con un arrebato de sinceridad. Lolita. Palma lo cuenta todo porque sabe que es el único camino. La conclusión válida, irremediable, a la que ha llegado. Habla así de la valiosa carga de cobre, azúcar, grana y añil que transporta el bergantín, y también de los 20.000 pesos vitales para la supervivencia inmediata de la firma familiar. Sin contar el valor de la embarcación y los efectos menores que hay a bordo.
- Por lo que he podido averiguar -concluye-, la intención de los franceses era llevarse el barco a Sanlúcar y descargarlo allí; pero el temporal los hizo resguardarse tras la punta de Rota… Se supone que en cuanto cambie el viento levarán el ancla. El muellecito es demasiado pequeño para atracar en él.
El marino se ha erguido un momento, después de escuchar ligeramente inclinado hacia Lolita, en silencio. De nuevo mira a un lado y a otro, y al cabo detiene la vista en ella.
- Esta noroestada puede durar un par de días… ¿Por qué no alijan en la playa?
Lolita Palma no lo sabe. Quizá no se atrevan, con las cañoneras españolas e inglesas tan cerca. Además, la base principal del falucho está en Sanlúcar, y pueden querer llevárselo allí. También hay guerrilleros operando cerca del río Salado. En tales casos, los franceses no se fían del transporte por tierra.
- ¿De verdad le interesa lo que digo, capitán?
Esa pregunta la formula con un punto de irritación. Una chispa que roza el despecho. Observa que él ha apartado otra vez la mirada, cual si no dedicara toda su atención a lo que le cuenta, y la dirige a las candilejas y lamparillas que siguen encendiéndose entre dos luces, en los portales y las tiendas de los edificios cercanos. Al cabo de un momento lo ve entornar los párpados.
- ¿Me ha estado buscando para contármelo?
Por fin la mira de nuevo. Desconfiado. Así es como mira el mar, concluye ella. O la vida. Y es ahora cuando debo decirlo.
- Quiero que recupere el Marco Bruto.
Ha hablado -ha conseguido hacerlo- en voz baja y serena. Después levanta la barbilla y se lo queda mirando con mucha intensidad y fijeza, sin parpadear, mientras intenta disimular el ritmo desordenado de su corazón. Sería ridículo, piensa atropelladamente, casi alarmada, caerme redonda al suelo. Sin frasco de sales.
- Es una broma -dice Pepe Lobo.
- Usted sabe que no.
Ahora no está segura de que no le haya temblado la voz. Los ojos verdes parecen analizar cada pulgada de su piel.
- ¿Ha venido aquí por eso?
No es realmente una pregunta, ni hay sorpresa en tales palabras. Por su parte, Lolita Palma no responde. No podría hacerlo. Se siente minada por una extraña lasitud, casi enfermiza, que la debilita por momentos. Los latidos fuertes e irregulares del corazón se espacian desde hace rato, dilatándose demasiado el tiempo entre unos y otros. Ha llegado hasta donde podía llegar, y lo sabe. Sin duda el corsario también lo sabe, pues tras una vacilación mueve una mano, acercándola al brazo izquierdo de la mujer: lo imprescindible para rozarle ligeramente un codo, como si la invitara a caminar un poco. A moverse. Ella se deja llevar, obediente. Sigue la indicación del gesto leve del hombre. Da unos pasos sin rumbo, y él va a su lado. Al cabo de un momento escucha otra vez su voz.
- Imposible meterse en Rota… Habrán fondeado como de costumbre, en tres brazas y media, entre la punta y las piedras. Protegidos por las baterías de la Gallina y la Puntilla.
No se ha echado a reír, piensa ella con alivio. Tampoco dice ninguna inconveniencia, como llegó a temer. Su escepticismo sólo suena grave. Correcto. Parece sinceramente inclinado a explicarle por qué no puede ser. Por qué no puede hacer lo que le pide.
