—Cómodo.
—Sí, pero ¿quieres volver a liarte con los helicópteros?
—Lo primero es pedir vuestra palabra de que, independientemente de lo que decidamos al final, todo lo que digamos se quedará entre estas cuatro paredes. Es importante y tenéis que responderme sin incertidumbres.
Sante suelta con buen humor:
—Deja de tocar las narices y cuéntanos. Te estás enrollando demasiado. Sabes que te puedes fiar.
—De acuerdo, no contaré nada —confirma Aurelio.
Tienen razón, basta de dar rodeos.
—Se trata de montar un helicóptero con el máximo secreto. Un helicóptero perfecto, pero sin matrícula. Tendrá que ser ensamblado sin que nadie lo sepa, a parte de nosotros y el cliente —hago una pausa, pero ninguno de los dos abre la boca. He captado su interés y esperan que siga con la explicación—. Tendremos que crear un taller en un edificio que se encuentra en una propiedad del cliente. Es un lugar aislado.
—¿Qué helicóptero? —pregunta Aurelio.
Claro, él es el mecánico, y va inmediatamente a lo práctico. Ya ha comprendido que será él quien lo montará.
—¿Y para qué sería? —pregunta Sante.
—Os lo diré después de que hayamos llegado a un acuerdo. Pero antes respondo a Aurelio Podría ser, creo, aunque podemos discutirlo, un 500 C.
Por la expresión de su rostro que se relaja entiendo que se siente capaz de hacerlo. No me sorprende. Los tres conocemos bien ese aparato.
—Entiendo que yo sería quien montaría el cacharro. Pero ¿yo solo? —pregunta.
—Tú solo no, con la ayuda que podamos darte nosotros.
—O sea, yo solísimo.
—¿Por qué el 500? —interviene Sante.
—Porque América está llena de excedentes militares y tú conoces a alguien que podrá conseguir las piezas necesarias. Y Aurelio tiene amigos en los centros de mantenimiento que conocen ese modelo.
—Ahora entiendo el porqué de las preguntas sobre Bogard.
Sonrío y asiento.
—Pero tú también conoces a esas personas —continúa Sante—, podrías prescindir de mi ayuda. Mi aportación es mínima.
—Tú los conoces bien y sabes cómo tratarlos y cómo convencerlos para que no hablen. Tú también decidirías el coste, y luego decidiríamos juntos cómo proceder. También tendrás que encontrar la manera de transferir el dinero por canales no oficiales. ¿Ves que eres estratégico? Tu trabajo es tan indispensable como el técnico.
—Y... y... —Sante se inclina sobre la mesa y susurra— y... ¿cuánto ganaríamos?
—¿Por qué hablas tan bajito?
—Porque si es algo tan secreto no veo por qué tendríamos que estar gritando a los cuatro vientos, ¿no te parece?
Veo una cierta lógica, salvo que solo estamos nosotros tres en el local.
—Antes de hablar de dinero me gustaría saber qué riesgos corremos —dice Aurelio—. No me interesa tener la cartera llena de dinero y yo en la cárcel.
—No empieces a ser un miedica, ¿vale? Todavía me acuerdo de lo que me hiciste perder en Bengasi —replica Sante.
—¿Todavía sigues con esa historia? Deberías agradecérmelo. Impedí que te metieras en líos.
—Eres un cobardica. Era una tontería por la que nos habrían dado un montón de dinero.
—¡Que te crees tú eso! Te lo habrían clavado por la espalda. Una vez obtenido lo que querían te habrían enterrado en el desierto.
—Yaaa... enterrado... ya había llegado a un acuerdo. Se fiaban.
—Perdonad —interrumpo—. Ayudadme a comprender esto.
—Nos daban una buena cantidad de dinero —explica Sante—, por llevar dos cajas de material. Y él no quiso.
—Estás completamente ido. Ya antes tenías problemas, pero ahora muestras signos de Alzheimer.
—Ya. Porque ¿no era así?
—De uno en uno. Aurelio —pregunto— quítame la curiosidad: dime por qué no quisiste hacer ese vuelo.
