—¿Vas mañana?
—Has oído bien, tengo una cita.
—¿Con quién?
—¡Eh, para ya! Por ahora he prometido ser reservado, pero te prometo que serás la primera en saberlo todo. Sabes que eres la única sacerdotisa a la que podría confesar mis secretos más ocultos.
—¿Y a quién le interesan? —me grita mientras salgo de la oficina.
29 de mayo
Dejo mi viejo y leal Volvo en un aparcamiento cercano al metro. Tras un trayecto de diez minutos, me bajo en la estación Duomo. En una calle tranquila, muy cerca, como me habían dicho, encuentro el número siete. Es un lujoso palacete del siglo XIX. Al lado de la puerta hay una placa de bronce brillante: “ Italo Martinelli-Sonnino – Abogado ”. Me parece imposible que todo este edificio tenga un solo propietario. Estaría bien como sede de un banco.
Llamo al único timbre. Tras pocos segundos de espera un hombre abre uno de los batientes de la puerta.
—¿Comandante Cavicchi, supongo? —pregunta. Pero se entiende que sabe la respuesta.
Eraldo Cavicchi. ¿Usted es el abogado Martinelli?
—El abogado Martinelli-Sonnino —me corrige—, le espera en la biblioteca. Soy el mayordomo. Ayer habló conmigo. Por favor, sígame. Se aparta lo mínimo para dejarme pasar. Vuelve a cerrar la puerta y, sin decir nada más, se dirige hacia el interior de la casa.
Lo observo desde detrás: es alto y musculoso, lleva el pelo oscuro corto y está vestido al estilo de los Men in Black . No tiene nada de un mayordomo, más bien parece un guardaespaldas.
El mobiliario y los cuadros colgados en el largo y amplio pasillo y en la habitación a la que me lleva dan una información elocuente de la sólida riqueza del dueño.
—Buenos días comandante. Siéntese —me invita un hombre en cuanto entramos en una habitación grande amueblada como una vieja biblioteca aristocrática. Lleva un elegante traje de color gris oscuro que seguro que cuesta más o menos dos sueldos míos. Tiene el pelo blanco y largo hasta los hombros. Casi se confunde con el cuello de la camisa, abierto y por encima del de la chaqueta. Me parece que es pocos años más joven que yo: andará más o menos en los sesenta.
—Buenos días, abogado —respondo dándole la mano.
—¿Quiere un café? ¿Un licor?
—No, gracias.
El abogado mira al mayordomo, sin duda en espera de una orden. Sin decir nada, sale, cerrando la puerta detrás de él.
—Por favor, sentémonos —añade, indicando uno de los dos elegantes sillones dispuestos junto a una mesa baja—. No le haré perder tiempo y le diré ahora mismo por qué le he pedido verme: necesito un piloto de helicópteros, experto, de quien me pueda fiar, que me ayude con un proyecto extremadamente secreto.
Me mira con sus ojos de color de hielo, como para medir mi reacción. Ve mi expresión interrogativa y prosigue.
—Se lo pido a usted porque un empresario con quien he trabajado en algunas cuestiones legales complicadas, y de cuya opinión no tengo ninguna duda, ha colaborado con usted durante algún tiempo y me ha asegurado que usted es la persona justa.
—Gracias. Creo que sé de quién habla.
Sigue, sin reaccionar a mi comentario:
—Si le interesa este proyecto, sigo.
—Me interesa todo lo que sea trabajo, pero si no me explica qué es lo que necesita, no podré decirle si puedo aceptar.
—¿Puedo contar con su discreción y con que nada de lo que digamos saldrá de esta habitación?
—Puede.
El abogado me vuelve a mirar de manera insistente. Observo que su boca, de corte horizontal, tiene los labios muy finos.
—Necesito que me consiga un helicóptero sin placa. Un helicóptero que sea suficientemente grande como para transportar a cuatro personas dos kilómetros. Es fundamental que nadie sepa de su existencia —interrumpe brevemente su discurso, como esperando algún comentario. Como no lo hay, continúa—. Y querría, siempre con la misma discreción, que trabajara como instructor. Por todo esto le pagaremos correctamente. ¿Qué le parece?
