Roberta Mezzabarba - La Larga Sombra De Un Sueño

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”La noche en la que apareció en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a la vida que, desde hacía tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana gélida y cortante, todavía se acordaba perfectamente. Estaba decidida: escaparía”. ”La noche en la que apareció en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a la vida que, desde hacía tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana gélida y cortante, todavía se acordaba perfectamente. Estaba decidida: escaparía”. De esta manera comienza LA LARGA SOMBRA DE UN SUEÑO. Vidas que se entrecruzan, orgullo, historias que se repiten y emociones, pasiones… destinos. Greta es una muchacha que decide tomar las riendas de su vida pero, luego, se da cuenta de que nunca ha abandonado sus raíces, que comprende que una herida, para considerarse cicatrizada, debe ser limpiada dolorosamente hasta llegar al corazón del problema. Nadie puede alcanzar la claridad sin caer primero hasta el infierno y remontarse para ver el cielo. Es verdad, nada será como antes pero, si se quiere vivir y no solamente existir, este es el camino. Estos son los puntos fuertes de esta novela, bien articulada, gratamente fluida. Un libro romántico pero no demasiado, que esconde muchos enfoques y está abierta a múltiples interpretaciones pero, sobre todo, un análisis del hombre, entendido como ser viviente, a merced de una vida imprevisible. Puedes ver el booktrailer aquí: https://youtu.be/fSlelRK3fdY

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«¡Qué va! ¿Qué dice? No he ido por trabajo, ojalá hubiese sido por eso; he ido con Ernesto a visitar la isla y… ¡Oh, Dios mío! He montado una buena, ¡un bonito lío! Mi madre me lo dijo, siempre la misma, Giacomo, ¿qué debo hacer? Dígamelo usted, ¿qué debo hacer?»

«Ante todo, entre, y luego ya hablaremos. Venid».

* * *

Greta habría deseado sobre todo tener una existencia tranquila, a lo mejor con Ernesto, pero no podía ni siquiera pensar en eso, al menos hasta que no consiguiese sacarse de encima los fantasmas que la acosaban continuamente, a cada paso. Giacomo tenía razón, ese era su auténtico problema.

Y Greta ya se había decidido. Partiría para Sicilia a la mañana siguiente.

Tenía delante de ella un folio en blanco sobre el cual comenzaría a escribir una carta para Ernesto.

Querido Ernesto:

Quizás ayer por la tarde tú tenías razón. La isla Martana realmente produce extraños pensamientos en sus visitantes y ha debido ocurrir de esta manera. Quizás sólo estaba esperando un pretexto al que aferrarme, quizás hacía ya tiempo que maduraba la decisión de volver a Sicilia. De todas formas, cuál ha sido el recorrido que han seguido mis decisiones poco importa. Me debo ir.

Llevaré conmigo la rosa que has cogido en la Bisentina y todas las cosas que he descubierto y encontrado junto a ti. Las llevaré conmigo con la esperanza de que me ayuden a vencer todos mis miedos y los fantasmas que se esconden detrás de ellos. Las llevaré conmigo para que un día me devuelvan a ti, aquí, en tu paraíso: y si un día, cercano o lejano, vuelvo… será para quedarme.

Querría tan solo que no me olvidases: sería el dolor más grande que podrías producirme. Recuérdame, a lo mejor como a una loca que deliraba con sus miedos y con las sombras que decía sentir en su interior, pero no dejes jamás que otros rostros se peguen al mío, sofocándolo.

Dulce barquero de mis más bellos pensamientos, me despido de ti y no te entretengo más.

Te amo y te amaré siempre.

Greta

Escribió aquellas palabras de un tirón, sin pensar demasiado en ellas y sin pensar demasiado en lo que estaba haciendo.

Habría debido escribir dos líneas también al notario De Fusco: sabía perfectamente, sin que nadie se lo dijese, que se estaba comportando otra vez como una inconsciente. Tenía casi treinta años pero se sentía vacía como un recién nacido: todas sus experiencias, sus emociones, todo lo vivido habían pasado sobre ella sin dejar más que un rastro descolorido de dolor y remordimientos. Quería respuestas y las quería dar. Sabía demasiado bien que sólo cerrando un capítulo y partiendo de una página en blanco sería posible empezar de nuevo.

No sabía cuánto tiempo necesitaría para librarse de sus sueños, de los miedos que habían crecido dentro de ella, para purgar el veneno que, lentamente, corría por sus venas mezclado con la sangre.

Ni siquiera tenía la certidumbre de que lo conseguiría.

Pero valía la pena intentarlo.