- Se podría intentar de noche -dice Lolita, fríamente-. Si se mantiene el viento del noroeste, bastará cortar el fondeo y largar alguna vela para que él bergantín derive y se aleje de tierra…
Lo deja ahí, callándose para que calen sus palabras. Para que lo vea como ella lo ve; como lleva todo el día viéndolo, después de grabarse en la cabeza la carta náutica de la bahía que tiene desplegada sobre la mesa de su despacho. Ahora advierte que el marino se ha vuelto a mirarla de lado con especial interés. Admiración, quizás. Puede que un punto expectante, o divertido. Pero el tono de sorpresa parece sincero.
- Vaya. Lo ha estudiado bien.
- Me va todo en ello.
La plaza del Mentidero se estrecha en dirección a la explanada, la muralla y el mar, entre el parque de artillería y los pabellones militares de la Candelaria. Bajo las tiendas de campaña donde las familias refugiadas hacen grupos se encienden más fuegos de leña en los que hierven pucheros. Suena griterío de niños, y también las notas sueltas, melancólicas, de alguien que afina una guitarra. Hay una carbonería en la última fila de casas, con paquetes de escobas atadas con junquillos apoyados en la puerta, donde una mujer mayor con pañoleta negra dormita en una silla. Detrás, a su espalda, una mortecina luz de lámpara de aceite ilumina sacos y serones llenos de carbón.
- En cuanto cambie el viento, el Marco Bruto se irá de la ensenada -aventura Pepe Lobo-. Lo que usted pretende sólo sería posible intentado cuando esté en mar abierto, lejos de las baterías.
- Puede ser demasiado tarde. Irán prevenidos, quizá con escolta. Eso nos quita la ventaja de la sorpresa.
Detecta Lolita Palma una sonrisa escéptica en la boca del corsario. Desde la noche de Carnaval, nada de lo que tenga que ver con esa boca le pasa inadvertido.
- Es trabajo para la Real Armada, no para nosotros.
Haciendo acopio de sangre fría, Lolita se encara de nuevo con los ojos verdes. El hombre la mira de tal modo que por un instante no sabe qué decir. Por Dios, piensa. Quizá se trata de cómo lo veo hoy. De lo que le estoy haciendo, o quiero que haga. De lo que me propongo hacerle a él, a su barco y a su gente.
- La Armada no va a ocuparse de asuntos particulares -responde ella al fin, con una calma perfecta-. Como mucho, si lográsemos sacar la balandra de la ensenada, algunas cañoneras de la Caleta se acercarían para cubrir desde fuera la retirada… Pero nadie me garantiza nada.
- ¿Ha estado en Capitanía?
- Hablé con Valdés en persona. Y eso es lo que hay.
- Pues la Culebra es un corsario, no un buque de guerra… Ni el barco ni mi gente están preparados para lo que usted pide.
Han salido al viento de la explanada, junto a la glorieta y el jardincillo medio seco contiguo a los polvorines. Un poco más lejos está la muralla, con sus garitas y cañones envueltos en la claridad violeta que se extingue despacio. El mistral húmedo y salino agita el encaje de la mantilla sobre el rostro de Lolita.
- Oiga, capitán. Le he contado lo de los veinte mil pesos que transporta el Marco Bruto, pero hay algo que todavía no he dicho… A las primas habituales que les corresponderían a ustedes por represarlo, añadiré el diez por ciento de esa cantidad.
- ¿Cuarenta mil reales?… ¿Habla en serio?
- Completamente. Dos mil pesos limpios. Eso aumentaría en un quinto lo que sus hombres han ganado hasta ahora. Sin contar la parte legal de la represa, como digo.
Silencio valorativo. Prolongado. Ella advierte que Pepe Lobo curva los labios para silbar, pero no lo hace.
- Es importante, por lo que veo -dice el corsario.
- Vital. No creo que Palma e Hijos pueda salir adelante sin reponer esa pérdida.
- ¿Tan mala es la situación?
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