Ese «pagado correctamente» es la información más clara que recibo. Lo demás sigue siendo demasiado poco para saber qué quiere.
—¿Qué quiere decir con «sin placa»? ¿Que no esté matriculado?
—Que no debe tener las siglas civiles, esas que tienen todos los aviones y los helicópteros, y que no se puede saber su procedencia en caso de que hubiera un control. Pero no quiero uno de esos helicópteros ligeritos, quiero un buen aparato que pueda hacer este tipo de vuelo, y con esa carga, sin problemas.
—No se puede comprar uno sin matricularlo. Si no quiere registrarlo en Italia, podemos intentarlo en otro país. Por ejemplo, uno de los muchos paraísos fiscales. Más o menos como sucede con los barcos.
—Ninguna formalización, ni siquiera en países extranjeros. Sabe, comandante, se me había ocurrido una manera de hacerlo. Dígame si es factible.
—Cuénteme.
—He pensado que un helicóptero está constituido de muchas piezas y, si se pudiera comprar estos separadamente y montarlos en casa, tendríamos un helicóptero normal sin que nadie supiera de dónde viene.
«No puede haberlo pensado él solo». Probablemente haya hablado con otros antes de hablar conmigo.
—Teóricamente... —respondo.
—He leído que han conseguido montar una metralleta de gran calibre comprando las distintas partes por internet.
—Sí, recuerdo historias parecidas. No es fácil, pero creo que se puede hacer. El problema es hacerlo en secreto. En las sociedades en las que se hacen estos trabajos hay visitas frecuentes de los inspectores del ENAC y de muchas otras personas del mundo aeronáutico. Todos están muy al tanto de todo lo que pueda volar y de la actividad en este ámbito.
—¿Qué es exactamente el ENAC?
—El Ente Nacional para la Aviación Civil, los que supervisan todos los medios de vuelo.
—Entiendo. Sabe, comandante, tengo una finca en Gattinara. Se encuentra en el norte, en las primeras montañas. La carretera acaba allí, y no hay tráfico. Está rodeada de árboles, pero en el interior hay una pradera enorme donde se podría aterrizar y despegar. Además del edificio principal hay otro, que se usa como taller para el coche y otros aparatos. Tiene un portón muy grande.
Este abogado ya ha pensado cómo actuar. No es el típico adinerado que busca cómo divertirse.
—¿Quién frecuenta la finca? —pregunto.
—Pregunta acertada. A parte de nosotros, solo los cuidadores: los De Prà. Viven en Sostegno, un pueblo cercano, y normalmente no duermen en la villa. Trabajan para mí desde hace veinte años y sé cómo volverlos ciegos, sordos y mudos.
—¿Como los monitos?
El abogado me mira y sonríe.
—Ha entendido perfectamente. Los puede considerar seguros.
—¿Y cuál sería la razón de todo esto? ¿Por qué un helicóptero fantasma ?
—Se lo diré solo cuando haya aceptado.
—¿Yo estaría implicado después del ensamblaje del helicóptero?
—No. Bueno, rectifico: a lo mejor. Le resumo lo que necesito: la construcción, las pruebas y la formación. Además deberá enseñarnos a gestionarlo en todo lo relativo al combustible, la manutención y todo lo necesario. Después, en caso de que necesitemos ayuda, valoraremos juntos la modalidad de ejecución.
Todavía no ha hablado de dinero. No acepto ni rechazo nada antes de conocer las posibles ganancias. Decido solicitar otros datos.
—Se podría intentar —comento sin exponerme demasiado.
El abogado se levanta de la silla y abre la puerta del mueble bar de estilo de los años treinta cercano a la zona donde nos encontramos.
—¿Qué puedo ofrecerle, comandante? Hay ron y whisky. Si quiere otra cosa se lo pueden traer. También tengo cigarros y algunas marcas de cigarrillos. Hice instalar un buen sistema de ventilación en este estudio.
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