La pared de la derecha está cubierta con cuadros al olio que reconozco como obras de Aurelio. Le gustaba lidiar con los lienzos y los pinceles ya en los años en los que trabajábamos juntos.
El local tiene solo ocho mesas, más una, al lado de un aparador, que vale por una oficina minimalista. Calculadora, bloque de facturas y terminal para las tarjetas de crédito indican su finalidad.
—¡Eraldo, Sante! —exclama Aurelio cuando sale de la cocina. Una sonrisa enorme ilumina la cara sobre la que se agita su típica mata de pelo, ahora completamente blanca. Sigue siendo el mismo, a pesar de haber cambiado el mono de mecánico por un delantal grande típico de tabernero—. No podéis imaginar qué alegría me dais con esta visita.
Nos damos un beso y nos abrazamos.
—Finalmente se respira ambiente de helicópteros. Hoy os invito, pero no os acostumbréis —dice cogiéndonos bajo el brazo y acompañándonos a una mesa—. Sentaos y portaos bien. Voy a buscar algo de beber.
Cuelgo la valiosa bolsa en el respaldo de la silla y coloco encima la chaqueta, como para protegerla.
—¿Qué tal está Lara? —pregunto, acordándome de su mujer—. Voy a saludarla.
—No te preocupes. Ya la aviso yo.
Desaparece tras la puerta de la cocina. Reaparece un poco después acompañado de una apuesta señora morena de unos cincuenta años, de aspecto cuidado y movimientos enérgicos. Me levanto y me dirijo hacia ella.
—Lara, estás fenomenal.
—Queridos. Hace diez años desde la última vez que nos vinos.
Nos damos tres besos en las mejillas, al modo francés.
—Hace realmente mucho tiempo. Me alegra ver que estás en forma.
—Eres guapísima. Aurelio no te merece —confirma Sante.
—Y vosotros seguís siendo los mismos seductores.
—Es la verdad.
—Gracias, gracias. ¿Qué queréis comer? —pregunta, para acabar con la situación embarazosa.
—¿Qué aroma es este que viene de la cocina?
—A mí me vale, sea lo que sea. Se nota que es algo especial —confirma Sante.
—Veo que olfateáis como perros de caza: es minestrone de Monferrato. No os dejéis engañar por el nombre, es un plato completo con carne y verduras. Mientras esperáis, ¿qué os parecen unas anchoas y un salami suave?
—Perfecto —respondo con convicción.
—Estamos en tus manos —reitera Sante.
—Entonces está decidido —interviene Aurelio, que deja una botella de vino en la mesa—. Y para beber: Grignolino .
Lara, que se ha acercado a la puerta del restaurante, mira fuera, vuelve a entrar, la cierra con llave y pone el cartel de «cerrado».
—Así puede hablar mi marido con vosotros. En los platos pienso yo.
—Esta mujer es mi esposa —dice Aurelio, que la abraza y la besa sonoramente.
—Vale, vale. Ahora siéntate y déjame hacer.
—Gracias, Lara. Por tu amabilidad —digo.
Sante le hace el gesto del pulgar para arriba como signo de aprobación.
***
—¿Cómo va todo, chicos? —pregunto. Decido dar un gran rodeo.
—Antes de nada, brindemos por nosotros y por nuestro reencuentro —responde Aurelio, mientras llena los vasos con el vino espumoso de un delicado color rosa.
Brindamos chocando los vasos.
—Excelente —digo sinceramente, después de haberlo probado—. Se notan bien los aromas y los sabores afrutados y especiados.
—He abierto una botella de las buenas, y hay más. Sabes, la ocasión es especial.
—Has hecho algo bueno y justo —le dice Sante.
—Como decía: ¿qué tal va todo? —retomo la conversación.
—¿Cómo quieres que vaya? Como ves no estamos mal, tenemos clientes, aunque hoy es un día tranquilo. Pero echo de menos los helicópteros.
—Yo no tengo nada que decir —responde Sante—, salvo que más que los helicópteros lo que me falta es un salario mensual.
