Roberta Mezzabarba - La Larga Sombra De Un Sueño

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”La noche en la que apareció en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a la vida que, desde hacía tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana gélida y cortante, todavía se acordaba perfectamente. Estaba decidida: escaparía”. ”La noche en la que apareció en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a la vida que, desde hacía tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana gélida y cortante, todavía se acordaba perfectamente. Estaba decidida: escaparía”. De esta manera comienza LA LARGA SOMBRA DE UN SUEÑO. Vidas que se entrecruzan, orgullo, historias que se repiten y emociones, pasiones… destinos. Greta es una muchacha que decide tomar las riendas de su vida pero, luego, se da cuenta de que nunca ha abandonado sus raíces, que comprende que una herida, para considerarse cicatrizada, debe ser limpiada dolorosamente hasta llegar al corazón del problema. Nadie puede alcanzar la claridad sin caer primero hasta el infierno y remontarse para ver el cielo. Es verdad, nada será como antes pero, si se quiere vivir y no solamente existir, este es el camino. Estos son los puntos fuertes de esta novela, bien articulada, gratamente fluida. Un libro romántico pero no demasiado, que esconde muchos enfoques y está abierta a múltiples interpretaciones pero, sobre todo, un análisis del hombre, entendido como ser viviente, a merced de una vida imprevisible. Puedes ver el booktrailer aquí: https://youtu.be/fSlelRK3fdY

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Al este de la isla estaba el promontorio de la Zíngara, también llamado del Leone por la cercanía con un espolón de roca en el lago, donde había sido esculpida la cara de un león, que mira al oeste. Aquí, entre poderosos grupos de robles y hayas, encontraron el último oratorio, el dedicado a S. Concordia.

La excursión había terminado.

El Príncipe observaba a Greta que, con sus ojos oscuros robaba imágenes, encantada con cada grano de tierra que pisaba. El camino para volver a la villa todavía era largo y el Príncipe decidió bromear un poco con la imaginación de Greta, contándole una historia bastante singular.

«Un tal Mery, mejor identificado como famoso escritor francés de la primera mitad del siglo XIX, imaginó con su fantasía una historia ambientada, quién sabe el porqué, justo en la isla Bisentina. Ahora se la voy a contar».

Su interlocutor hizo una pausa, sonriendo, antes de continuar. Greta se sentía observada, como si el Príncipe quisiese conocer la reacción que sus palabras tenían sobre ella.

«Había una vez un Conde de Bolsena muy ambicioso que, a menudo, reunía en la isla Bisentina a los adeptos de una secta y haciendo uso de magia y de sortilegios indagaba sobre el secreto de la inmortalidad. En la isla, sin embargo, vivía un cierto señor, llamado el Viterbese, que afirmaba que dentro de unos años sería capaz de desvelar el secreto que el Conde de Bolsena escondía más que otra cosa en el mundo. Se dice que un día el Viterbese cogió a dos niños, un varón de cinco años y una niñita de tres, y los encerró, separados, en dos magníficos jardines de la Bisentina. Estos infantes crecieron sin ver a ninguna persona en el mundo excepto a un hombre y a una mujer que, respectivamente, siempre en un perfecto mutismo, los cuidaban y les servían en todas sus necesidades. Un día, los dos jóvenes se vieron: no sabían hablar pero consiguieron de todas formas entenderse. Se enamoraron e hicieron lo que en la misma situación hicieron Adán y Eva. El Viterbese descubrió el pecado, los mató y después se mató a su vez pero no antes de haber confiado a los adeptos de la secta que cualquiera que bebiese de su sangre, mezclada con el vino, ganaría el don de la inmortalidad. El Conde de Bolsena, ansioso por convertirse en inmortal, bebió de esto y murió intoxicado».

* * *

El cielo comenzaba a cambiar de color y el azul terso de la tarde poco a poco se iba convirtiendo en rosado. Ernesto miraba la silueta de Capodimonte lejos de él reconociendo perfectamente su contorno.

Esperaba.

Esperaba a Greta y ella, como en un sueño, descendió el sendero herboso con el sol que iba enrojeciendo a su espalda, con su bolsa negra de piel cogida en su mano derecha, y el mayordomo que iba a su lado, siempre inflexible, preciso e imperturbable. Ernesto pensó cuán sórdida era la vida de aquel hombre.

«Bien, señorita Capua, que tenga un buen retorno a tierra firme. Hasta luego.»

«Adiós, Gastone», murmuró Greta volviéndose para ver la isla a la caída del sol.