—Sante no lo cuenta bien. Estábamos en Bengasi trabajando como enlace con una plataforma de perforación en el mar de Libia. Un buen trabajo: dos o tres vuelos cada día. Después de los cuales nos quedábamos en espera de eventuales emergencias. Un buen día algunas personas del lugar propusieron a Sante que transportara a escondidas cajas con armas y explosivos. Ellos las llevarían al hangar del aeropuerto y nosotros deberíamos aterrizar en algún lugar de la ruta y dárselas a otra persona x.
—¿Ves que tenía yo razón? Un trabajo facilísimo, no se habría dado cuenta nadie y habríamos ganado diez mil dólares. Digo bien diez mil .
—¡Pero tú estás loco! ¿Sabes cómo son las prisiones en Libia? Nos habrían matado, o como mínimo ahora podríamos estar cantando como sopranos.
— Me llaman Mimìiiii... —entona, o más bien desentona Sante con voz de falsete.
—Entonces, para el trabajo que nos propones —continúa Aurelio—, me gustaría saber qué riesgos vamos a correr. Y me gustaría saber si es un trabajo para terroristas o algo parecido. Porque, en ese caso, lo haréis sin mí.
—No empieces, no empieces. Tenemos la ocasión de ganar dinero y ya te estás echando para atrás.
—Correríamos solo riesgos limitados —explico—. Volar sin el certificado aeronavegabilidad, no declarado a la autoridad civil. En mi opinión no hay sanciones penales, y si las hubiera, serían de poca importancia. No tenemos antecedentes, así que nadie tendrá que ir a visitarnos a la cárcel.
—Efectivamente, conozco gente que ha hecho de todo y siguen trabajando tranquilamente —comenta Aurelio. Y después vuelve a preguntar— ¿pero para qué lo quieren? ¿Por qué tanto secreto?
—No lo sé, y no le he preguntado. Nosotros lo construiremos, como nos pide el cliente, y después será su problema el uso que quieran darle.
Sante se tapa los oídos con las manos.
—No me digas nada. No quiero saberlo. No me hables de ello.
—Si supiéramos para qué lo usan seríamos cómplices —continúo—. Así, como mucho, nos podrán acusar de haber sido incautos. A lo mejor perdemos la licencia de piloto y de mecánico.
—Es cierto que nuestras licencias, excepto tú, las usamos ya muy poco, o nada —añade Aurelio.
—Exacto —coincido—. Ahora mismo soy el único de nosotros que la usa y, si me pagan el equivalente de los próximos diez años de mísero salario, puedo hasta regalarla.
—Diez por cero es cero. Mejor que sea más —dice Sante. Después pregunta— ¿cuánto?
Lo miro en silencio. Ya he comprendido que lo harían incluso por menos de la cifra que he convenido tan fácilmente solo porque alguien había dicho al abogado que yo era un tipo capaz y disponible.
Capaz, no hay duda, pero disponible, ¿en base a qué podrían decirlo? ¿Es posible que aquel misterioso empresario me conozca mejor de lo que yo me conozco a mí mismo? Aunque, al final, allí estaba, intentando organizar el trabajo.
—¿Entonces? ¿Se te han roto las cuerdas vocales? —Sante me sacude dándome un golpe en la espalda.
—Son ciento cincuenta mil euros.
—¿Ciento cincuenta mil? —pregunta para obtener una confirmación—. Por cincuenta por cabeza le construimos incluso la Sojuz. Conozco un par de comerciantes con contactos dentro del antiguo Ejército Rojo.
Esperaba que lo vieran así. No he especificado a posta, para hacer un mayor efecto cuando anuncie el salario real.
—Habéis entendido mal. Son ciento cincuenta mil por cabeza.
Sante reacciona primero. Después de unos segundos durante los cuales enmudece, explota con un:
—Grandísimo hijo de puta, ¿cómo has conseguido que te den tanto dinero?
—Se lo he pedido y ha aceptado.
—¿Sin regatear?
—Yo he aceptado su petición y él ha aceptado la mía. Le he dicho que sois indispensables.
—Has sido astuto —dice Sante.
Читать дальше