—¿Y tú? Tú sigues en el ajo: trabajas para aquella pequeña compañía en Alejandría, ¿verdad? —me pregunta Aurelio.
—Sí, trabajo, pero sólo cuando me llaman. Un poco como instructor y algún que otro vuelo. Todavía tengo el coche de aquellos tiempos. Menos mal que es un Volvo.
Un buen comienzo. Tienen la predisposición justa para intentar convencerlos y que acepten. Por encima de todo estoy contento de que Aurelio esté en tan buena forma, porque él se llevaría la mayor parte del trabajo físico y mental.
La comida está buenísima. Lo cual no me sorprende, puesto que sé que Lara es una cocinera excepcional. Hablamos del pasado común. Somos unos viejos compañeros que comen y beben, y los temas son los típicos de estas ocasiones: helicópteros, dinero, mujeres.
Estudiamos posibilidades de trabajo improbables, en Italia o en el extranjero. Espero antes de exponer mi propuesta. Quiero que hayamos agotado los otros temas para tener toda su atención.
—He leído que buscan pilotos y técnicos en Canadá. E incluso pagan bien —dice Sante.
—¿Sabes en qué condiciones trabajan? —pregunta Aurelio—. Vosotros sois demasiado viejos para transportar pasajeros, y solo os quedaría, admitiendo que lo necesitarais realmente, el trabajo aéreo. La concurrencia es grande y tienen unos horarios de trabajo terribles. Perdonadme que os lo diga, pero es duro incluso para los jóvenes.
—Pero tú eres mecánico y además eres más joven. Tú podrías.
—A lo mejor yo podría encontrar trabajo más fácilmente, pero los servicios en tierra en el norte de Canadá son un castigo demasiado grande para mí, que no he hecho nada malo para merecerlo,
—Aumenta la demanda en Brasil para las nuevas perforaciones petrolíferas en el mar.
—La canción es la misma, los pilotos ya no tenemos edad y él quiere acabar sus días sin tener que sufrir demasiado —comenta Sante. Aurelio asiente.
—¿Volviste a oír hablar de tu amigo americano? Me parece que se llamaba Bogard —pregunto a Sante.
—¿Bogard? —responde con una expresión maravillada.
—Sí. Aquel de quien me habías hablado cuando volviste de tu viaje a Tejas.
—Tienes buena memoria, habrán pasado veinte años. Su nombre es Robert. Déjame pensar... la última vez que hablé con él fue cuando me llamó hace cinco años más o menos. Estaba de paso en Suiza y pensaba que habríamos podido vernos. Pero no pudo ser.
—¿Sigue teniendo la misma organización?
—Hace cinco años, sí. Me dijo que estaba en Europa visitando los centros de mantenimiento principales.
—¿Solo mantenimiento oficial?
—Después habría ido a África, Sudán y Nigeria, creo, buscando contactos con organizaciones no gubernamentales que estuvieran interesadas en conseguir helicópteros.
—¿Organizaciones no gubernamentales? —pregunta Aurelio—. ¿Como Médicos Sin Fronteras o Emergency?
Sante explota en carcajadas.
—No tan humanitarias —dice, y hace una breve pausa—. ¿Estás entrando en materia? —Levanta un vaso de grappa en lo que me parece un brindis solitario de buenos auspicios.
—¿Sigues teniendo su número de teléfono? ¿Podrías volver a dar con él?
—Diría que sí. Creo que lo escribí en algún sitio. ¿Cómo es que te interesas tanto por él?
—Ahora os lo explico. Después me diréis si os puede interesar a vosotros y a cambio de qué.
—¡Lara! —llama Aurelio.
—¿Por qué gritas? No estoy sorda como vosotros tres, viejos pilotos —responde su mujer abriendo la puerta de la cocina.
—Tenemos para largo. Si quieres irte a casa...
—Iba a sugerirlo yo.
Lara se acerca a la mesa. Sante y yo nos levantamos para despedirnos y agradecerle la deliciosa comida. Nos deja y vuelve a desparecer en la cocina.
—Hay una escalera que lleva al piso de arriba: casa y bodega —explica Aurelio, intuyendo nuestra curiosidad.
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