SEGUNDA PARTE

Durante años había estado alejada de casa
y ahora, delante de la puerta,
no me atrevías a entrar, por miedo a que un rostro
que nunca había visto
mirase estúpidamente el mío
y me preguntase qué quería.
“Sólo una vida que he dejado
¿Quizás me ha quedado aquí?”
Me apoyé en el temor,
dejé pasar el tiempo,
el instante se infló como un océano
y se rompió contra mi oído.
Reí con una risa rota
que habría podido temer una puerta
yo que conocía la consternación
y nunca la había remontado.
Acerqué a la manilla la mano
de manera temblorosa por el miedo
a que la puerta terrible se abriese de par en par
y me dejase en medio del suelo
luego saqué los dedos
con cuidado como si fueran cristal,
me tapé las orejas, y como una ladrona
respirando con fatiga huí de la casa

Emily Dickinson

7

El lago estaba oscuro.

La orilla transitada por el viento tenía un color plateado mientras que el resto de la superficie era de un azul intenso, intercalado aquí y allá por el blanco de alguna ola perdida. No hacía sol aquella mañana, al menos no de manera visible, y el aire era fresco. Greta subió, como hacía cada mañana desde hacía años, a aquella parte, en el autobús de estudiantes que voceaban, pero esa mañana aquella situación, aunque sin quererlo, le causó tristeza: tristeza por saber si algún día volvería.

Se había despedido de Giacomo con pocas palabras pidiéndole que le entregase la carta a Ernesto en cuanto volviese de pescar. Aquel hombre anciano le había aconsejado, le había ayudado casi como si fuese la hija que tanto había deseado.

En cuanto llegó a Viterbo bajó del autobús, fue a la oficina y depositó en el buzón, que ella misma había abierto mil veces, la carta que había escrito para el notario. Había puesto dentro de la carta también las llaves de la oficina, casi como si quisiese sacarse de encima algo que le pesaba mucho. Dudó todavía un momento dentro de aquel portal oscuro, luego cruzó el umbral y se alejó a grandes pasos con un nudo en la garganta debido a las lágrimas.

En poco tiempo llegó a la estación: Viterbo todavía dormía en el gris insólito de una mañana veraniega. El tren finalmente partió: Greta tenía la impresión de que si se hubiese parado un minuto de más en la estación, hubiera bajado para no subir a él de nuevo.

El ruido del paso de las ruedas sobre los raíles la acunaba con su cantinela repetitiva, siempre igual en el tiempo y en el espacio. Los kilómetros corrían veloces, acercándola cada vez más al momento en el que debería bajar de aquel vagón, coger otro tren y luego embarcarse en un trasbordador que la devolvería en poco menos de una hora a Sicilia, tierra de los cíclopes, después de seis años de exilio voluntario.

En un cierto sentido con aquel viaje quería reconstruir viejas costumbres, reencontrar viejos olores y sabores de una vida de la que había escapado hacía tantos años, y que ahora, a lo loco, intentaba recuperar.

Se quedó adormilada durante un tiempo que no podría haber definido, y en su duermevela soñó con Ernesto, con la Bisentina, soñó que nunca partiría: soñó con el rostro calmado y tranquilo de Giacomo que la observaba sin decir nada, sonriéndole.

Mirando fuera de la ventanilla se sentía emocionada: todo era al mismo tiempo distinto e igual a lo que recordaba. Sentía los olores penetrarle en las narices y correr directamente al cerebro, evocándole recuerdo agridulces de su infancia. El tren se paró bruscamente, haciendo rechinar los frenos sobre las vías, y de repente Greta notó la superficie del inmenso espejo de agua emergiendo desde un desnivel del terreno, apareciendo ante sus ojos como una superficie tranquila, plana, casi inmóvil.

Otra vez el mar.

De repente recordó el lago, encantador pasaje que la había acogido en su vagabundear acunándola en sus orillas: aquel lago a menudo era una extensión de aceite inmóvil sobre la que las nubes vanidosas se miraban como en un espejo, apenas molestadas por cualquier pequeña encrespadura cerca de un exuberante cañaveral..

Aquel día también el mar estaba tranquilo.

Mucha gente adora las aguas calmadas. Greta, en cambio, las prefería batidas por las corrientes, con las olas grandes descomponiendo aquel prado azul, inconmensurable e iridiscente, agitándolo como si fuese la nostalgia de florecer la que la volvía inquieta.

Quizás la poca atracción que sentía por las superficies planas, inmóviles, era debido también, y sobre todo, al hecho de que se reconocía, si queremos hablar de una especie de identificación, en una superficie en movimiento, en una realidad que debía, de todos modos, luchar contra un elemento desestabilizador, como en una eterna batalla: como el viento con las nubes, el sol con la lluvia, el agua con el fuego, la verdad con la mentira.

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