Ernesto, entonces, bajó a la barca y en silencio ayudó a Greta a ponerse en su puesto en la lancha motora. Sentía los ojos de la muchacha escrutarlo en busca de sabe qué cosa. Los sentía rebuscando entre sus rizos rubios como largos y esbeltos dedos, entre los pliegues de su camisa quemada por el sol: la sentía olfatear entre sus pensamientos como si conociese la fragancia de uno de ellos y lo estuviese buscando con desesperación.

Puso en marcha el motor y la tensión cayó visiblemente: sólo entonces consiguió levantar los ojos hacia Greta. No sabría describir la expresión del rostro de la muchacha ni jamás podría volver a encontrar en un rostro una expresión similar. Parecía feliz pero, al mismo tiempo, el dolor surcaba sus ojos con lágrimas invisibles y dolorosas: recuerdos escondidos. Lo observaba pero parecía que mirase más allá de él, a través de su dimensión humana, para encontrarse en una completamente desconocida para él.

De repente Ernesto se acordó de la rosa que había cogido, quizás la última de la isla de la floración de aquella primavera. Era de un rojo oscuro que en ciertas partes tendía al negro.

Se la mostró a Greta.

«Es para ti, Greta. La última rosa escarlata de este año… su color es oscuro como tus ojos y su perfume es embriagador como tu risa».

Ernesto se paró. Hubiera querido conseguir pronunciar una miríada de palabras.

El silencio llenaba el aire cuando Greta, alargando su mano, cogió la flor y la llevó hasta la nariz levantando los ojos hacia Ernesto.

«La guardaré conmigo, como uno de los recuerdos más bellos de esta mágica jornada, en la cual he redescubierto tantas cosas de mí que creía perdidas».

Greta sentía el corazón inflamado.

Estaban ya navegando: la isla poco a poco se iba empequeñeciendo tomando de nuevo las dimensiones a las que Greta estaba acostumbrada pero sabía que, a partir de ese día, ya no la vería con los mismos ojos.

Nunca más.

4

Giacomo estaba en la puerta de la casa cuando Greta volvió de la visita a la Bisentina.

Al anciano pescador le bastó una mirada para comprender que para aquella muchacha esa experiencia había significado algo más que una reunión de trabajo: caminaba olfateando de vez en cuando una rosa que llevaba en la mano, su marcha se había ralentizado, casi como si estuviese gastando todas sus energías en sus pensamientos.

Y, de hecho, estaba pensando: pensaba en Ernesto y en las palabras con las que le había despedido:

«Si quieres, una de estas tardes te puedo llevar a la isla Martana. Es verdad que no podremos tener la lancha motora, que lo necesita mi padre, pero estoy convencido de que no te arrepentirás».

Ella no había dado una respuesta a aquella invitación ni él hubiera pretendido que se la diese.

Era un muchacho inteligente. Greta sentía en su interior sensaciones extrañas, escondidas desde hacía años, encerradas en el ángulo más oscuro de su alma, pero de todo aquello que sentía lo más extraño era que no experimentaba aversión hacia Ernesto, como era habitual que sintiese por todos los otros muchachos que habían demostrado una cierta simpatía por ella, después de Alberto.

Mirando hacia Giacomo Greta hizo un movimiento con la mano a modo de saludo, como diciéndole que aquella noche no tenía ganas de hablar. Traspasó la puerta de su casa, a paso lento. Entre la noche oscura y el alba las horas pasaban lentas marcadas sólo por el continuo preguntarse de Greta. Giraba y volvía a girar nerviosa en la cama perseguida por miles de preguntas “¿era justo permitir a un perfecto desconocido acercarse tanto? ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Sería peligroso dejarse llevar?”

Realmente, sin embargo, sólo advertía el deseo latente, vivo, de volver a ver a aquel pescador.

Ya estaba muy alto el sol en el cielo cuando Greta se levantó de su cama. Las oscuras barcas de los pescadores ya surcaban el lago plateado, quizás Ernesto estaba con ellos.

El autobús con el cual Greta iba todos los días al trabajo esa mañana estaba iluminado por la luz resplandeciente del sol, a ratos, mientras recorría veloz las calles desiertas y todavía soñolientas de la noche anterior. Greta estaba volviendo lentamente a la realidad pero quedaba, de todas formas, un peso en el corazón. Mirando hacia la isla había descubierto, dentro de ella, el deseo de volver a su Sicilia, un deseo incómodo, que casi le daba miedo pero que no conseguía reprimir. Había pasado demasiado tiempo desde que se había ido, y muchas veces había fingido no tener ya ninguna conexión con aquella isla y con su gente. ¿Cómo podía pensar que, después de seis años, su abuela, la única superviviente de su familia, podría aceptarla?

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